Este valle italiano exhibe una naturaleza superlativa en todas las épocas del año, pero en invierno, con la nieve cubriéndolo todo, es cuando manifiesta toda su grandeza. La mejor manera de descubrirlo es viajar de este a oeste siguiendo el eje que marca el curso del río Dora Baltea y tomar los desvíos hacia valles secundarios para alcanzar los Alpes más agrestes, allí donde se elevan picos míticos y donde fluyen lentamente algunos de los glaciares más notables de la cordillera.
El valle de Aosta podría decirse que empieza en la localidad de Pont Saint Martin, donde finaliza la región italiana del Piamonte. En tiempos del Imperio romano, este pueblo fue una etapa esencial de la Vía Consular de las Galias, como prueba su puente y los restos de una calzada que en la cercana Donnas atraviesa un arco tallado en la roca. Desde Pont Saint Martin, la carretera que asciende por el valle de Gressoney permite llevar cabo la primera aproximación a los gigantes de roca y hielo de los Alpes italianos: el macizo del Monte Rosa, cuya cumbre más alta es el Dufourspitze, que se alza a 4.634 metros y constituye la segunda elevación de los Alpes tras el Mont Blanc (4.810 metros).
El recorrido por el hermoso valle de Gressoney discurre entre bosques y pastizales cubiertos de nieve hasta llegar al pie de los glaciares que descienden del Monte Rosa. Las pequeñas aldeas de casas de madera y tejados de pizarra del valle destilan un aromático olor a fuego de leña que anima a detenerse, pasear por sus calles y descubrir castillos medievales, torres de iglesias románicas y hórreos de piedra que aquí llaman rascards.
Gressoney atesora, además de paisajes, una curiosidad lingüística: el toitschu, un dialecto del alemán que constituye la segunda lengua más utilizada entre los habitantes de la zona. A pesar de hallarse dentro de territorio italiano, la mayoría de las toponimias del valle de Aosta son francesas y cualquier folleto turístico proclama que los valdostanos dominan al menos tres lenguas, el francés, el italiano y un primitivo franco-provenzal llamado valdôtain.
Fortalezas en el Valle de Aosta
El censo de castillos del valle es otro de los motivos de orgullo de Aosta, que reivindica tener la densidad más alta de fortalezas de Europa. Los romanos fueron los primeros en levantar un rastro de baluartes para proteger las fronteras del imperio. En la Edad Media el control del valle se convirtió en una prioridad estratégica para los señores feudales, que vieron en el cobro de peajes una oportunidad de enriquecerse con el tráfico de mercancías y viajeros entre el norte y el sur de la cordillera alpina.
En esa época la calzada tallada por los romanos formaba parte de la Vía Francigena de peregrinación a Roma. Los frecuentes enfrentamientos entre las familias nobles cesaron hacia el siglo XIII, cuando los Challant de la casa de Saboya impusieron su poder en el valle y lo mantuvieron hasta bien entrado el siglo XX.
El valle de Aosta cuenta hoy con 172 castillos –el doble que localidades–, todos ellos encaramados sobre imponentes riscos
El valle de Aosta cuenta hoy con 172 castillos –el doble que localidades– en desigual estado de conservación, pero todos ellos encaramados sobre imponentes riscos. Los mejor conservados forman una línea de defensa entre Pont Saint Martin y Courmayeur, la población situada bajo el Mont Blanc. A 5 kilometros de Pont Saint Martin, la fortaleza de Bard cumplía un papel defensivo crucial desde su emplazamiento sobre un risco a 106 metros de altura. En 1034 fue descrito como inexpugnabile oppidum, condición que mantuvo hasta junio de 1800 tras rendirse a un irritado Napoleón después de que una reducida guarnición de austriacos retuviera varias semanas a sus tropas camino de Italia.
A los pocos kilómetros aparecen a lado y lado de la carretera, como dos altivos centinelas, las fortalezas de Issogne y Verrès. Aunque las dos se pueden visitar, mi preferencia se decanta por el palacio renacentista de Issogne. La síntesis de ambos castillos se contempla en el de Fénis, una delicado conjunto gótico que también se ganó la fama de recinto inexpugnable.
La entrada al valle del Cervino también la marca una fortificación: la estructura monobloque del castillo de Ussel, que desde un escarpado promontorio domina la población de Châtillon. El Cervino (4.478 metros), Matterhorn para los suizos, es el segundo del trío de picos míticos que aparecen en este viaje. Una ubicación aislada y una silueta piramidal de cuatro caras orientadas a los distintos puntos cardinales han contribuido a aumentar su fama entre los escaladores y entre los buscadores de las panorámicas alpinas más impactantes.
En invierno es posible alcanzar la base del Cervino desde la estación de esquí Breuil-Cervinia, accesible por una zigzagueante carretera que conviene transitar con calma para disfrutar de un paisaje de montes nevados y valles esculpidos por glaciares, bajo el omnipresente sonido del agua.
La ciudad de Aosta presume de ser considerada la Roma de los Alpes, un título que se antoja excesivo pero que los aostanos defienden con entusiasmo afirmando que, después de Roma y Pompeya, su ciudad es la que posee más ruinas romanas. Augusta Pretoria fue fundada a la par que su tocaya Zaragoza (Caesaraugusta) en el año 25 a.C. y pronto se convirtió en un importante burgo gracias a su emplazamiento en el cruce de los caminos que comunicaban la capital del imperio con la Galia y Helvecia.
La ciudad actual respira cierto aire provinciano, pero sus reducidas dimensiones contribuyen a que las piedras romanas y los edificios medievales destaquen todavía más. El paseo por Aosta tiene dos paradas ineludibles: la Puerta Pretoria, el antiguo acceso a la ciudad, que disponía de diferentes pasajes para carros y peatones según la clase social; y la abadía medieval de Sant Orso, donde el arte románico y el gótico dialogan sobre frescos y arcos apuntados. La abadía rinde tributo al patrón del valle, cuya celebración tiene lugar el 31 de enero durante la Feria de Sant’Orso. Ese día la ciudad se transforma en un mercado tradicional en el que se intercambian productos y utensilios agrícolas de una forma bastante similar al comercio que los romanos practicaban en los pasos alpinos.
Las huellas de la historia
En Aosta domina el impulso de atravesar los Alpes en dirección a Suiza a través del Puerto del Gran San Bernardo. Pero es un proyecto imposible en esta época del año porque su altitud (2.473 metros) lo expone a ventiscas y nevadas tan copiosas que solo permanece abierto de junio a septiembre. Una lástima porque este paso tiene mucha historia. El emperador Claudio ordenó construir una calzada que, siglos después, fue elegida por Napoleón Bonaparte para cruzar los Alpes con su ejército y emprender la conquista de Italia. El puerto debe su nombre al monje Bernard, que en tiempos medievales construyó una cabaña para socorrer a los viajeros en apuros. Este clérigo también se dedicaba a la cría de los perros San Bernardo que, como enseguida se encargan de desmitificar en los refugios de la zona, nunca han llevado colgado del cuello un barril con aguardiente.
La ruta por la parte alta del valle de Aosta empieza frente a la elegante fortaleza de Sarre, instalada sobre un promontorio que domina un amplio panorama. El castillo fue erigido en 1710 sobre los cimientos de una casa fuerte del siglo XIII. Víctor Manuel II de Italia, de la dinastía de los Saboya, lo adquirió en el siglo XIX para usarlo como pabellón de caza, pero él mismo y su sucesor lo ampliaron y enriquecieron con decoración de gusto dudoso, como se ve en el Salón de Trofeos, forrado literalmente con cornamentas de íbice.
Esta cabra montesa se ha convertido en el símbolo del actual Parque Natural del Gran Paradiso, un enorme paraje de prados y bosques de pinos negros que se extiende en torno a otro cuatromil, el Gran Paradiso (4.061 metros). Resulta curioso que una reserva denominada Paraíso fuera el lugar de paseo preferido de numerosos papas, entre ellos Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Las cartas de algunos restaurantes de Aosta ofrecen motzetta (una especie de cecina) y guisos de cabra, cuya carne siempre se ha comido en el valle. Me lo explican en un refugio próximo a Valnontey y debe de ser cierto, porque la autopsia realizada a Ötzi –el cazador momificado hace 5.300 años y encontrado en un glaciar en 1991 – demostraba que había comido carne de íbice en su última cena. En los refugios del Gran Paradiso también se puede disfrutar del queso fontina, el producto estrella del valle. Con él se prepara la fonduta o fondue, cuyo origen los valdostanos sitúan en estos valles y no en la vecina Suiza.
Courmayeur se descubre como la capital del esquí en Aosta. Es, por tanto, una ciudad turística con abundantes tiendas sofisticadas, hoteles de lujo y ferraris, pero como cuna del alpinismo rinde también un auténtico culto a la nieve y a la montaña. En 1850 nació la Sociedad de Guías Alpinos de Courmayeur, la segunda compañía más antigua de los Alpes. Casi dos siglos después, los guías de montaña profesionales son admirados como verdaderos héroes locales.
Desde Courmayeur se adivina el final del Valle de Aosta, cerrado de golpe por la rotundidad del Mont Blanc. El túnel de 11,6 kilómetros que desde 1965 perfora sus entrañas permite pasar a la vertiente francesa en poco rato. Sin embargo, prefiero sobrevolar la grandiosa montaña gracias a la red de teleféricos y funiculares que en seis tramos alcanzan la Aiguille du Midi, sobre la villa de Chamonix. La parada intermedia en la Punta Helbronner marca el fin de mi viaje invernal por el Valle de Aosta. A casi 3.500 metros de altitud, si el día es soleado apenas se sienten los diez grados bajo cero mientras se contempla cómo refulgen los glaciares, las nieves eternas del Mont Blanc, las cumbres del Monte Rosa y la inconfundible pirámide perfecta del Cervino.