Aterrizar en el aeropuerto de Calama mecido por el vaivén del viento es la mejor constancia de que el viajero ha llegado al desierto. Temperaturas cálidas de día y noches frías terminan de constatarlo. De camino a San Pedro de Atacama, la nada se apodera de las carreteras que zigzaguean entre montículos color ocre. Algunas tumbas salpican el vasto terreno. A cada curva, la emoción tiñe las pupilas del viajero con el deseo de conocer más y más, de perderse entre esos paisajes infinitos que mutan con tanta facilidad.
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Atacama