En el siglo xvi, cuando el islam se extendió por Java, la élite del Imperio mayapajit se refugió en Bali. Ese injerto contribuyó a que una civilización que fusionaba hinduismo y animismo conservase su identidad en un archipiélago constelado de mezquitas. Lo cierto es que pocos lugares como Bali mantienen tan alto el pabellón de los sueños viajeros. Hay buenos buceos en su mar, una deliciosa gastronomía y por supuesto, dolce far niente. Pero lo mejor es que la isla sigue conservando sus atractivos paisajísticos y tropicales junto a una originalidad cultural a prueba de milenios.
Bali está solo ocho grados al sur del Ecuador y el sol abrasa. Por eso los balineses llevan su peculiar turbante de tela de colores. Y las mujeres saben protegerse con cremas y sombrillas. La duración de sus actos festivos y rituales es imprevisible. Incluso las cremaciones no tienen otro límite que el gasto que se pueda permitir la familia del difunto, y según sea la casta a la que pertenezca.
Mucho de lo que es Bali, y de lo que parece, se vincula al hinduismo. En especial a su rama balinesa conocida como agama hindu dharma, una religión a menudo mechada con resabios animistas. Basta mirar un mapa para darse cuenta de la lejanía de la India respecto a Indonesia que, por otro lado, es un inmenso conjunto de archipiélagos con tres husos horarios y 5140 km de oeste a este. En este país con más de seis mil islas habitadas, la gran mayoría de la población (el 87%) es musulmana. Pero Bali emerge con su diferencia religiosa y cultural y eso perdura hasta hoy. No se desvanece la atracción que ejerce aunque su superficie sea apenas mayor que Cantabria pero de contrastes tan hondos. Paraíso turístico y edén cultural, aciertan quienes tratan de combinarlos.