La larga franja marítima y la frondosa sierra de Collserola delimitan la ciudad y sirven de orientación para moverse por ella. "El lado mar" o el "de montaña", dicen los barceloneses cuando dan una dirección. Porque de eso se trata, de subir o de bajar, y de ir mientras tanto descubriendo las diversas capas históricas y artísticas que han forjado la ciudad.
No hay mejor manera de empezar el día en Barcelona que estirando las piernas por sus siete kilómetros de playa urbana: desde el hotel Vela al Fòrum, pasando por el Port Vell y el Port Olímpic; para detenerse en cualquiera de sus chiringuitos y disfrutar de su estimulante mezcla de gente local y extranjera que se broncea o practica deporte a cualquier hora del día. Con más de 300 días de sol al año, la arena dorada cubre lo que hasta antes de las Olimpiadas de 1992 era una decadente zona industrial.
Renovada desde la complicidad de urbanistas y ciudadanos, Barcelona se sigue viviendo en las calles, dotadas de un mobiliario siempre a la última y atento al detalle. Gente de todas las edades transita –no importa la hora– entre edificios de vanguardia que ya son clásicos de la arquitectura, asiste a teatro experimental o a la temporada de ópera, al estadio de fútbol más grande de Europa o a los bares de tapas más pequeños y seductores.
Tras veinte siglos de historia, la ciudad ha alcanzado un equilibrio que el mundo aprecia y los barceloneses mantienen, adaptando su estilo de vida mediterráneo al dinamismo de una economía innovadora con eficientes infraestructuras y servicios. La receta "Barcelona siglo XXI" atrae a veinte millones de visitantes al año y la cifra sigue aumentando, por lo que, mientras Roma, Berlín, París o Nueva York gastan fortunas en promover el turismo, Barcelona intenta contenerlo para evitar que desplace a los residentes y desvirtúe su identidad.
La ciudad desde las alturas
Para empezar a integrarse en ese equilibrio, hay que contemplarlo desde la altura y mirar al Mediterráneo: a la espalda queda la montaña; a la izquierda, el río Besós; y a la derecha, el Llobregat. Si se orienta, ya es usted barcelonés. Si se desorienta callejeando, vuelva a mirar al mar. Su brisa húmeda se percibe en las mejillas de día igual que, de noche, el aire seco del interior. El mar abre la ciudad y explica su discreta diligencia, tan distinta del ajetreo sin escape de otras capitales. El barcelonés no quiere prisas, pero tampoco pierde el tiempo. Aprecia su "anar fent" (en catalán, "ir haciendo"); fluir sin exagerar.
Una vez cogido el ritmo, conviene disfrutar de la mejor vista: la que se consigue desde el centenario Parque de Atracciones del Tibidabo. Vale la pena pasearlo para gozar de la panorámica y de su encanto decadente. Otra manera de ganar perspectiva es mezclarse entre los turistas en la cima del Parc Güell gaudiniano o asomarse a uno de los miradores con barra bien servida del Tibidabo, tal vez el Mirablau.
Estamos en el umbral del parque natural de Collserola, el gran pulmón verde de la ciudad, que los barceloneses recorren andando, corriendo, en bicicleta o a caballo por decenas de caminos y senderos bien señalizados a través de su tupido bosque mediterráneo. La Carretera de les Aigües –una pista de tierra totalmente llana– es su mejor paseo, una delicia de balcón natural. Desde cualquiera de sus miradores se distingue el alma mesocrática de la ciudad, encarnada en la gran cuadrícula cartesiana del Eixample, prolongada en la Vila Olímpica. La renovada línea del cielo barcelonés muestra sus iconos más clásicos y los más nuevos: las torres de la Sagrada Familia de Gaudí, el torpedo de vidrio azulado de Jean Nouvel, el campanario de la Catedral y el de la iglesia gótica de Santa María del Mar y, al fondo, las torres gemelas del Puerto Olímpico.
A la derecha de esta imagen panorámica se eleva la montaña de Montjuïc, el otro gran pulmón urbano, con el Estadio Olímpico y el castillo militar, desde donde la ciudad era bombardeada para sofocar las revueltas populares. Debajo de la fortaleza, al otro lado de los cables del teleférico que sobrevuela la montaña, se extiende el puerto barcelonés, uno de los más activos del Mediterráneo.
El recorrido de la montaña del Tibidabo a la playa atraviesa la ciudad de punta a punta y se completa en apenas dos horas. Y es que la cosmópolis, enamorada de su nuevo equilibrio, se resiste a perder sus dimensiones humanas, acaso porque prefiere causar buena impresión a impresionar. Durante el descenso se atraviesan barrios que conservan el carácter independiente que tenían antes de que Barcelona tirara abajo sus murallas medievales y se expandiera.
La mezcla de espacios y usos también forma parte del equilibrio barcelonés, algo que se ha ampliado a sus mercados que, remodelados, ya no solo invitan a comprar sino también a pasear y degustar una cocina orgullosa de apellidarse "de mercado". Es una delicia entrar a gozar de la actividad, los colores, sabores y olores de El Ninot, la Llibertat o Santa Caterina, los más céntricos, aunque el de la Boqueria, en medio de las Ramblas, sigue siendo fascinante, incluso inundado de turistas.
Gaudí nos presenta Barcelona
A lado y lado de la avenida Diagonal –transformada ahora en un paseo de 11 kilómetros desde Pedralbes hasta las playas del Fòrum– se abre la cuadrícula del Eixample. En el Paseo de Gràcia, elegante bulevar repleto de tiendas de lujo, se observan dos colas gaudinianas: la Pedrera a la izquierda y la Casa Batlló a la derecha. Ambas forman parte del denominado Quadrat d’Or, un conjunto de manzanas donde se localizan edificios esenciales del modernismo catalán, encargados por familias burguesas del siglo XIX. Destacan la Casa Amatller, de Puig i Cadafalch, o la Casa Lleó Morera, de Domènech i Montaner.
Si "anem fent" (vamos haciendo) cuesta abajo, en diez minutos nos metemos en las Ramblas, donde hay mucha gente pero pocos barceloneses. No importa: es el modo más fascinante de llegar a la estatua de Colón y al mar en el Port Vell. A esa altura se encuentra el edificio de las Drassanes –hoy Museo Marítimo–, un imponente vestigio del pasado medieval y marítimo de la ciudad.
La ciudad quiere seguir siendo Barcelona, pero sin renunciar a ser cosmopolita, por eso combina todas las culturas y horarios del planeta para comer, dormir, beber o bailar, pero dándoles una lectura genuina y local. Junto a los 14 restaurantes barceloneses con estrellas Michelin; otros, como Il Giardinetto, Ca l’Isidre, el Suculent o el Xemei, la Taverna del Clínic o el Cañete ofrecen experiencias incomparables; generosas en distintiva excelencia culinaria y flexibles en precios.
Para volverse a sentir único tras el torrente humano de las Ramblas, hay que perderse por el entramado de callejuelas de la Ciutat Vella y el Born, núcleo histórico de la capital, hoy gentrificado y rehabilitado, pero aún con solera medieval, como la Catedral y su gran explanada, siempre viva. De camino, vale la pena detenerse en rincones de recoleta calma como la plaza del Pi y la iglesia de Santa Maria del Pi, cuya acústica permite espléndidos conciertos de música clásica.
Cerca está la Basílica de Santa Maria del Mar, construida piedra a piedra por mercaderes y armadores hace 800 años para brindarnos hoy una de las experiencias más equilibradas en espacio y luz del gótico europeo. La basílica sigue siendo la preferida por la burguesía barcelonesa para sus bodas, cada vez más importunadas por el alud de visitas desatado por la novela La Catedral del Mar, de Ildefonso Falcones. La rodean angostos callejones llenos de vida que conducen al Paseo del Born y después al parque de la Ciutadella, ciudadela militar tras la derrota de Barcelona en 1714 a manos de Felipe V y flamante sede de la Exposición Universal de 1888.
De vuelta a las Ramblas, el Liceu brinda en su Cercle –club privado de 1847– la experiencia epifánica de contemplar el salón de La Rotonda, decorado con cuadros de Ramon Casas, el pintor que mejor evoca el esplendor decimonónico de los plutócratas barceloneses. Sus óperas y los conciertos del Palau de la Música –otro tesoro modernista–, a pocas travesías, concentran la oferta lírica de la ciudad, mientras que el Museo Picasso, el de Arte Contemporáneo (MACBA), así como las galerías en torno al Convent dels Àngels presentan lo último en diseño. La plaza del MACBA, además, se ha convertido en la meca de skateboards de medio mundo.
Barrios con carácter
Si ya conoce el centro de Barcelona, elija uno de sus barrios y paséelo. Son otras Barcelonas con personalidad propia, terrazas inolvidables, sabor a barrio antiguo y vecinos de toda la vida. Puede ser el marítimo de la Barceloneta, perfecto para un vermut frente al mar. O el alternativo barrio de Gràcia, donde podrá sentirse parte de las tribus urbanas de toda Europa que lo han convertido en su utopía. Sus plazas, y en especial la Plaça del Diamant de la novela de Mercè Rodoreda y su película, son el mejor puente entre el pasado y el presente de la cultura popular, donde se empezó a hablar el esperanto para que hoy sus ateneos, asociaciones y teatros –el Lliure se mantiene en la vanguardia de la escena internacional– sigan fieles a su tradición revolucionaria.
Para la noche bailonga quedan la calle Tuset y el templo de los cuarentones con ritmo, Luz de Gas. O los rincones bohemios de la Plaça Reial, como el Ocaña o el Marula. A esas horas tal vez ya quede poco para que amanezca y Barcelona nos muestre nuevos secretos.