El nombre Pera es griego y significa “más allá”, en este caso, más allá de la ciudad. Desde la Edad Media, mercaderes amalfitanos, venecianos y genoveses se instalaron cerca del puerto del Cuerno de Oro de Constantinopla. Pero las relaciones entre los bizantinos y los occidentales no siempre eran buenas -y los pogromos tampoco eran infrecuentes-, así que muchos decidieron establecerse al otro lado del estuario. En el siglo XIII, el emperador bizantino garantizó a los genoveses el control de Pera como ciudad franca, para agradecerles que, al contrario que los pérfidos venecianos, no se hubiesen puesto del lado de los Cruzados cuando éstos invadieron Constantinopla. Pera floreció: se edificaron murallas, la famosa Torre de Gálata e incluso un Palazzo del Podestá, cuyas ruinas, junto a las de otros edificios genoveses, aún pueden observarse en el dédalo de callejuelas que bajan desde la torre hasta la costa, ahora pobladas de bazares y ferreterías.
Como los genoveses se habían significado a favor de los bizantinos, al caer la ciudad en manos de los turcos otomanos, le llegó el turno a su archirrival: Venecia. La ciudad-estado recibió un trato especial, de lo que da muestra el Palazzo di Venezia, actual residencia de los embajadores de Italia, pero que aún luce el León de San Marco, emblema de la Serenissima, en su fachada. Allí residía el bailo, un diplomático plenipotenciario que trataba los asuntos de Venecia directamente con la Sublime Puerta y del que deriva el nombre actual del distrito, Beyoglu, pues el hijo (oglu en turco) de uno de ellos, Alvise Gritti, llegó a desempeñar importantes funciones en la corte del sultán Solimán el Magnífico.

La concurrida Avenida Istiklal atravesada por un tranvía. Foto: Shutterstock.
En medio de la Avenida Istiklal se levanta la mezquita mezquita de Hussein Aga, cuyo minarete se recortaba sobre un inmenso cartel de una rueda dentada y un martillo, símbolo del Partido Comunista de Turquía, hasta que hace unos años el partido tuvo que abandonar su céntrica sede. Sin embargo, la mayoría de templos en la zona no son musulmanes. Hay varias sinagogas en la calles que suben a Gálata: la de Zulfaris acoge el Museo de los Judíos, que refleja los quinientos años de historia de la comunidad sefardí desde su expulsión de la Península Ibérica. Y sobre todo iglesias: armenias (Surp Yerrortutyun), ortodoxas griegas (Aya Triada, Panayia Isodion), anglicanas (Iglesia de Crimea) y, especialmente, católicas (Sent Antuan, Santa Maria Draperis, Capilla de Tierra Santa), pues Beyoglu era uno de los centros de la comunidad levantina: los italianos, francos y demás europeos occidentales que, desde el Medievo, se instalaron en el imperio bizantino y luego en el otomano para hacer fortuna.
También fue éste el lugar donde recalaron los rusos blancos al huir de la Revolución de 1917 -la destilería Smirnoff tuvo su sede en Estambul durante cuatro años-, y de aquel éxodo aún quedan un par de restaurantes rusos: el Ayaspasa, y el Rejans (ahora Istanbul 1924), que conservan, entre fuertes puñados de nostalgia y retratos de los Romanov, un aire de elegancia aristocrática ajada por el tiempo. Otro ínclito ruso que pasó por el barrio durante su exilio turco fue León Trotsky, quien, antes de alojarse en una de las islas Príncipe, residió como huésped del famoso Hotel Tokatliyan, en medio de la Avenida Istiklal.

Exterior de la iglesia de San Antonio de Padua. Foto: iStock.
Beyoglu siempre fue un lugar de las minorías, pues en el Imperio otomano los musulmanes tenían vedadas ciertas actividades, algunas relacionadas con las finanzas otras con la venta de alcohol y el espectáculo, de todo lo cual vivía el barrio. Aquí se editaban muchos de los periódicos en ladino, griego y armenio que se vendían en Estambul hasta hace un siglo, y aún se siguen imprimiendo algunos de los pocos que quedan en los bajos de galerías que han perdido el lustro de antaño. Aquella mezcla y cosmopolitismo fue apagándose tras la Primera Guerra Mundial y las políticas para crear una Turquía étnicamente más homogénea. Para retrotraernos a la atmósfera de aquel ocaso bien sirve la serie Club Istanbul (Netflix), incluido su fatídico final en el pogromo nacionalista de 1955.
Los fastuosos edificios de la Avenida de los Bancos (Bankalar Caddesi), que asciende desde el puente de Gálata, testifican la riqueza que se movía al término del siglo XIX en este área. La que fuera sede del Banco Imperial Otomano está actualmente dividida en dos mitades y, una de ellas, reconvertida en Centro Cultural SALT Galata, se puede visitar. Enfrente se alzan las bellas escaleras de Camondo, mandadas erigir por el banquero sefardí del mismo nombre.

El Cicek Pasaji, el pasaje de las flores, uno de los más icónicos de Pera. Foto: Shutterstock.
El comercio ha sido siempre la esencia de Pera y su Grand Rue, ahora Avenida Istiklal, da buena muestra. Si bien las tiendas con más solera han terminado cerrando ante la presión de las cadenas y las grandes marcas internacionales, aún puede respirarse ese aire de antaño en pasajes y galerías como Elhamra, Hazzopoulo, Aznavur y Avrupa, o deleitándose ante los azulejos de la antigua Pastelería Markiz. Algunos de los edificios más característicos han sufrido restauraciones más que cuestionables, como el Narmanli Han, cerca de la plaza del Tünel (el segundo metro más antiguo de Europa). Otros proyectos, como la renovación del Cercle d'Orient, al menos han respetado la fachada antes de convertirse en un centro comercial.
Beyoglu fue el lugar por donde entraron al Imperio otomano las innovaciones tecnológicas, sociales y culturales. Fue donde se instaló el primer Liceo moderno (el de Galatasaray), se inauguraron los primeros cines y se estrenaban las mejores obras de teatro y espectáculos de cabaret. Era, y en parte aún es, adonde Estambul venía a divertirse.

Interior del hotel Pera Palace. Foto: Shutterstock.
Las fiestas más exquisitas debieron tener lugar en el exuberante Pera Palace, construido en 1892 para alojar a los pasajeros del Orient Express en la que era su última parada. Escritores como Agatha Christie o Ernest Hemingway, estrellas del cine como Zsa Zsa Gabor, Greta Garbo y Alfred Hitchcock, se alojaron en sus habitaciones; también frecuentaron el hotel importantes mandatarios, futuros líderes políticos... y espías. Tantos espías zascandileaban por su vestíbulo, cuenta Charles King en su Midnight at the Pera Palace, que la dirección llegó a colocar un cartel pidiéndoles que cediesen los asientos a los huéspedes que realmente pagaban.
Los restaurantes y bares de Beyoglu, en calles como Nevizade, Asmali Mescit o el Pasaje de las Flores, siempre han sido lugar de encuentro y reunión entre amigos, entre jarras de cerveza, entre mezes y entre vasos de raki. En las tabernas de Pera, probó un joven Mustafa Kemal sus primeras gotas de alcohol y el gusto por los espirituosos ya no le abandonó nunca. Tanto es así que, cuenta Andrew Mango en su monumental biografía sobre el fundador de la Turquía moderna, en una ocasión se ordenó tirar abajo el minarete de una mezquita cercana a la plaza de Taksim cuya llamada a la oración había disturbado al gran líder turco, ya conocido como Atatürk, mientras cenaba, libaba y escuchaba a una orquesta.

Foto: iStock
Ahora, la Plaza de Taksim cuenta con una nueva y fastuosa mezquita en un estilo pastiche, que ordenó erigir el actual presidente turco, Recep Tayyip Erdogan -poco amigo de las fiestas nocturnas y el alcohol-, como símbolo de su victoria frente a las decenas de miles de manifestantes que, en esta misma plaza, le plantaron cara en 2013. Desde entonces, es cierto, Beyoglu ha perdido cierta prestancia, pero el barrio ha sabido reinventarse a lo largo de la historia y ahora trata de hacerlo en los numerosos festivales culturales (jazz, teatro, cine, bienal de arte) que acoge durante el año.
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