la grandeza de China hunde sus raíces en la época imperial.
Más allá de su descomunal territorio o de la imponente proliferación de rascacielos,
Beijing (Pekín), capital de este mundo inmenso, reúne varios sitios fundamentales para comprender la magnificencia de una civilización con cierto síndrome de gigantismo que no deja de fascinar.
Según la leyenda, los geománticos que trazaron los planos de Beijing decidieron apoyarla sobre los huesos de un gigante mitológico, y la Ciudad Prohibida se levantó sobre su tórax, en el corazón mismo del entonces denominado Imperio del Medio, China. De modo que la Ciudad que ideó el emperador Yongle a principios del siglo XV era «el centro del centro». De ahí la cantidad de templos y palacios virtuosos que fueron el hogar de dos poderosas y longevas dinastías, la Ming y la Qing. Hoy en día vagabundear por sus jardines y sus amplias y altísimas aceras mientras nos deleitamos con los aleros «cola de golondrina», los tejados sinuosos y las colosales puertas aptas incluso para dragones, continúa resultando el mejor argumento para visitar la capital china en exclusiva.
Saliendo por la puerta sur, la Ciudad Prohibida se despide con un megarretrato de Mao Zedong (1893-1976) enfrentado a la pasmosa llanura pavimentada que se tiende al otro lado de la avenida de la Larga Paz: la plaza de Tiananmen. En su paranoia de ultragloria, Mao ordenó cuadruplicar las dimensiones de esta plaza para que muchos miles escucharan en vivo sus proclamas. Ahora, la explanada sirve de merendero vespertino. El personal se sienta en el suelo, en cajas o taburetes caseros y pela melocotones mientras bebe té y observa el paso de ciclistas empujando sus bicicletas –en la plaza no se puede pedalear– o a gente haciendo volar cometas. Es como si ahí no hubiera sucedido nunca la tragedia de 1989. La plaza emite signos de ser lo que su nombre indica, una Puerta de la Armonía Celestial, rodeada por monumentos míticos como el mausoleo de Mao. Se trata de un enclave simbólico, el lugar desde donde China envía sus mensajes a la periferia... mundial.
Los hutongs son un contrapunto deliciosamente antiguo a la modernidad que satura hoy la capital
Para desprenderse del baño de grandilocuencia urbanística basta con caminar unos minutos hasta el hutong más cercano. Estas alineaciones de pequeñas casas levantadas con ladrillo procuran un contrapunto deliciosamente antiguo a la modernidad que satura hoy la capital. Los hutongs son barrios que una vez albergaron a oficiales, nobles y hasta príncipes aunque ahora son viviendas más o menos protegidas por el gobierno donde habitan individuos de discreta economía que se sientan en el umbral a jugar, por ejemplo, al ajedrez mientras fuman.
Los hutongs más venerables pertenecen a la dinastía Qing y sus elaborados patios y remates contrastan con la funcionalidad de los construidos tras 1949, después de que Mao fundara la República Popular. Pero todos comparten robustez. «Estas casas resisten terremotos», indica un vecino mientras señala la fragilidad de muchos edificios de última generación hechos «de saliva y serrín». Más de uno se ha caído. «Pisos altos, altos. ¿Para qué tanto subir?».
Del Templo del Cielo, en cambio, sí puede afirmarse que se eleva con elegancia. En el parque Tiantan Gongyuan, 267 hectáreas acogen esta delicia de la arquitectura Ming. Erigido en 1420, aquí se oraba por las buenas cosechas bajo el auspicio del doce, un número (consecuentemente) celestial que condicionó la disposición de las columnas del Salón de la Oración teniendo en cuenta los meses del año así como las horas del día. El emperador lo visitaba una vez al año, durante el solsticio de invierno, y, como intercesor entre los hombres y los dioses, rogaba por las nuevas cosechas.
Doce son asimismo los kilómetros que separan el centro de Beijing de otra de las joyas imperiales de la capital: el Palacio de Verano o Jardín de Rizos de Agua Claros. Este lugar de recreo de la corte Qing, donde también se solventaban asuntos de Estado, es una fiesta de templos palaciegos, jardines, pabellones, porcelanas y hasta 40.000 objetos. De las tres áreas en que está dividido el recinto (asuntos políticos, residencia y jardines), la exterior es la que tiene más curiosidades, como el barco de mármol y el Pasillo Largo, una galería de 728 metros decorada con 14.000 dibujos.
La visión de tanto tesoro seguramente despertará el deseo de adquirir algún recuerdo «imperial». En plena ciudad, el Mercado de la Seda es el lugar adecuado para regatear desde jades preciosos a ejemplares del Libro Rojo de Mao. Pero que nadie espere que el lugar responda a las sutilezas de su nomenclatura, ya que los vendedores callejeros del mercado antiguo fueron trasladados hace ya algunos años a un aséptico edificio de cinco plantas en la calle Chang An. Cabe rescatar sensaciones intrínsecamente orientales cenando escorpiones fritos, escarabajos o serpiente seca en algún puesto ambulante, aunque a esa hora la mayoría estarán despachando dados de cerdo, boles de fideos, sopas de algas o verduritas extraídas de un recipiente enorme que exhalará densas cortinas de vapor.
La gran muralla, un hito de la humanidad, mide 7.000 kilómetros y es visible desde el espacio
La bruma es muy pekinesa. A veces la provocan las ollas, a veces la contaminación, a veces las partículas que los vientos arrastran del lejano desierto de Gobi. Claro que la bruma que se cierne sobre los tramos de la Gran Muralla más cercanos a la gran capital suelen ser simples nubes bajas. Este hito de la humanidad, de 7.000 kilómetros y visible desde el espacio, tiene en Badaling su punto más cercano a la megalópoli (a 70 kilómetros), pero si se viaja un poco más lejos, hasta Mutianyu, es posible ahorrarse las aglomeraciones de visitantes. Las almenas blancuzcas y las grietas taponadas con masilla revelan las reparaciones más recientes. Como esta civilización pone escaleras a las montañas, el acceso a la Muralla se realiza paso a paso, despacio. El aire huele distinto aquí. Tras la caldera pekinesa, estas nubes más higiénicas estimulan la inspiración para empaparse de niebla, esa gran fuente de ch’i, la esencia cósmica vital que aumenta la fuerza y prolonga la vida.
La muerte imperial lleva el apellido Ming, porque las tumbas de aquella dinastía –emplazadas 30 kilómetros al noroeste de Beijing–, son las mejor conservadas. Precisamente el sector amurallado de Mutianyu defendía la necrópolis donde reposan 13 emperadores y 23 emperatrices chinas. Son las denominadas Tumbas Ming, cuyo Camino Sagrado de 6,4 kilómetros está flanqueado por esculturas de mármol del siglo XVI. Al inicio de esta avenida funeraria recibe el emperador Hongxi, con una tortuga, símbolo de longevidad a sus pies. Al final aguarda la Puerta del Dragón y el Fénix, animales grandes y míticos como el propio imperio. Una forma coherente de decir adiós a lo grande.
MÁS INFORMACIÓN
Documentos: pasaporte y un visado que se tramita en una agencia de viajes o en la embajada china.
Idioma: chino mandarín.
Moneda: yuan.
Horario: 7 horas más.
Cómo llegar y moverse: Hay vuelos directos a Beijing desde Madrid. El aeropuerto de la capital está conectado con el centro, a 27 km, por taxi (los oficiales llevan un distintivo rojo), autobús y tren. El metro de Beijing tiene rotulación en inglés. Para visitar enclaves fuera de la ciudad, se puede alquilar un coche con guía o viajar en autobús.
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