Ivo Alho Cabral
Muchos se vuelven con una impresión agridulce de Bruselas: la cerveza y el chocolate están muy bien pero el Manneken Pis es en realidad una pequeña estatua de un niño meón, y el Atomium una extraña reproducción de un átomo a escala gigante. Pero esos clichés de turista apresurado, desaparecen cuando uno abre bien los ojos.
Belgitude: esa capacidad de los belgas de reírse de sí mismos, de provocar situaciones surrealistas -no por nada es la cuna del pintor Magritte-, de encontrar su identidad nacional en las pocas cosas que unen a los flamencos del norte con los valones del sur. Es decir: los gofres, las cervezas, las patatas fritas y los mejillones… con patatas fritas.
La belgitude es casi invisible a los ojos, pero está ahí: en las señales que se contradicen, o en los bares y restaurantes cuyos nombres son juegos de palabras (‘L’Amère à boire’, ‘Ultime atome’…) y que inequívocamente cierran la cocina a las 10 en punto de la noche de un sábado sin negociación posible.