Muchos se vuelven con una impresión agridulce de Bruselas: la cerveza y el chocolate están muy bien pero el Manneken Pis es en realidad una pequeña estatua de un niño meón, y el Atomium una extraña reproducción de un átomo a escala gigante. Pero esos clichés de turista apresurado, desaparecen cuando uno abre bien los ojos.
Belgitude: esa capacidad de los belgas de reírse de sí mismos, de provocar situaciones surrealistas -no por nada es la cuna del pintor Magritte-, de encontrar su identidad nacional en las pocas cosas que unen a los flamencos del norte con los valones del sur. Es decir: los gofres, las cervezas, las patatas fritas y los mejillones… con patatas fritas.
La belgitude es casi invisible a los ojos, pero está ahí: en las señales que se contradicen, o en los bares y restaurantes cuyos nombres son juegos de palabras (‘L’Amère à boire’, ‘Ultime atome’…) y que inequívocamente cierran la cocina a las 10 en punto de la noche de un sábado sin negociación posible.

Bois de la Cambre
El gran lago artificial del ‘bois’ de la Cambre es quizá la razón por la que muchos describen este lugar como “idílico”, sobre cuyo césped decenas de personas extienden la manta del picnic cuando no hace frío, sobre todo los fines de semana. En una isleta situada en el centro del lago, está el ‘chalet Robinson’, un pequeño restaurante al que solo se puede acceder a bordo de una plataforma flotante que los belgas se atreven a llamar ‘ferry’. Aquí siempre pasa algo: a menudo hay grandes reuniones de ‘scouts’ en el parque, y una vez al año celebran una competición de 24 horas de bicicleta.

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Place Flagey
Aquí todo gravita en torno al Café Belga, un bar enorme en el que uno puede empezar leyendo el periódico con el café de la mañana y acabar botando a las 4 de la madrugada. Para visitar la plaza, los mejores días son los sábados y domingos, cuando hay un mercado con puestos de comida, frutas, verduras y flores. En esos días, el puesto que más éxito tiene es el que sirve el verdadero plato típico nacional secreto: ostras frescas y champán. Lo de los mercados de comida es algo que les chifla a los belgas en general así que la mejor manera de entrar en contacto con la atmósfera local es buscar dónde es el mercado de turno: los hay por todos lados y todos los días.
Maison Antoine
Las patatas fritas son una de las piedras angulares de la identidad nacional. Están por todos lados, pero para probar las de verdad hay que saber dónde ir. Y Maison Antoine es quizá la ‘friterie’ más famosa entre los bruselenses. Tanto es así, que la propia Angela Merkel bajó a pedirse un cono en medio de una cumbre europea en 2016 -el edificio del Consejo Europeo donde se reúnen los líderes está a 5 minutos a pie-. Se dice que la canciller alemana pidió salsa ‘andalouse’ (una salsa picante que no tiene nada que ver con Andalucía). Ante la duda, hacer caso a Merkel es acierto seguro. Nota para veganos: estas patatas fritas se fríen dos veces en grasa de ternera, al estilo típico belga. Si no hay tiempo de desplazarse hasta Maison Antoine, otras de las ‘friteries’ más famosas son: Friterie de la Barrière, Friture de la Chapelle, y Chez Jeanne & Jef. En pleno centro, también se puede buscar Fritland y Friterie Tabora.

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Place Luxembourg
Hay que reconocerlo: lo de acercarse a las instituciones europeas es algo que da algo de morbo. Para los amantes de la política (los hay), el Parlamento Europeo tiene un centro de interpretación, el Parlamentarium, que explica bastante bien cómo funciona la maquinaria de Bruselas. Pero, para saber de verdad lo que se cuece en el barrio europeo, hay que ir a Place Luxembourg, conocida como Plux, los jueves a partir de las 6 de la tarde. Es entonces cuando toda la burbuja europea se lanza al networking en los bares, incluido algún eurodiputado descuidado.
Fika Café
No hay demasiados buenos cafés en Bruselas, pero Fika es uno de ellos. Una cafetería diminuta donde al entrar nos da la bienvenida el olor a bollos de canela recién horneados. El secreto mejor guardado de Fika es su jardín, relajado y algo descuidado, que le da una atmósfera un tanto salvaje. Imposible de ver desde fuera ya que está en la parte de atrás del local. Los jardines traseros son comunes en Bruselas. Muchas de las manzanas de la ciudad están huecas y albergan en su interior jardines, algunos muy grandes. Si hace sol, lo mejor que puede hacer uno al llegar a un restaurante es preguntar si tienen terraza trasera: es una de las mejores experiencias de la ciudad. Otros sitios con buen café: Café Capitale, Café du Sablon, Or Coffee, y Corica.

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Palais de Justice
Lo que más llama la atención a quien ve este edificio por la primera vez es que es enorme. No obstante, se dice que es el mayor edificio construido en el planeta durante el siglo XIX. Pero, a la segunda ojeada, la pregunta siempre es: ¿siempre tiene esos andamios? Y la respuesta, por triste que sea, es sí. El palacio es famoso porque lleva con esos característicos andamios desde 1983, colocados para restaurar el edificio, que tiene muchos problemas estructurales por su tamaño. Y seguirán ahí, al menos, hasta 2032. Llevan tanto tiempo ahí que han tenido que renovar los propios andamios porque se estaban oxidando. En realidad, lo mejor que se puede hacer en la plaza Poelaert, frente al palacio, es observar el atardecer: tiene uno de los mejores miradores de la ciudad.
Maison du Peuple
Bruselas no se libra del cielo gris durante la mayor parte del año. Por eso, en cuanto sale un rayo de sol todo el mundo desempolva las barbacoas, saca las mantas de picnic a los parques y se llenan las terrazas de los bares. El Parvis de Saint Gilles es uno de los mejores lugares de la ciudad para contemplar ese espectáculo de terraceo espontáneo. Preside la plaza la Maison du Peuple, un bar que se transforma durante el día: por la mañana y el mediodía es el lugar perfecto para tomar café o un ‘brunch’, por la noche un sitio de copas con DJ’s. El edificio se construyó en 1905 para albergar un centro social del Partido Obrero Belga. Al mirar hacia la parte alta de la fachada, aún se puede leer la inscripción original ‘La Maison du Peuple’ (casa del pueblo).

Foto: MIMA
Museo MIMA
Provocador es el adjetivo que mejor le va al MIMA. Acoge dos exposiciones diferentes cada año en las que siempre predominan las obras creadas por artistas locales que buscan golpear la concepción que el visitante tiene de la sociedad actual y futura. Para ello, usan todo tipo de técnicas: instalaciones audiovisuales, cerámicas, composiciones con textiles, papel maché… no hay límite para la creatividad. Dicen los creadores del museo que lo han concebido como si fuera un videojuego: da la bienvenida al visitante con un lenguaje “directo y fácil de entender” y va atrapándole hasta terminar con un golpe de efecto final. Hay a quien le encanta y hay quien no lo entiende, pero la experiencia es única. Típico del arte contemporáneo. Punto extra: la terraza del museo tiene unas vistas estupendas y, además, tiene un pequeño restaurante con unas pizzas estupendas.