Parece ser que estuvo Cervantes hasta dos ocasiones en Cartagena, una en el año 1568 y otra en 1581. ¿Disfrutaría también él de un día típicamente cartagenero de luz clara y cálida? Como mínimo sabemos algo, que siempre que la visitó sintió fascinación por la bahía de la ciudad. Para eso está la literatura, para plasmar lo que una vez alguien sintió en el mismo lugar al que se viaja, aunque hayan siglos de distancia de por medio. Y tal vez pase desapercibido, pero hay un pequeño mural de azulejos pintados cerca del puerto, enfrente del Palacio Consistorial, en el que se puede leer una oda que aparece en El Licenciado Vidrieras: “Con esto poco a poco llegué al puerto/ a quien los de Cartago dieron nombre, /cerrado a todos vientos y encubierto/ y a cuyo claro y singular renombre/ se postran cuantos puertos el mar baña, /descubre el sol y ha navegado el hombre”.
Un puerto sin igual en una bahía perfecta, protegida de la mala mar y de los vientos desfavorables, por lo que prácticamente desde los fenicios, que llegaron en cabotaje hasta aquí, fue enclave estratégico y ruta fundamental entre el Occidente y Oriente del Mediterráneo. Así es que este puerto natural vio llegar en el año 209 a. C. a Escipión el Africano durante la segunda guerra púnica. Tras conquistar Qart Hadasht, la ciudad pasó a llamarse Cartago Nova y poco tiempo después ya era uno de los enclaves más importantes de Hispania romana.
Lo que no podía saber ni Cervantes ni ninguno de sus coetáneos del siglo XVI es que en la ciudad había un pecio de otros tiempos remotos, enterrado bajo sustratos arqueológicos de la época bizantina, andalusí y bajomedieval. Un soberbio teatro y un foro romano se mantenían ocultos y fosilizados y así seguiría de no haber sido por hallazgos fortuitos más recientes. Hoy el teatro y el foro romano se pueden visitar porque en Cartagena la arquitectura contemporánea va de la mano de la arqueología y en la ciudad no se abre una zanja de más de medio metro de profundidad sin que haya supervisión de un arqueólogo.