Como suspendido por arte de magia sobre un promontorio rocoso en mitad de los Alpes Bávaros, un permanente halo de cuento arropa las afiladas torres y las robustas paredes del castillo de Neuschwanstein. Los valles verdes salpicados de lagos en cuyas aguas se reflejan la señoriales cumbres alpinas fueron los paisajes entre los que volaba, desde niño, la imaginación del rey Luis II de Baviera.
Apodado el Rey Loco por las excentricidades que caracterizaron toda su vida, el artífice de este magnífico edificio mandó construir numerosos castillos por toda Baviera, pero el de Neuschwanstein tenía que ser su obra maestra. El resultado fue una fortaleza de auténtico aspecto medieval revestida de una imagen romántica e idealizada que pudo haber servido de inspiración para cualquier cuento de princesas. Hoy, es uno de los imprescindibles de todo viaje a Baviera.
Óperas y cuentos de hadas
Los tejados del palacio y los picos de sus numerosas torres apuntan hacia arriba, como si quisieran competir con los picos que lo circundan. El entorno y el edificio parecen estar hechos el uno para el otro, pues nadie podría imaginar una escenografía mejor para este castillo.
Del mismo modo, las estancias interiores también fueron concebidas como auténticos escenarios, en este caso destinados a acoger las obras de Richard Wagner. Luis II mantuvo una estrecha relación con el compositor y veneraba su arte, de modo que decidió adaptar su creación a una de sus pasiones. Así, la Sala de los Cantores y algunas otras estancias están decorada con referencias a las obras de Lohengrin o Parzival, y contienen continuas referencias a Tristán e Isolda. Y para conectar uno de los salones con un despacho, se creó una gruta que emula la leyenda de Tannhäuser, convertida en una ópera por Wagner. Para hacer realidad este capricho real, en lugar de un arquitecto se contrató a un escenógrafo para llevar a cabo el diseño de las salas.

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Destaca de manera especial la Sala del Trono, un espacio que se extiende por dos niveles y que está profusamente decorado a imagen y semejanza de un templo bizantino. Curiosamente, lo único que se echa en falta es, precisamente, el trono.
A pesar de que el castillo no cumplía las funciones defensivas que se le suponen a cualquier fortaleza medieval, sí contaba con grandes avances tecnológicos que creaban un curioso contraste con una estética tan propia de la Edad Media. Además de agua corriente y calefacción, se dice que contaba con el primer teléfono móvil de la historia, que se usaba para comunicarse con el servicio.
Tal enorme obra de la ingeniería supuso largos años de trabajos. La construcción empezó en 1869 y no se terminó hasta 1886. Las obras se alargaron tanto que ni el propio Luis II pudo verlo terminado. Sin embargo, hoy sí se puede admirar en su plenitud y constituye la joya de la corona de los castillos alemanes. Basta asomarse al mirador que ofrece el Puente de María para comprobar que el “nuevo cisne de piedra”, traducción literal del alemán, casa a la perfección con el paisaje que ofrece en cualquiera de las cuatro estaciones del año.