La guinda del pastel: Rapanui
Es paradójico que un país que alcanza mínimos de 90 km de este a oeste, resurja soberano en medio del Océano Pacífico, a 3700 km de su propia costa. Sin embargo, en esplendorosa soledad, allí emerge la Isla de Pascua –Rapanui en la lengua nativa–, anexionada en 1888 a Chile. Esta mota de territorio, uno de los más aislados del planeta, es uno de los destinos más visitados del país gracias a los vuelos diarios desde Santiago al aeropuerto de Hanga Roa, única población de la isla. La atracción estelar que tracciona este flujo turístico son sin duda los moáis, estatuas antropomorfas talladas por el pueblo rapanui, la etnia local de origen polinésico que aún conforma el 40% de los ocho mil habitantes de la isla.
Visitar el Museo Antropológico Sebastián Englert constituye la mejor introducción a la isla y a la cultura rapanui. Sus salas exhiben objetos únicos, como anzuelos de obsidiana y tabletas en las que se reconoce la extinta escritura rongo rongo. El museo recrea la epopeya del pueblo rapanui, desde su arribo de las Islas Marquesas hacia el 1200 de nuestra era, hasta los procesos de superpoblación y conflicto tribal que culminó con el derribo de los moáis por las mismas manos que los habían esculpido entre los siglos XV y XVIII.
Más de 900 de estas estatuas gigantes, con sus estoicos perfiles afilados y en distinto estado de conservación, se diseminan por el árido terreno pascuense, que debe su forma de triángulo a los tres volcanes de sus extremos. El primer encuentro con los moáis suele tener lugar en Ahu Tahai, un complejo sagrado a escasos kilómetros de la ciudad de Hanga Roa que consta de tres ahus, plataformas ceremoniales sobre las que descansan múltiples estatuas. El ahu central contiene cinco moáis, mientras que el altar norte alberga uno de los pocos que ha conservado sus ojos, realizados con piedra coralina. Ahu Tahai es uno de los mejores sitios de la isla para presenciar el atardecer, con las enigmáticas figuras recortadas contra el cielo encendido.