Oficialmente, Ámsterdam es la capital de los Países Bajos. Solo oficialmente, porque los principales órganos del Gobierno holandés residen en La Haya. Pero el título se queda corto frente al mito de este pequeño vecindario que no alcanza el millón de almas: su entramado de canales, bicicletas y tranvías amarillos resulta ser la ciudad más libre del planeta. Algo congénito a su carácter anfibio, fluctuante, obligado a no fiarse de tierra firme, de dogmas demasiado sólidos, y a tender puentes.