Hay lugares en el mundo en los que la experiencia de ir a la playa deja de ser algo anecdótico para convertirse en un hecho trascendental. Lanzarote es uno de esos lugares. En ella César Manrique o José Saramago experimentaron esa naturaleza emocional, pero no hace falta ser un artista para darse cuenta de ello: en el sur, la costa del Rubicón, en el término municipal de Yaiza, provoca en el viajero un mal de Stendhal en versión isleña. Desde Janubio a Papagayo, se tiene la sensación de estar contemplando un paisaje mítico en el que a menudo parece posible encontrar algo parecido a una revelación definitiva.
El 1 de septiembre de 1730, entre las nueve y las diez de la noche, todo tembló en Timanfaya, “y una enorme montaña se levantó del seno de la tierra", según dejó testimonio el párroco de Yaiza, Andrés Lorenzo Curbelo. La práctica totalidad de los asentamientos de entonces quedaron totalmente sepultados por las erupciones volcánicas producidas en Lanzarote entre 1730 y 1736, uno de los cataclismo geológicos más brutales de los que se tiene noticia. También es un litoral épico, tal como lo atestigua San Marcial del Rubicón, el importante yacimiento arqueológico que guarda la presencia europea más antigua del archipiélago canario, el asentamiento militar fundado por Jean de Bethencourt, quien inició la conquista de las islas para la Corona de Castilla a principios del S. XV.