Museo Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo: El regalo de Juan O'Gorman
La finca ubicada en la confluencia entre la calle Diego Rivera y la Avenida Altavista sigue siendo un rara avis en el ecosistema de mansiones, showrooms y boutiques del barrio San Ángel. Una extrañeza que, hace 90 años, resultaba todo un escándalo para los prestigiosos vecinos de esta vecindad. ¿Cómo era concebible una casa sin verjas, con una cerca de cactus? ¿Cómo era posible levantar una doble casa en forma de prisma, sin más alma que los colores y los volúmenes levitantes propios del racionalismo? En una metrópolis que andaba buscando su identidad tras el excesivo europeísmo arquitectónico y urbanístico del gobierno de Porfirio Díaz no encajaba del todo algo tan rupturista. Y sin embargo, a Diego Rivera le dio absolutamente lo mismo cuando, en 1931, un entusiasta arquitecto de apenas 26 años le mostraba su primer proyecto. Se trataba de una casa como jamás se había construido en México y que el propio arquitecto había levantado en los terrenos de una vieja cancha de tenis. Diego rápidamente quedó fascinado y le pidió un diseño para él, aunque con sus propias peculiaridades.
Tan solo un año tardó O'Gorman en hacer realidad el anhelo de Rivera, alzando una estructura con dos casas, una para Diego y otra para Frida. Una blanca y la otra, azul. Una más ancha -la de él- y otra más esbelta -la de ella- con solo un nexo de unión: un liviano puente que comunicaba ambas azoteas. Aquí se mudaron en 1934 y aquí pintaron una infinidad de obras iluminadas por la luz de los grandes ventanales y abrazadas por los enormes volúmenes de sus interiores.

Foto: iStock
Eso sí, visitar este complejo va más allá de merodear en la intimidad de esta pareja. Es, sobre todo, adentrarse en el proceso creativo de Diego Rivera y en la relación con O'Gorman, un personaje fundamental en la construcción del México actual por sus diseños y sus murales. Y, también, es recorrer una vivienda que en la actualidad mantiene su capacidad de sorpresa en el bucólico barrio de San Ángel.
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Foto: Getty Images
San Ángel entre chóferes
Desde esta confluencia se puede tomar la avenida de Altavista y sus imponentes inmuebles o, directamente, callejear rumbo este a través de callejuelas adoquinadas donde lo pedregoso no es sinónimo de pobreza. Sino todo lo contrario, ya que el deambular por sus aceras también implica sortear los coches de alta gama aparcados en sus aceras donde los pacientes chóferes aguardan las órdenes de sus jefes. La escena, por recurrente, no deja de ser llamativa, aunque en cuanto los pasos se acercan a la parroquia de San Jacinto lo que se dilata las pupilas son las alegres casas adornadas con flores. Cuando se avanza por ellas conviene recordar que esto sigue siendo Ciudad de México, ya que los rincones que van apareciendo en escena son más propios de un pueblo bien avenido que de una ciudad de más de 25 millones de habitantes. Una sensación de oasis que se multiplica al dar con el crucero frente al Zapatito o al contemplar la suntuosa fachada de la Casa de los Delfines.

Foto: Shutterstock
La plaza de los artistas
Este sorprendente deambular tiene un fin: la plaza San Jacinto. Alrededor de ella no solo están algunos de los restaurantes más trajeados de la megalópolis mexicana, también una increíble densidad de galerías de arte, boutiques de artesanía y estudios de artistas que se afanan en transformar este ágora en una especie de Montmartre. El mejor día para acercarse a este alegre jardín es los sábados, cuando entre parterres y fuentes se improvisa un mercado dedicado al arte en el que encontrar alguna antigüedad y, sobre todo, a artistas en ciernes que aún no tienen galerista. Es cierto que el valor de sus obras es discutible o, al menos, subjetivo, pero el caleidoscopio que surge de la unión de estas teselas en lienzo es un derroche de alegría. El resto de los días, esta coordenada destaca por concentrar galerías de arte como San Jacinto o Casa del Obispo, así como alguna que otra tienda de artesanía de lujo con precios y diseños difíciles de encontrar en el resto de la ciudad. Otro aliciente es el antiguo convento de El Carmen, un portentoso edificio del siglo XVIII ahora transformado en museo donde se exhiben los numerosos frescos que atesoró esta institución así como alguna que otra momia.

Interior de la Fonoteca Nacional. Foto: Shutterstock
El Coyoacán de los primeros españoles
Entre la capillita de San Antonio de Padua y los viveros de Coyoacán corre el río Magdalena. Su curso es mínimo, anecdótico, tan nimio que muchos no caen en la cuenta de que es el único caudal continuo que queda en Ciudad de México. Un hito si se tiene en cuenta que en el pasado toda esta meseta era un gran pantano repleto de pequeñas islas donde vivían diferentes tribus que convivían y peleaban entre sí por la tierra más fértil y defendible. Aunque ahora este arroyo es casi un vertedero, sí que recuerda que el primer asentamiento de los conquistadores españoles fue Coyoacán, donde se establecieron, precisamente, por la riqueza de sus aguas y sus tierras. Un vergel donde vivir y protegerse mientras gobernaban con puño de hierro y drenaban el resto del valle.
De aquella época queda la esencia urbanística de esta colonia, que se define por las calles adoquinadas, las haciendas de proporciones excesivas y algún que otro palacete que preserva la huella colonial. Ejemplo del mismo es la casa de Pedro de Alvarado, el gran genocida de Hernán Cortés, que en la actualidad se ha remodelado para acoger la Fonoteca Nacional. En la misma Avenida Francisco Sosa se ubica la Casa de Cultura Jesús Reyes Heroles, una enorme casa con jardín que ahora acoge un centro cívico pero al que se puede acceder libremente. Lo más curioso es su cocina, donde abundan los azulejos de color azul, un signo de riqueza en la época colonial. Callejeando por los alrededores sorprende la abundancia de altares dedicados a santos emplazados en las fachadas. Durante décadas, esta era la única forma de distinguir una casa de otra para una población desorientada e iletrada.

Foto: Javier Zori del Amo
Breve introducción al muralismo contemporáneo
En un recodo junto a la Casa de Cultura Jesús Reyes Heroles asoma una callejuela que desafía a las fachadas monocromáticas de colores chillones. Se trata del callejón del aguacate, una cápsula de contemporaneidad donde el street art brilla con luz propia. De entre todos los grafitis, el más llamativo es el de una mujer desnuda y embarazada cuyo feto está protegido por un aguacate. De hecho, el niño crece en su hueso y se alimenta de la verde carne de este fruto, en una clara metáfora de la importancia de este alimento en la cultura e imaginería mexicana.

Dorada y odiada iglesia
La definición facilona de Coyoacán es que es un pueblecito colonial rodeado una moderna y caótica ciudad. En esta comparación, el parque centenario sería la plaza mayor, y la parroquia de San Juan Bautista, su iglesia principal. Hasta aquí un paralelismo que se podría encontrar en muchas colonias de la ciudad. Pero lo que tiene de particular este edificio es su apabullante interior, inesperado si se tiene en cuenta lo desconchado de su exterior. Y es que su nave central rebosa de ornamentos y detalles dorados que, sin llegar a compararse con la Capilla del Rosario de su vecina Puebla , sí que llega a deslumbrar al paseante incauto. El brillo se contrasta con la cruz exterior, donde fueron martirizados aquellos que violaron la regla de entrar en este templo durante la Guerra Cristera (1926-1929) en la que iglesia y estado lucharon por el control de los católicos.

Los dos mercados de Coyoacán
Mientras que cada barrio de Ciudad de México se estructura alrededor de un mercado, en Coyoacán se podría decir que esto se duplica por dos. Sin embargo, esta abundancia obedece a que en la plaza Jardín Hidalgo se encuentra el Mercado Artesanal de México, un conjunto de puestecitos abigarrados y desordenados donde reina el horro vacui y los colores chillones y donde es fácil encontrar un souvenir, aunque nadie garantice que el apellido 'artesanal' sea real.
El otro mercado huele y sabe más a barrio. Es el mercado de Coyoacán, epicentro de las compras de esta parte de la Colonia donde, más allá de los puestos, brillan las barras y restaurantes. Hay un doble encanto en estos espacios. Por un lado, el etnográfico de ver el trasiego de personas que, sin parar, vienen, se sientan, comen algo rápido y se marchan. Y, por supuesto, el gastronómico, ya que irse de aquí sin probar las tostadas de La Chaparrita aderezadas por algunos de los guisos y nopales más inesperados y locos de la ciudad.

Foto: Shutterstock
¿Qué es exactamente la Casa Azul de Frida?
Sin duda, la razón principal para visitar Coyoacán para los miles de turistas que pululan por sus calles es ir a conocer el lugar donde nació, quedó postrada, pintó y murió Frida Kahlo. Es fácil ubicarlo por la densidad de vendedores ambulantes que instalan sus tiendecitas siguiendo el horario de este espacio y aprovechándose de las largas colas que se montan en su exterior. Si se habla con ellos, es muy probable que se muestren contrariados por el fervor internacional que se profesa por esta artistas. De hecho, los mexicanos son más de Diego que de Frida por cómo conectó el muralista con una nación joven que encontró en sus grandes pinturas los cimientos de su identidad. Y sin embargo, a Frida la consideran más el Santo Grial de un mundillo snob que la encumbró por su personalidad, su subjetividad y su habilidad para vehicular sus dolores y su complejo mundo interior a través del arte y la moda sin por ello renunciar al folclore mexicano.
Ahora bien, su casa, la Casa Azul, le debe este sobrenombre que tanto la caracteriza a Diego Rivera, quien la pintó de este color para descolonizarla y acercarla más al pantone tradicional mexicano. Frida había heredado esta hacienda de su padre, un fotógrafo alemán atraído por el desafío de fotografiar y documentar el cambio que estaba experimentando la ciudad a finales del siglo XIX. Y, por supuesto, por los emolumentos asociados a dicho encargo.
Rápido una frase pintada en la pared es capaz de borrar cualquier rastro burgués y europeo: "Frida y Diego vivieron en esta casa 1929-1954". Y sin embargo, no es del todo real, ya que Rivera vivió más en la casa que encabeza esta ruta mientras que Frida sí que pasó largas temporadas aquí; sin tener en cuenta los años en los que vivió en EE.UU. (1930-1934). De hecho, la mitomanía es el auténtico imán de este espacio, ya que apenas cuenta con una docena de cuadros de la artista, si bien hay algunos notables como su última creación: Naturaleza Muerta. Viva la Vida. El resto del recorrido es un conjunto de fotos, de archivos históricos como su correspondencia con Leon Trotsky, de documentos sobre su activismo político y, por supuesto, de objetos cotidianos aquí elevados a reliquias. ¿Los más conmovedores? La cama donde vivió postrada largas temporadas de su vida y el caballete que usaba para pintar. Al final del recorrido espera el precioso jardín donde Diego esbozó lo que luego sería su gran obra folclórica-artística-arquitectónica, el Museo Anahuacalli; y unas salas que albergan pequeñas exposiciones temporales dedicadas a Frida.