Occidente debe mucho a la tumba de Pedro, convertida en polo de peregrinación desde el mismo momento en que el emperador romano ordenó su muerte y el discípulo de Jesús el Nazareno pidió que lo crucificaran boca abajo porque no era digno de morir como su maestro. Sobre esas piedras se cimentó la cultura europea y el linaje de papas que vertebra el cristianismo. La personalidad de cada uno de ellos ha dejado su impronta de poder y misterio en la basílica, que se ha construido, crecido, iluminado y transformado al albur de quienes tienen las llaves de la gloria.
Mandada erigir en el siglo IV por Constantino, el primer emperador cristiano, durante siglos los papas rivalizaron para embellecerla, pero el terreno pantanoso sobre el que se asentaba y el abandono sufrido durante el exilio papal en Aviñón (1309-1377) dañó sus muros de forma irreversible. Cuando Nicolás V volvió a Roma como sumo pontífice comprendió que había que levantar una nueva basílica, pero murió en 1455, antes de iniciar el derribo de la antigua. Julio II, ya en el siglo xvi, acometió las obras con un proyecto en el que quiso que se implicaran los grandes artistas de su época. La basílica que ahora contemplamos tardó en construirse 120 años y ahora se ha convertido en el lugar de sepelio de papas como Benedicto XVI.
Pedro y otros cristianos fueron sacrificados en el circo de Nerón, que se hallaba en los jardines de Agripina, junto a la colina Vaticana, de la que el enclave tomaría el nombre. El cuerpo del apóstol y los de otros mártires fueron enterrados en una necrópolis cercana. La tumba permaneció allí hasta la construcción de la basílica por Constantino, que detuvo la persecución de los cristianos y promulgó en el año 313 el Edicto de Milán, que confería libertad de culto a los ciudadanos del Imperio romano.