Cuando el sol sale en Darjeeling, al norte brilla el diamante del Kanchenjunga, el más robusto de los ochomiles que pueblan el Himalaya. Los rayos se reflejan en el blanco de la nieve e iluminan las esmeraldas laderas de una ciudad entregada al cultivo de una de las hojas aromáticas más apreciadas del mundo: el té.
Darjeeling se desparrama por un risco. Al llegar, desde lejos, la ciudad parece un ordenado graderío deportivo, donde casas que retrotraen a los tiempos de la colonia británica lucen una nostálgica decadencia. Sin un centro urbano propiamente dicho, el viajero se ve obligado a subir y bajar cuestas de inclinación exagerada para ir descubriendo este rincón de Bengala Occidental, que en poco más de cien años pasó de simple monasterio solitario a una de las estaciones de montaña más afamadas de la India y cuna del té con más renombre.
Los británicos llegaron a Dorje Ling (El Lugar del Rayo) por escaramuzas políticas, cuando prestaron ayuda al reino de Sikkim a combatir una revuelta gurkha. Y enseguida advirtieron la pureza del ambiente, la frescura de las temperaturas y el terreno fértil para el cultivo del té. Hoy el visitante comprende el acierto de la elección, mientras se embriaga de aire en la ciudad más bella y glamurosa del Himalaya indio.
El árbol del té no trepa en estos valles más allá de los 1.970 metros. Darjeeling se halla a 2.135, de manera que se halla literalmente tapizada por una alfombra que llega hasta sus pies. Las plantaciones son tan hermosas aquí que las llaman "jardines" y no granjas o explotaciones.
Pasillo tradicional por el que desde la antigua capital angloindia, Calcuta, se llegaba con igual facilidad a los perdidos reinos de Sikkim, Nepal, Bután o Tíbet, Darjeeling creció al mismo tiempo que llegaban los soldados británicos huyendo de la asfixia de los calores de la llanura del Ganges y las plantaciones de té se convertían para la población en un sello que la daría a conocer en el mundo entero.
Ahora el visitante deambula por calles repletas de edificios que todavía recuerdan a la época británica. Algunos solo en la estructura, como gran parte de las casas que albergan las oficinas municipales; otros, pese al trabajo tenaz de la humedad, como la iglesia de Saint Andrew, de la que parece que todavía vayan a salir un grupito de pelirrojos escolares tras el oficio religioso; o en hoteles como el Windamere o el Club de Plantadores, donde hasta da reparo no acudir con chaqueta de tweed y una buena pipa entre los dientes.
Un destino de montaña
Darjeeling es punto de partida y final de muchos viajes. Quienes estén interesados en la fauna himaláyica, esquiva y escasa a la vez, en el jardín zoológico podrán gozar con la visión de pandas rojos, de osos tibetanos y del legendario e imponente leopardo de las nieves. Los amantes de la montaña ciñen las correas de sus mochilas y comprueban el material antes de emprender un trekking a los pies del Kanchenjunga (8.586 metros).
Los locos por la exploración y la aventura visitan la última morada de Tenzing Norgay –el primer hombre en pisar el Everest– y el Instituto de Montañismo, con su singular museo. Los seducidos por los ferrocarriles de vapor tienen la oportunidad de vivir en primera persona cómo es un viaje ensuciándose la cara con el hollín que lanza la locomotora azul que asciende desde Siliguri.
Los intrigados por la cultura tibetana podrán acudir a templos muy conocidos y otros que lo son menos pero que tienen el honor de haber preservado el Libro Tibetano de los Muertos. Los paladares finos dejaran que un té sin parangón se les deslice garganta abajo y harán planes para cenar en algunos de los restaurantes que ofrecen sofisticada gastronomía bengalí. Los prisioneros de los libros recorrerán tiendas que exhiben el delicioso nombre de stationery (papelería) y están plagadas de originales títulos sobre montañismo, culturas himaláyicas o las más rocambolescas novelas, como una que adquirí en la plaza de Chowrasta y que me reveló que, durante su desaparición tras caer por las cascadas Reichenbach en Suiza, Sherlock Holmes estuvo refugiado aquí…
Darjeeling es inspiradora. Lo fue para Lawrence Durrell, que pasó los primeros años de su vida en la ciudad. O para la madre Teresa de Calcuta, que declaró haber tenido el chispazo que le hizo fundar su congregación subiendo sus laderas. Y lo es para el viajero, que se enamora de desayunos con vistas al Kanchenjunga desde la terraza del hotel –aun teniendo que alzar el cuello del anorak–; de la religiosidad que se vive en los templos budistas que motean las laderas; de los chaparrones improvisados que hacen brillar los jardines de té como una moqueta recién estrenada; de la serenidad de los refugiados tibetanos, que cuentan su triste epopeya sin odio en la voz.
Y, entre tanta paz, un momento para el bullicio a una hora intempestiva. Todas las puertas de hotel resuenan en Darjeeling a las 4.30 de la madrugada. Es momento de partir hacia la Colina del Tigre, desde donde se tiene la visión de un amanecer glorioso sobre las montañas tintadas de rosa. Atascos, bocinazos, vendedores de té y chocolatinas, grupos bulliciosos que prefieren fotografiarse a sí mismos antes que al Himalaya. En el confín norte de Bengala y tan, tan cerca de los hielos perpetuos, Darjeeling es un remanso de paz… hasta que despertamos y nos damos cuenta de que, sin embargo, estamos en la India.