Darjeeling, un tesoro en el noreste de la India

Muy próximo a Nepal, Bután y el Tíbet, el pequeño distrito indio de Darjeeling se encarama por brumosas montañas que se inclinan ante el Kanchenjunga, el tercer pico más elevado de la Tierra.

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Foto: Anthony Asael / Age fotostock

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Kanchenjunga, la tercera montaña más alta del mundo

La palabra tibetana Kanchenjunga significa los 5 grandes tesoros de las nieves: el oro, la plata, las gemas, el tsampa (harina de cebada) y los libros sagrados. 

Foto: XPacifica / Age fotostock

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Un jardín productivo

Laderas enteras están tapizadas con los setos de los arbustos del té. Las mujeres arrancan las hojas nuevas con un preciso tirón, sin afectar al vigor del arbusto. 

Foto: Prithwiraj Saha Photorgraphy / Getty images

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El monasterio de Ghoom

En Ghoom, un barrio a 8 kilómetros de Darjeeling, el monasterio Yiga Choling acoge medio centenar de monjes budistas de la escuela gelugpa (la de los gorros amarillos, la misma que el Dalái Lama). Destaca la estatua del buda Maitreya sentado a la manera occidental y no en postura de loto. En ese recinto inició en 1931 Ernst Hoffman su andadura para convertirse en el lama Anagarika Govinda. Su magnífico libro La senda de las nubes blancas (Ed. Atalanta) hizo más comprensible esa filosofía en Occidente. Govinda cuenta cómo una nube blanca y espesa envolvía casi a diario la colina del monasterio y obligaba a encender lámparas desde el mediodía. Pero, lejos de deprimir, la niebla intensificaba la atmósfera de misterio y alentaba un sentimiento de protección, retiro y seguridad, lejos de las vicisitudes de la vida corriente.

Foto: Age fotostock

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Estatua de Buda

Buda en la Pagoda Japonesa de la Paz, un templo de color blanco cuyo objetivo es unir a todas las religiones del mundo para lograr la paz.

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Tren de juguete

Desde Siliguri en 7 horas se accede a Darjeeling en el Tren de Juguete, un convoy sobre una vía de 60 centímetros de ancho y con más de cien pasos a nivel. Otra opción es ir de Darjeeling al monasterio de Ghoom (2 horas ida y vuelta), trayecto que aún puede realizarse con antiguas locomotoras de vapor.

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Un gran té

El té negro de Darjeeling tiene fama mundial por su inimitable fragancia. La primera cosecha (mediados de marzo) es la más exquisita.

Foto: Dumitru Doru

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Una estación de montaña

Las empinadas calles de Darjeeling acogen a una población venida de Nepal, Tíbet o la India, así como a viajeros atraídos por la belleza de la región. En el fresco verano (20 ºC), que tanto agradecían los militares británicos destinados a Calcuta, raramente pueden verse las cumbres debido al monzón. Otoño y primavera son las mejores épocas para viajar. 

 

Foto: Age fotostock

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Entre crestas boscosas y plantaciones de té

Los bosques templados húmedos de coníferas, rododendros y bambús que cubrían enteramente las montañas de Darjeeling son el hábitat del panda rojo, un animal hoy en peligro de extinción, emparentado con los mustélidos (mapache, comadreja...) y no con los osos. A mediados del siglo XIX los británicos talaron parte de los bosques para crear plantaciones de té que se convirtieron en unidades autosuficientes, con residencias para los propietarios, casas para los trabajadores, escuela, dispensario e iglesia. Muchas están abiertas al visitante. Los delicados brotes apicales de cada rama –los más apreciados– los recolectan las mujeres con primor y diligencia.

Foto: Religious Images / Getty images

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Refugio celeste

Sherab Gyatso, famoso lama y astrólogo, construyó el monasterio de Ghoom en 1875. La gran trompeta tibetana, el dungchen, solo se toca en ceremonias y a dúo.  

Foto: Awl images

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Ciudad de Darjeeling

Escultura que corona el nuevo ayuntamiento.

Foto: Awl images

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Templo de Mahakala

Situado en lo alto de la Colina del Observatorio, este monasterio budista ofrece vistas únicas del Kachenjunga.

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Cuando el sol sale en Darjeeling, al norte brilla el diamante del Kanchenjunga, el más robusto de los ochomiles que pueblan el Himalaya. Los rayos se reflejan en el blanco de la nieve e iluminan las esmeraldas laderas de una ciudad entregada al cultivo de una de las hojas aromáticas más apreciadas del mundo: el té.

Darjeeling se desparrama por un risco. Al llegar, desde lejos, la ciudad parece un ordenado graderío deportivo, donde casas que retrotraen a los tiempos de la colonia británica lucen una nostálgica decadencia. Sin un centro urbano propiamente dicho, el viajero se ve obligado a subir y bajar cuestas de inclinación exagerada para ir descubriendo este rincón de Bengala Occidental, que en poco más de cien años pasó de simple monasterio solitario a una de las estaciones de montaña más afamadas de la India y cuna del té con más renombre.

Los británicos llegaron a Dorje Ling (El Lugar del Rayo) por escaramuzas políticas, cuando prestaron ayuda al reino de Sikkim a combatir una revuelta gurkha. Y enseguida advirtieron la pureza del ambiente, la frescura de las temperaturas y el terreno fértil para el cultivo del té. Hoy el visitante comprende el acierto de la elección, mientras se embriaga de aire en la ciudad más bella y glamurosa del Himalaya indio.

El árbol del té no trepa en estos valles más allá de los 1.970 metros. Darjeeling se halla a 2.135, de manera que se halla literalmente tapizada por una alfombra que llega hasta sus pies. Las plantaciones son tan hermosas aquí que las llaman "jardines" y no granjas o explotaciones.

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Pasillo tradicional por el que desde la antigua capital angloindia, Calcuta, se llegaba con igual facilidad a los perdidos reinos de Sikkim, Nepal, Bután o Tíbet, Darjeeling creció al mismo tiempo que llegaban los soldados británicos huyendo de la asfixia de los calores de la llanura del Ganges y las plantaciones de té se convertían para la población en un sello que la daría a conocer en el mundo entero.

Ahora el visitante deambula por calles repletas de edificios que todavía recuerdan a la época británica. Algunos solo en la estructura, como gran parte de las casas que albergan las oficinas municipales; otros, pese al trabajo tenaz de la humedad, como la iglesia de Saint Andrew, de la que parece que todavía vayan a salir un grupito de pelirrojos escolares tras el oficio religioso; o en hoteles como el Windamere o el Club de Plantadores, donde hasta da reparo no acudir con chaqueta de tweed y una buena pipa entre los dientes.

Un destino de montaña

Darjeeling es punto de partida y final de muchos viajes. Quienes estén interesados en la fauna himaláyica, esquiva y escasa a la vez, en el jardín zoológico podrán gozar con la visión de pandas rojos, de osos tibetanos y del legendario e imponente leopardo de las nieves. Los amantes de la montaña ciñen las correas de sus mochilas y comprueban el material antes de emprender un trekking a los pies del Kanchenjunga (8.586 metros).

Los locos por la exploración y la aventura visitan la última morada de Tenzing Norgay –el primer hombre en pisar el Everest– y el Instituto de Montañismo, con su singular museo. Los seducidos por los ferrocarriles de vapor tienen la oportunidad de vivir en primera persona cómo es un viaje ensuciándose la cara con el hollín que lanza la locomotora azul que asciende desde Siliguri.

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Los intrigados por la cultura tibetana podrán acudir a templos muy conocidos y otros que lo son menos pero que tienen el honor de haber preservado el Libro Tibetano de los Muertos. Los paladares finos dejaran que un té sin parangón se les deslice garganta abajo y harán planes para cenar en algunos de los restaurantes que ofrecen sofisticada gastronomía bengalí. Los prisioneros de los libros recorrerán tiendas que exhiben el delicioso nombre de stationery (papelería) y están plagadas de originales títulos sobre montañismo, culturas himaláyicas o las más rocambolescas novelas, como una que adquirí en la plaza de Chowrasta y que me reveló que, durante su desaparición tras caer por las cascadas Reichenbach en Suiza, Sherlock Holmes estuvo refugiado aquí…

Darjeeling es inspiradora. Lo fue para Lawrence Durrell, que pasó los primeros años de su vida en la ciudad. O para la madre Teresa de Calcuta, que declaró haber tenido el chispazo que le hizo fundar su congregación subiendo sus laderas. Y lo es para el viajero, que se enamora de desayunos con vistas al Kanchenjunga desde la terraza del hotel –aun teniendo que alzar el cuello del anorak–; de la religiosidad que se vive en los templos budistas que motean las laderas; de los chaparrones improvisados que hacen brillar los jardines de té como una moqueta recién estrenada; de la serenidad de los refugiados tibetanos, que cuentan su triste epopeya sin odio en la voz.

Y, entre tanta paz, un momento para el bullicio a una hora intempestiva. Todas las puertas de hotel resuenan en Darjeeling a las 4.30 de la madrugada. Es momento de partir hacia la Colina del Tigre, desde donde se tiene la visión de un amanecer glorioso sobre las montañas tintadas de rosa. Atascos, bocinazos, vendedores de té y chocolatinas, grupos bulliciosos que prefieren fotografiarse a sí mismos antes que al Himalaya. En el confín norte de Bengala y tan, tan cerca de los hielos perpetuos, Darjeeling es un remanso de paz… hasta que despertamos y nos damos cuenta de que, sin embargo, estamos en la India.