Dresde, la Florencia del Elba

La renacida capital de Sajonia exhibe con orgullo sus joyas monumentales y los nuevos hitos de la ciudad.

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Altstadt de Dresde

En uno de los extremos del puente de Augusto se perfila la silueta del Dresde histórico, con muchos monumentos edificados a orillas del río Elba.

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Historia en azulejos

El mural "El desfile de los príncipes" (Fürstenzug) narra con 24.000 azulejos la historia de Dresde. Se localiza al este de la Plaza del Palacio.

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Palacio Zwinger

Ricamente esculpido y coronado por un reloj, el Pabellón Rampart es uno de los edificios de este recinto palaciego.

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Plaza Neumarkt

Entre sus edificios barrocos se alza la Frauenkirche o iglesia de Nuestra Señora, ejemplo sobresaliente de la arquitectura sagrada protestante.

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Pasaje Kunsthof

El llamado Patio de los Elementos cuenta con edificios curiosos como este decorado con tubos y embudos en su fachada. Cuando llueve el agua que recogen produce sonidos.

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El Balcón de Sajonia

Desde el mirador del escarpe Bastei se divisa la campiña sajona por la que el río Elba serpentea entre pintorescos pueblos y castillos.

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Puente construido sobre las rocas del mirador de Bastei.

Situada en el corazón de Europa Central, a medio camino de Berlín y Praga, Dresde merece más que una pausa en un circuito entre aquellas dos capitales. Su patrimonio artístico recuperado, pero también la forma en que ha sabido siempre renacer de sus cenizas, convierten a la capital de Sajonia en un museo al aire libre en el que contemplar y comprender la historia contemporánea de Alemania y, con ella, la de Europa.

Dresde albergó a los soberanos sajones, príncipes electores desde el año 1547, momento en que empezó a consolidarse como foco cultural y artístico de primer orden, un prestigio que mantuvo durante siglos hasta ganarse el sobrenombre de la «Florencia del Elba». Sin embargo, esa notoriedad y su situación estratégica provocaron que Dresde se viera a menudo afectada por grandes conflictos bélicos, como la Guerra de los Treinta Años del siglo XVII, o por desastres como el devastador incendio de 1685, del que tardó en recuperarse, antes de arder de nuevo a manos del invasor prusiano.

Dresde, una ciudad que ha sabido renacer de sus cenizas

De modo que Dresde tiene experiencia en resurgir de sus ruinas, como sucedería tras la Segunda Guerra Mundial, después de que los aliados la sometieran a bombardeos que masacraron a la población civil y redujeron a escombros casi todos los edificios. Un horror reflejado en la novela Matadero 5, del escritor estadounidense Kurt Vonnegut (1922-2007), prisionero de guerra y testigo de los hechos.

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Una vez más, la ciudad inició su reconstrucción, primero en las décadas de régimen comunista y luego tras la reunificación alemana. Las autoridades de la antigua Alemania del este recuperaron edificios históricos como la Hofkirche, el palacio Zwinger y la bellísima Ópera Semper, mucho antes de que, tras la caída del Muro de Berlín en 1989, las subvenciones europeas ayudaran a terminar de restaurar la ciudad. La catedral católica, la citada Hofkirche, se consagró de nuevo en 1980, todavía bajo el gobierno de la RDA, mientras que la luterana Frauenkirche no lo hizo hasta 2005, cuando se culminó su soberbia cúpula. Símbolo del renacer y del espíritu pacifista de la nueva Dresde, esta obra magna del barroco preside el barrio antiguo, Altstadt, desde la orilla sur del Elba, mientras la ciudad nueva, Neustadt, se extiende al norte del gran río. Así, Dresde hace pensar en un mapa a escala de las dos Alemanias y, por ende, en los años de la Guerra Fría, pues uno tiene la sensación de viajar en el tiempo cuando cruza el monumental puente de Augusto.

El Altsadt es el barrio histórico y más monumental de Dresde

En un lado se encuentra, la Altstadt, en cuya silueta sobresale el esbelto campanario de la Hofkirche, la catedral barroca que fue construida en el siglo XVIII y es el mayor edificio religioso de Sajonia. En esta zona se pasea entre joyas artísticas como el gigantesco mural del Fürstenzug (El desfile de los príncipes), realizado con 24.000 azulejos de porcelana que muestra a los gobernantes de Sajonia desde el año 1127. También destacan el bello patio porticado del Stallhof, las antiguas caballerizas del castillo del siglo XVII y hoy escenario de conciertos, y el Palacio Real (XV-XVII), con salas barrocas como la de la Bóveda Verde, donde se exhibe el tesoro real, y la Torre Hausmann, que ofrece amplias vistas del centro.

Al otro lado del Elba, en la Neustadt, vemos como resuenan los ecos del espíritu colectivista, con grafitis callejeros, librerías, galerías, tiendas únicas como la quesería Pfunds Molkerei y espacios vanguardistas instalados en los patios del Kunsthofpassage. Por eso mismo, Dresde podría ser un símbolo de los valores de la unidad europea. No en vano, Schiller escribió aquí en 1785 su Oda a la alegría, el poema que inspiró a Beethoven su Novena sinfonía y que hoy es el himno de la Unión Europea.

Sin embargo, como en el símbolo del yin-yang, en cada una de esas mitades hallamos un pequeño reflejo de la otra. Así en la Altstadt, junto a edificios renacentistas y barrocos, convive el nuevo distrito Kraftwerk Mitte que alberga cafés, clubs nocturnos, teatros y espacios colectivos de trabajo en un ambiente industrial. Y en la Neustadt, junto a bloques de la era socialista, entre el Mercado y el Museo de Arte Moderno, perviven los encantadores callejones y patios del Barockviertel, salvados de la demolición después de la guerra gracias al activismo vecinal.

Septiembre anuncia el otoño alemán, de enorme belleza en Dresde y el valle del Elba.

Los numerosos parques de la ciudad y los márgenes del río empiezan en otoño a engalanarse con los coloridos ocres de las arboledas y cada paseo por la terraza de Brühl o por la ribera invita a la contemplación. Para una mejor perspectiva, el viajero hará bien en subir a algunas de las torres de la ciudad, como la de la Kreuzkirche, desde la que se aprecia mejor la nueva cúpula de la Frauenkirche, o la de la Dreikönigskirche, en la Neustadt, desde la que las vistas sobre el perfil del barrio antiguo, en especial al atardecer, conmueven al observador. También merece la pena visitar el interior de la Frauenkirche para admirar la delicadeza de sus frescos. Y es que la gran y heroica labor de reconstrucción de Dresde se valora más si cabe en el interior de sus edificios más representativos, y en la recuperación de sus colecciones pictóricas, como las que se muestran en la Galería de los Nuevos Maestros –con presencia del paisajista romántico Caspar D. Friedrich, nacido en la ciudad–, en el museo Albertinum de arte moderno, o en la Pinacoteca de los Antiguos Maestros (Rafael, Tiziano, Rembrandt, Vermeer, Rubens...), todos ellos instalados en el recinto palaciego del Zwinger.

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Al cruzar el puente Blaues Wunder o «Maravilla Azul» hacia las afueras, surgen barrios residenciales como el de Loschwitz. Si se opta por tomar uno de los cruceros fluviales, remontando el curso del río en dirección a la frontera con Bohemia, se alcanza al castillo de Pillnitz, uno de los más bellos del valle del Elba. En dirección contraria, río abajo hacia Meissen –el primer lugar de Europa donde se fabricó con éxito la porcelana de estilo chino– se llega al castillo de Übigau. Entre uno y otro, a lo largo de una veintena de kilómetros enmarcados por viñedos, arboledas y terrazas sobre las riberas, se admiran otros palacios y castillos como los de Albrechtsberg, Ligner y Eckberg, testimonio del esplendor que alcanzó la corte de Sajonia y de toda la belleza que «la Florencia del Elba» ha sabido conservar hasta nuestros días.

Para disfrutar de uno de los mejores panoramas sobre el Elba vale la pena acercarse al pueblo de Rathen junto al que se erigen las rocas de Bastei, elevadas 305 m sobre el río. Desde antiguo, este bastión puntiagudo se escalaba para admirar las vistas desde lo alto. En 1824, dada la afluencia de visitantes, se decidió construir una pasarela de madera como mirador, extendida entre las rocas. Poco después, convertida en atracción turística, se consideró que ya no era segura para soportar el peso de tantos visitantes, por lo que en 1851 fue sustituida por un puente de piedra, a 194 m del suelo y con una escalera de 487 peldaños que asciende desde el valle hasta las rocas. Una solución empinada que sin embargo resulta más segura que tener que trepar por las escarpadas piedras.