8 indispensables

El Hawái europeo está en Portugal

Salvaje, remoto, pero familiar. Así son las islas Azores, el nuevo paraíso accesible del viejo continente.

Las Azores resultan familiares sobre todo por su anticiclón, responsable del buen tiempo en la Península Ibérica. A Portugal le ofrecen su paisaje más verde y también su cima más alta, el volcán de Pico. Los portugueses comenzaron a habitarlas en 1432. Las islas se convirtieron pronto en una próspera colonia agrícola y en un enclave estratégico para las grandes rutas de navegación que unían Europa y América. En el siglo XX también sirvieron de base de comunicaciones para los primeros cables submarinos que se tendían entre el Viejo y el Nuevo Mundo, y como escala para los pioneros del vuelo transoceánico. Y ahora, se han convertido en un vergel en medio del Atlántico muy asequible: con cuatro aeropuertos españoles que contarán con vuelos directos este verano.

Las nueve islas poseen paisajes de extraordinaria belleza. Como Madeira y Canarias, sus hermanas del sur, las Azores comparten un origen volcánico y unos inviernos dulces, pero sus veranos son menos calurosos y el agua es más abundante. Todo eso se traduce en una agricultura de vivos contrastes. A veces hace sentir a los viajeros que están cerca del trópico, rodeados de plataneras, campos de té y tabaco, o incluso cultivos de taro como en la Polinesia o Japón. Pero con más frecuencia el ambiente evoca al de Galicia, con los bosques moteando un paisaje de castaños, setos y praderas donde la vaca es la reina. Las casas de una planta, a menudo de piedra vista, recuerdan las del Alentejo, al sur de Portugal, de donde procedían los primeros colonos. Con su techumbre de tejas a dos aguas, salpican de naranja un mosaico de huertas familiares, cuadras, hórreos y pajares (palheiros).

Y para conocerla, nada mejor que explorar sus ocho imprescindibles, ordenados de menos a más. 

 
El Hawái europeo está en Portugal

8. Sorprenderse en Isla de Flores

El territorio más occidental de las Azores y de Europa debe su nombre a la abundancia de flores amarillas que recubrían su territorio, aunque empezó siendo conocida como isla de São Tomás o de Santa Iria en el siglo XV. Cuando se llega a Isla de Flores, impresiona su escarpada costa y el agua en todas sus formas: lagunas, cascadas, ríos y pozos. Sus dos municipios, Santa Cruz y Lajes, son el punto de partida para recorrer todo su territorio (141,4 km2). La visita se complementa con un paseo en barco desde el que conocer las grutas de Enxaréus y Galo y el espectacular Arco de Santa Cruz das Flores o el islote de Maria Vaz, solo visibles desde el mar. 

Isla de Flores
Foto: Shutterstock

7. Unirse a la vida marinera en el puerto

Con solo 173 km2 y 15.000 habitantes, Faial es una isla pequeña pero sin duda la más cosmopolita. Durante la Segunda Guerra Mundial atracaron en sus aguas más de dos mil navíos de guerra aliados. Entre los bares del puerto de Horta ninguno es tan famoso como el Café Sport. Con su ambiente de pub inglés, acoge marineros y turistas de los cinco continentes y posee un museo de dientes de cachalote primorosamente decorados con todo tipo de escenas. El vecino puerto deportivo de Horta es una escala casi obligada para los veleros que surcan el Atlántico. Se considera de buen augurio pintar un dibujo en sus muelles con el nombre del barco, la ruta o los nombres de la tripulación. Emociona pasear entre los amarres y ver plasmadas en el hormigón todas esas singladuras. En contraste con los turistas e incluso los viajeros, que se dejan transportar, los navegantes trazan su propio rumbo en la inmensidad del mar. A veces pueden sentirse insignificantes, a merced del océano y el cielo, pero también el centro de un universo, encarnado en su velero y en su libertad.

Furnas
Foto: Shutterstock

6. Tomar las aguas en Furnas

Para sentir de buenas a primeras lo que hace especial a la isla de San Miguel, la más poblada, nada como la villa balnearia de Furnas (“fumarolas”), famosa por sus manantiales termales al aire libre, sus pozos de barro hirviendo y su preciosa laguna rodeada de bosques. Tres arroyos ­­(uno de agua fría, otro de agua caliente y otro de agua ferruginosa­) cruzan la aldea, y es habitual ver a los lugareños bañarse en ellos relajadamente al empezar o acabar la jornada. El visitante recorre las fuentes de agua fría y caliente vaso en mano, catando sus matices, entre los vapores sulfurosos que la tradición atribuye al diablo (Pero Botelho). Además de agua en dosis generosas, Furnas cuenta con un microclima especialmente benigno. Thomas Hickling (1743-1834), cónsul norteamericano y próspero hombre de negocios, instaló allí su residencia y creó el magnífico jardín botánico que hoy constituye el parque Terra Nostra. Helechos arborescentes, araucarias, secuoyas de Japón, magnolios, azaleas, rododendros y las especies endémicas de las Azores se despliegan alrededor de estanques sinuosos y floridos parterres. Bajo la sombra de los gigantescos árboles, un lago artificial a casi 40 ºC incita a bañarse con el agua al cuello. Los visitantes han de pagar entrada, pero los clientes del Hotel Terra Nostra, en cuyos terrenos se despliega el jardín, pueden acceder libremente a él en albornoz, incluso en plena noche, cuando el lugar se cierra al público.

Azores
Foto: Shutterstock

5. Avistar cetáceos en Lajes do Pico

En Moby Dick, Melville escribió: “No se sabe por qué, pero los azorianos resultan ser los mejores balleneros”. Lajes do Pico, en la isla de Pico, con su museo de la caza de la ballena, aporta algunas pistas. A mediados del siglo pasado los vigías oteaban el horizonte desde tierra y en cuanto avistaban un cachalote disparaban un cohete. Los hombres dejaban al instante cualquier ocupación y partían en botes ligeros, remolcados por una lancha a motor propiedad de la aldea. Capturar una ballena era un tesoro para quienes vivían de los magros dones de la tierra. Desde que Portugal renunció a la caza de ballenas en 1975 estos cetáceos ya no se cazan, pero barcos mucho mejor equipados llevan hoy a los turistas a contemplarlos desde cerca. Las excursiones parten de Lajes do Pico. Algo más al este se halla Calheta de Nesquim, una aldea bastante más tranquila y con una tradición similar. Los niños se arrojan intrépidos desde la escollera a las cristalinas aguas de su puerto.

Faial
Foto: Shutterstock

4. Hollar la Caldeira do Faial

Cuando se contemplan en verano las verdes montañas de las islas Azores, a menudo se aprecia una fina línea azul que zigzaguea camino de las cumbres. Se trata de hortensias, planta que trajeron los portugueses y que en las islas se emplea como seto vegetal en el borde de las carreteras. En un suelo ácido y rico en aluminio como el de las Azores la hortensia da flores azules, mientras que con un pH más alto estas serían rosadas o incluso blancas. El clima resulta ideal para este arbusto, que en las islas supera con facilidad los dos metros de altura. Una visita a la isla Faial no está completa sin una ascensión a la Caldeira. Se trata de un gran cráter, en uno de cuyos rebordes se alza el pico del Cabeço Gordo (1043 m), techo de la isla. Un sendero panorámico de 7 km flanqueado cómo no por enormes hortensias contornea el borde de la caldera y permite disfrutar de increíbles vistas, entre ellas la vecina isla de Pico. La boca del cráter se halla 400 m más abajo. Hasta 1957 alojaba un lago en su interior, pero en 1957, con la erupción del volcán de Capelinhos ­–otro de los grandes atractivos de Faial­­– el subsuelo se tragó sus aguas.

Terceira
Foto: Shutterstock

3. Disfrutar de la apacible Terceira

El día de Año Nuevo de 1980 un terremoto más fuerte de lo común asoló Angra do Heroísmo, la capital de Terceira, matando a 60 personas y dejando a más de 21.000 sin hogar. La villa más hermosa de las Azores quedaba así reducida a ruinas. Pero la catástrofe permitió movilizar fondos para reconstruir su original arquitectura y tres años después era declarada Patrimonio de la Humanidad. Ya en el siglo XXI, la base militar estadounidense de esta discreta isla acogió la famosa reunión de Bush, Blair y Aznar que precedió a la invasión de Irak. Los paisajes de Terceira –una isla más antigua y por tanto más erosionada– no tienen la espectacularidad de los del resto de las Azores. A cambio posee los edificios religiosos más singulares, unas casas que muestran preciosas ventanas con arcos de piedra y una población serena y afable que acaba cautivando al visitante. Las blancas iglesias, con sus torres cuadradas y sus aristas de oscuro basalto, son un prodigio de armonía erigido con los materiales del terruño. Aún resultan más conmovedores los imperios. Se llama así a las pequeñas capillas que consagran los caminos y determinados enclaves. Cada barrio y cada aldea tiene los suyos y el mantenimiento suele correr a cargo de cofradías. En estos santuarios del arte popular se rezaba antiguamente al Espíritu Santo para evitar las catástrofes naturales y, sobre todo, se hacían ofrendas y fiestas cuyo objeto era redistribuir los bienes hacia los más desfavorecidos. Todavía pervive esta tradición en Terceira.

Pico
Foto: Shutterstock

2. subir hasta Pico

El puntiagudo cono del Pico (2351 m), como un cucurucho de helado invertido, da nombre a su isla y es el eje vertical del archipiélago. Los excursionistas más decididos madrugan para ascender a la cumbre, que posee fumarolas activas, en una caminata de varias horas donde son frecuentes los bruscos cambios de tiempo. Pero quizá aún resulta más hermoso, y cómodo, explorar la altiplanicie que se extiende al este del volcán siguiendo el "Caminho das Lagoas". Se halla en una loma que discurre a unos 800 m de altura y separa las vertientes norte y sur de la isla, cuajada de lagunas y frecuentada por todo tipo de aves entre prados salpicados de cedros. Se trata de la mayor área de flora endémica y protegida de todo el archipiélago. Los bosques de laurisilva trepan por las vertientes más húmedas, mientras la pugna del sol y las nubes puede transfigurar el paisaje en cada recodo del camino. Se parte a mitad de la carretera de Silveira a Sao Roque do Pico, cerca de una casa de los Servicios Forestales.

Sete Cidades
Foto: Getty Images

1. Asomarse a Sete Cidades

En 1901, asomados al borde de esta gran caldera volcánica, los reyes de Portugal dijeron que nunca habían contemplado un panorama más bello y el mirador pasó a llamarse “Vista do Rei”. Desde él se observa una fascinante laguna azul y otra verde algo más pequeña, unidas por un delgado brazo de tierra. Los frondosos bosques tapizan las paredes de la hondonada y se encaraman por las crestas. Dice la leyenda que las “siete ciudades” fueron sepultadas por una erupción para proteger sus tesoros de la codicia de los piratas. Hoy, una única aldea, muy tranquila, permanece casi ajena al paso de los forasteros, que contornean los lagos o hacen picnic en sus orillas. La iglesia de Sâo Nicolau, a la que se accede por una avenida de cedros, es su edificio más notable. Un túnel de 1200 m permite desaguar los lagos en caso de crecida y puede recorrerse a pie en tiempo seco.