Ruta brava

El Empordà de norte a sur en 17 paradas

Un viaje desde el onírico paisaje del Cap de Creus y las calas rocosas de la Costa Brava, hasta pueblos medievales rodeados de vides y alcornoques.

Desde el monasterio benedictino de Sant Pere de Roda, el Empordà extiende una de sus vistas más memorables, una panorámica que fascina por su armonía entre el cielo, la tierra y el mar.

 

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Empúries

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Románico frente al mar

El conjunto románico, principal centro espiritual del condado de Empúries del siglo XI al XIV, se asoma a los cuatro puntos cardinales desde lo alto de su campanario. Al norte vemos la cordillera pirenaica casi al alcance de la mano y, al sur, el infinito llano del Empordà. Al este, la inmensidad silente del mar, y al oeste, las brumas que ya indican el paso a otros mundos. 

Cap de Creus

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Donde los Pirineos encuentran el Mediterráneo

Tierra de continuidades, con sustratos megalíticos, íberos, griegos, romanos y medievales, esta extensa y variada comarca gerundense siempre se glosó en clave admirativa. Y así sigue siendo. Basta con dirigirse al prodigio geológico del Cap de Creus para empezar a sentir esta permanente admiración que se adueña del visitante. De visos lunares, este cabo y parque natural es el paraje ideal para tomar un primer contacto con la Costa Brava. Aquí nacen y también mueren los Pirineos, iluminados por el amanecer y gastados por los temporales y la tramontana, el viento tan característico del Empordà. La tramontana llega del norte, fría y seca, electrizante, y dice el tópico que provoca ideas bizarras, excéntricas, geniales y también melancólicas o incluso desesperadas. El paisaje del Cap de Creus alterna calas escondidas entre los pliegues de la roca, viñedos que descienden en terrazas por las laderas, árboles solitarios retorcidos por el viento.

Cadaqués

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Pueblos de pescadores y artistas

Las poblaciones de Port de la Selva y Cadaqués son dos enclaves marineros que conservan toda su esencia: callejuelas de casas blancas, la iglesia encarada al mar, barcas varadas en la arena o fondeadas cerca de la playa de guijarros, gastronomía de altos vuelos con productos del huerto y la mar, y un lugar de peregrinaje artístico, la casa de Dalí en Portlligat. 

 

Costa Brava. Brava

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Con las botas puestas

Desde aquí se pueden coger los caminos de ronda para entender por qué a esta costa se la llama Brava, y coleccionar cuevas medio sumergidas, farallones y escollos casi inaccesibles, y calas rocosas de aguas tan claras que se puede observar el fondo a simple vista: erizos, estrellas, pulpos… 

Una carretera se retuerce y remonta la sierra de Verdera rumbo sur hasta depositar al visitante en el inmenso golfo de Rosas, que griegos y romanos colonizaron y llenaron de villas rodeadas de campos de trigo y frutales. Aquí desembocan las aguas de La Muga y del Fluvià, las marismas de los Aiguamolls de l’Empordà atraen a miles de aves migratorias y las playas son largas y de arena.

Roses

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Tres paisajes en uno

Este panorama demuestra con un golpe de vista que el Empordà alberga tres universos: la montaña, el mar y el llano. De paisaje y carácter distintos, los tres están hermanados por la historia, por un clima afable que al viento del norte le gusta trastocar y por la genialidad de artistas y escritores como Salvador Dalí, Josep Pla o el escultor Pere Noguera. 

En el norte, frontera natural con Francia, la sierra de la Albera respira un aire indómito, huraño, un mundo de cazadores, de bosques y cumbres, donde la gente tiende a las pocas palabras. En el Cap de Creus se percibe otro matiz, a la par salvaje pero más dado a la filosofía, más inclinado a la fantasía; porque aquí la tierra es igualmente severa, pero el mar la dulcifica y la abre a otros pueblos mediterráneos, desde los griegos y romanos a los colonos que llevaron a las Baleares su catalán «salat», que forma los artículos con ese en lugar de ele. 

 

Museu Dalí. Figueres

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Ciudades con mucho arte

Pero hablábamos de tres universos, y nos queda uno por catar: la plana, el llano, el mundo de las tierras fluviales, sabrosas, las masías señoriales y las localidades que aún preservan su trazado medieval. De la división comarcal de 1936 nacieron el Alt Empordà y el Baix Empordà, con el macizo del Montgrí como frontera natural.

Ambas comarcas reproducen a pequeña escala el mismo patrón: dos golfos suaves y alargados; dos capitales, Figueres y La Bisbal en el centro, es decir, dos mercados; y dos ríos principales, el Fluvià al norte y el Ter al sur.

 

Llanura

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El Empordà de oro

En Figueres, después de visitar el museo que Dalí inauguró en su ciudad natal y rendir homenaje a otro figuerense ilustre, el inventor del submarino Narcís Monturiol, nos adentramos en la plana. El llano del Alt Empordà compite en la liga paisajística de la Toscana o la Provenza, con sus olivares, bosquecillos de ribera y filas de cipreses que separan y protegen los campos de maíz y los viñedos, masías y pueblecitos restaurados con gusto y delicadeza. A nivel pictórico no se puede pedir más. 

Los nombres de los pueblos recuerdan los tiempos romanos: Vilamorell, Vilarig, Vilajoan, Vilarnadal, Vilagut, Vilartoli, Vilarrobau, Vilabertran, Viladamat, Vilafant, Vilacolum i Vilamacolum, Vilamalla, Vilamaniscle… Retiro dorado de soldados a los que Roma premió sus años de servicio con tierras fértiles y soleadas, estos pequeños núcleos están hoy conectados por carreteras secundarias que bordean campos, salvan pequeñas colinas o esquivan arroyos en su curso hacia el mar.    

 

Aiguamolls Empordà

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Siempre con prismáticos

La plana se funde con las playas limpias y alargadas del golfo de Roses. Por un lado tenemos los Aiguamolls de l’Empordà, parque natural y segunda zona húmeda en importancia de Catalunya, después del delta del Ebro. Gracias a las luchas ecologistas de los años 70, las casi 5000 hectáreas de arenales y lagunas de este parque natural están pobladas por cientos de aves acuáticas y migratorias que pueden observarse desde miradores camuflados entre los cañizares y los senderos señalizados. 

 

Empúries. Huellas griegas y romanas

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Huellas griegas y romanas

En un extremo del golfo, el municipio de Sant Martí d’Empúries, un pequeño núcleo blanco y libre de coches con una bella iglesia románica, guarda las ruinas de Emporion, un gran recinto que incluye una ciudad griega y una romana. No hay nada comparable a una puesta de sol bañando esas piedras, filtrada la luz por los pinares de la costa, vista desde las ruinas o desde el paseo marítimo de la población marinera de L’Escala, cuna de la gran escritora Caterina Albert (1869-1966), más conocida por su nombre de pluma, Víctor Català.

Castell de Montgrí. Baix Empordà, Montgrí

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Un castillo con vistas panorámicas

Ahora nuestro viaje se adentra en el Baix Empordà. Para hacerse una idea de lo que le espera, el visitante hará bien en subir al castillo del macizo del Montgrí. Tendrá una vista de 360 grados en el centro telúrico del Empordà. Al norte queda la medialuna de Roses y al sur se abre otro golfo, el de Pals, y otro llano de fértiles campos. Al este, el mar gigantesco y la vista mágica de las islas Medes, uno de los últimos refugios naturales marinos de esta costa tan urbanizada. Y al oeste la sierra de las Gavarres, de una espesura total.

Peratallada

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De pueblo en pueblo

En el Baix Empordà todo es más modesto que en el Alt, pero se mantiene el antiguo espíritu del país. Por el llano discurre el río Ter, que desemboca en una de las playas más queridas por los ampurdaneses, la Gola, entre arrozales y marismas, y sin ningún atisbo de construcción humana.

Tierra adentro vuelven a aparecer pueblos de piedra, milagros feudales que llevan los nombres de Monells, Peratallada o Foixà, entre muchos otros. Lugares donde comer manzanas rellenas de carne, recuit (requesón), pollo con cigalas, congrio con guisantes o el famoso civet de jabalí. También hay curiosidades, como las tumbas antropomórficas de Canapost, el poblado íbero de Ullastret y las canteras prehistóricas de Sant Julià. En esta parte del Empordà las disposiciones paisajísticas se antojan la obra de un jardinero cósmico. Lomas suaves, recodos frondosos, prados diamantinos y rincones donde tener sueños edénicos, hasta llegar al macizo de las Gavarres.

Parque Natural de las Gavarres. Gavarres

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Adentrarse a lo desconocido

El Parque Natural de les Gavarres es un gran desconocido, a pesar de sus múltiples alicientes. Los habitantes del Baix lo consideran un guardián de la comarca y, al mismo tiempo, un patio trasero y secreto. Sus bosques y montes son generosos en pozos de hielo, ermitas, hornos de cal, aldeas y minas abandonadas, cementerios y megalitos sepultados por las zarzas que se descubren gracias a un sinfín de caminos. En el espectáculo de los alcornocales, los arroyos y pozas, volvemos a encontrar la montaña.

Entrando al parque desde cualquier pueblo de su corona (La Bisbal, Palafrugell, Palamós o Calonge), el visitante se topa con los alcornoques pelats, es decir, despojados del corcho, esa coloración sanguinolenta que contrasta con los verdes oscuros de una vegetación frondosa e impenetrable. En esta parte del país, la industria corchera generó importantes fortunas, de ahí que las mentadas poblaciones cuenten con grandes casas, casinos, conatos de modernismo y vestigios de un esplendor que todavía reluce. 

 

Cruïlles

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Vestigios en cada rincón

La segunda atracción por antonomasia de les Gavarres son las fuentes del río Daró, el hermano pequeño del río Ter. Subiendo desde el pequeño núcleo de Cruïlles, que posee una torre románica única en el mundo, se accede a un paraje prístino. Con un estanque navegable, nutrido por la cascada del Col·lonar, y con unas vistas sobre el Empordà entero que dejan boquiabierto a cualquiera. Aquí nace un río, casi nada, pero también fluye la sensación de que el mundo ya existía mucho antes de llegar la humanidad.

Begur

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La Costa Brava más célebre

Llega el momento de visitar la Costa Brava más publicitada y no por ello prescindible. Igual que en el norte los Pirineos se «mediterranizan» en el Cap de Creus, aquí las Gavarres conquistan el mar en el cabo de Begur y en el cabo de Sant Sebastià. Nadie pone en duda que la estampa de Begur, con su castillo asomado a 200 m sobre el mar, es de las más impresionantes de la zona. Pueblo marinero y de montaña a la vez, también destaca por su patrimonio arquitectónico. Se disputa con Palafrugell, Palamós y Sant Feliu de Guíxols el mayor número de casas de «americanos», también llamados «indianos», que en el siglo XIX volvieron de Cuba con los bolsillos llenos. Begur les dedica una fiesta y feria el primer fin de semana de septiembre.

Un siglo después, con el ímpetu del turismo, esta costa atrajo no solo a urbanitas en busca de segundas residencias, sino también a escritores y artistas bohemios, nacionales e internacionales. En los años 60, para los pescadores de Palamós no era raro ver pasear a Truman Capote al atardecer, mientras no muy lejos de allí Tom Sharpe se tomaba una ginebra en el balcón de su casa de Llafranc, y Ava Gardner paseaba sus encantos por un Begur aún en blanco y negro.

 

Palafrugell

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Un reflejo blanco

Llegados a esta altura del viaje, la joya de la corona son, sin duda, las calas. Un tramo de costa tan accidentado que con solo transitarlo por el camino de ronda uno se hace la idea de lo salvaje que puede llegar a ser el paraíso. Sa Riera, Sa Tuna, Aiguafreda y Aiguablava, una tras otra estas calas parecen diseñadas para ser admiradas en actitud reverente. 

Al entrar en el municipio de Palafrugell, el espectáculo se redobla. Pisamos una de las esencias del Empordà, con calas que hablan cada una con un estilo propio. Calella de Palafrugell es marinera, amable por su orientación y con un paseo porticado que enamora: dicen que el mar, visto a través de uno de los arcos del paseo, mejora, si eso acaso es posible en el Empordà. 

 

Tamariu

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Estampas mágicas

Llafranc nos retrotrae a tiempos pasados. Su puerto natural, antiquísimo, con restos de época romana, se abre bajo la mole del cabo de Sant Sebastià, con su faro y sus acantilados, además de un pequeño poblado ibérico y un santuario azotado por todos los vientos. Y al otro lado del cabo, la playa de Tamariu es uno de los secretos que mejor guardan los habitantes de la zona. Tamariu tiene algo de estampa japonesa en primavera cuando los árboles frutales en flor, zarandeados por el viento de garbí, tiñen la pequeña bahía de reflejos blancos y rosados.

Playa del Castell. Castell

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La última playa vírgen

Hacia Palamós el Empordà ya se desdibuja. Allí se halla el poblado íbero de Castell, que domina otro tramo de costa inigualable, con roquedales y una de las últimas playas intactas de Girona. Ante un paisaje así es fácil deducir que los primeros ampurdaneses ya consideraran esta tierra un lugar muy especial.