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Esperando el Monzón

Junio es el mes en el que, si todo va bien, los monzones vendrán a aliviar la sequía en la India y permitirán que el arroz vuelva a crecer en los campos. El viajero que ha vivido esos aguaceros difícilmente los olvida.

El 25 de mayo falleció en París, a los 89 años de edad, el fotógrafo Roland Michaud, quien junto a su esposa Sabrina llevaba seis décadas publicando extraordinarios reportajes y libros de sus viajes por Asia. Recuerdo el asombro que me causó Caravanes de Tartarie (1977), al que acompañarían después en la biblioteca Afghanistan (1980), La route d’or de Samarkand (1983) o La Turquie (1986).

 

En esa obra, los Michaud viajan en pleno invierno con un grupo de nómadas kirguises que atraviesa el Corredor Wakhan al nordeste de Afganistán, un trayecto de 200 km que requiere unos nueve días de marcha. La sobrecogedora belleza de las montañas del Pamir queda inmortalizada en fotografías que National Geographic ya había publicado en su número de abril de 1972. Bibi Djamal acaba de perder a un hijo –los bebés nacidos en invierno difícilmente sobreviven– y la mirada de la joven madre parece sostenerle en la infinitud. El pan que preparan las mujeres kirguises en la yurta es un deleite para los sentidos. Y los ojos de Shakir exprimen toda la poesía de Tartaria, como explica el pie de foto.

 

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Shakir

Foto: Roland Michaud y Michel Michaud

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Los kirguises viajan para intercambiar corderos por trigo con los campesinos wakhis. Un cordero equivale a 62 kg de trigo. La unidad de medida es una taza de té, así que por cada cordero habrá que llenar 3840 boles, todo ello sin que se desperdicie un grano. Un camello cuesta 8 yaks (estos cargan la mitad de peso), 9 caballos o 45 corderos. A 20 grados bajo cero y a esa altitud no es fácil caminar. En ciertos tramos hay que auscultar la capa de hielo sobre el río y seguir el instinto para escoger la estrecha senda por la que se avanza en fila india. “La tierra es dura y el cielo está lejos”, dice un proverbio de Asia Central.

La dignidad de cada retrato y la reverencia con que los Michaud se desenvolvían a través de ese entorno conmovió a más de una generación de viajeros. Cuando la URSS invadió Afganistán y destrozó ese mundo, los Michaud se dedicaron a explorar la India y China.

En 2018, Albert Padrol, fotógrafo y cofundador de la librería Altaïr, invitó a los Michaud al ciclo de conferencias y talleres “Geografies” que organiza cada primavera en Ordino (Andorra) y que ese año estaba dedicado a la India. Él me comunicó el fallecimiento de Michaud. También me pasó el enlace de un documental en que Roland, con 85 años, toma fotografías en la India bajo los aguaceros monzónicos. “Es mi séptimo monzón”, explica con su cámara réflex de película fotográfica en ristre, a la que sería fiel hasta el final. La edición del último libro de los Michaud se anuncia para este otoño. Se titulará Mousson (Ed. Paulsen) y reúne las imágenes de esos siete veranos vividos por la pareja en la India.

Un fotógrafo todavía más famoso, Steve McCurry, ya dedicó en su día una obra memorable a los monzones (Moonsoon, Thames&Hudson, 1988), con imágenes que National Geographic había publicado en 1984. En 1992 preparamos un artículo con algunas de ellas para el número 5 de la revista Altaïr. Y fue precisamente Albert Padrol quien escribió el texto a partir de sus propias vivencias.

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La lluvia del monzón aproximándose a una plantación de té. 

Foto: iStock

En esta primavera en que hacemos Viajes National Geographic trabajando desde nuestras casas, la lluvia nos visita prácticamente cada semana. Reconforta verla caer vivificando el bosque, la tierra o los jardines. Pero como dice Albert Padrol, en Europa un chaparrón se afronta con un paraguas o un chubasquero, mientras que en la India eso de poco sirve. En ese país de contrastes extremos el clima no es la excepción. Entre noviembre y mayo, soplan vientos secos desde Asia central, la atmósfera se llena de polvo y la temperatura sube sin remedio. Pero a partir de junio el aire húmedo fluye en sentido inverso desde el oceáno Índico y se topa con la formidable barrera del Himalaya, que multiplica y hace estallar las nubes. Durante meses, la sequía más absoluta; de repente, la inundación.

Monzón es una palabra que procede del árabe mosem y significa estación. Los mercaderes árabes ya aprovechaban esos vientos de ida y vuelta para navegar hasta la India en verano y regresar en invierno cargados de especias, incienso y maderas tropicales. También Vasco de Gama impulsó con ellos sus velas cuando arribó a las costas de Kerala en 1498.

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Un campesino a las afuera de Bhubaneswar (capital del estado de Odisha, en el este de la India) ara su arrozal durante las lluvias del monzón. 

Foto: iStock

Para una gran parte de la humanidad, un monzón favorable significa prosperidad y salud. Y un mal monzón, hambre, enfermedad o muerte. Si las lluvias llegan tarde o son escasas o desmesuradas, la cosecha puede echarse a perder. Si por el contrario permiten abastecer los graneros, los campesinos no tendrán que abandonar la tierra para malvivir en un suburbio.

En la India cada mes de mayo la inquietud se palpa en el aire. El calor se vuelve sofocante y el agua escasea. Los astrólogos realizan sus predicciones, mientras los meteorólogos analizan las imágenes de los satélites. En los templos hindúes se honra a las deidades propiciatorias. Si el cielo se hace esperar, la imagen de San Antonio sale en procesión en Goa y otras antiguas colonias portuguesas. Pero súbitamente un día de junio, cuando la tensión roza el límite, empiezan a formarse oscuras nubes de tormenta. Cual castillos monumentales, van creciendo como si quisieran tocar el suelo. Y finalmente abren sus odres. Una cortina de gotas grandes, pesadas, tibias al principio, más frías a medida que empapan la ropa y la piel, vela el aire. Pronto un brutal aguacero barre la tierra sedienta. En los días siguientes, la lluvia torrencial vuelve a caer, reiterativa como un mantra, mientras retumban los tambores celestes. Los campos del infinito mosaico agrícola de la India se tornan espejos que reflejan las nubes. Los jardines parecen pequeños estanques. Los ríos multiplican la anchura de sus cauces. Aves y ranas entran en un periodo de frenético dinamismo.

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Inundaciones del monzón en la ciudad de Benarés. 

Foto: iStock

En los valles del Himalaya muchas laderas se vienen abajo. En el golfo de Bengala la distancia entre el océano y el techo del mundo es mínima. Por eso acontecen en él las tempestades más devastadoras. Aliadas con la lluvia, olas enormes se abren paso tierra adentro por los arenosos deltas de Bangladesh. Aguas arriba, en el embudo de las montañas de Assam, donde el río Brahmaputra que ha drenado el norte del Himalaya atraviesa la cordillera para desembocar en el sur, se baten los récords mundiales de precipitación. Pero al oeste de la India, en el Rajastán, cercado por el desierto de Thar, el monzón puede llegar debilitado y la cosecha malograrse por completo.

Al occidental que presencia un monzón suele sorprenderle la naturalidad con que lo viven los autóctonos. La gente apenas se protege de la lluvia. Los trabajos en los arrozales se acrecientan pues urge aprovechar la fertilidad del momento. Las mujeres recogen las hojas del té protegidas por grandes sombreros. Los niños conducen los búfalos intentando vanamente que no se detengan para revolcarse en el agua fangosa. Cuando la tormenta arrecia, los campesinos se acuclillan bajo un plástico o un saco de yute. Por las calles anegadas de las ciudades pedalean los conductores de grandes triciclos transportando a quien puede permitírselo: oficinistas con las perneras del pantalón empapadas y los zapatos en la mano, o mujeres con saris coloridos que la humedad transparenta.

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Campesinas de Golaghat, en Assam, recolectan el té en el valle de Brahmaputra. 

Foto: Shutterstock

Si las aguas siguen aumentando de nivel las familias se pasan días subidas a los techos de sus casas. Quienes carecen de ellas acampan con sus animales sobre un dique o un talud. Allí tienden sus lonas y montan los humildes charpoys (camastros de cuerda trenzada). Pero apenas dos meses después los campos se teñirán de verde esmeralda y el precio de tanta incomodidad se habrá pagado gustosamente.

Se dice que el monzón es la estación más auténticamente india. Durante ella el cielo y la tierra, que llevaban meses dándose la espalda, vuelven a unirse a través del agua. Y gracias a eso la vida que languidecía retorna con renovado vigor. La madre naturaleza prodiga un año más el sustento. Con ello brinda a la mente india, tan amiga de la especulación espiritual, materia de reflexión para seguir buscando el eje que hace girar la rueda más allá de sus incesantes ciclos.

Este texto fue originalmente enviado a todos los suscriptores de la newsletter de Viajes National Geographic.