Café y palomitas

Etiopía: rumbo al sur

Addis Abeba es la primera etapa de un viaje que se adentra en el sur de este inmenso país africano. Las tribus del valle del río Omo trasladan a un fascinante mundo de creencias animistas.

Sumergirse en Etiopía es una sorpresa constante. Heredera del poderoso imperio aksumita y –según la leyenda– de una dinastía que desciende del rey Salomón y la reina de Saba, la antigua Abisinia reivindica su condición de cuna de la humanidad en la figura de Lucy y de segundo país del mundo en abrazar el cristianismo.

«Todo el mundo tiene en la mente las imágenes de la hambruna de los años 80», afirma el guía etíope en un castellano con cadencia cubana, «pero Etiopía es mucho más que eso. Suele haber sequías cíclicas, porque de repente, a consecuencia de El Niño, cada 7 u 8 años, las lluvias se saltan un par de estaciones». Un país que basa el 90% de su economía en la agricultura y donde un tercio de la población vive con poco más de un dólar al día, una sequía puede ser fatal. Pero, «Etiopía es verde, es montaña, es un país fértil que da dos cosechas de café al año. Esa idea que tienen de nosotros no es nuestro país», afirma dolido en su orgullo patrio Negus. Su nombre, en una demostración de la autoestima que rezuma el país, significa rey en amárico.

 
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Addis Abeba: una capital contra todo prejuicio

Basta llegar en septiembre, al final de la temporada de lluvias, para comprobar cómo se alfombra Addis Abeba de margaritas amarillas, la flor de Meskel, como la llaman los locales. Nace a tiempo para una de las celebraciones religiosas etíopes más importantes: Meskel o la Fiesta de la Cruz Verdadera. 

En la ciudad, los puestos del Merkato, uno de los mayores mercados del continente, son un bullicio constante de personas y tráfico. El cielo está preñado de nubes grises que ocultan las suaves colinas de Entoto y el color de los taxis azules, los alegres vestidos y los mantos blanquísimos con que se cubren hombres y mujeres ponen un contrapunto luminoso en unas calles que parecen recién lavadas. Septiembre es el mejor momento para recorrer una Etiopía templada, de noches aún frescas, donde el agua y el verde exuberante desmontan la idea de que este país es una altiplanicie polvorienta y reseca de suelos estériles y agrietados. 

Rumbo al sur, se acaban los suburbios de la capital, las grúas que expanden la ciudad y las precarias casitas de hojalata que se arraciman en la periferia;, las construcciones se espacian y comienzan las cabañas tradicionales de paja con un cercado de ramas, en prados de un verdor que daña los ojos. La arena roja rezuma agua, y vacas delgadas de cuernos altos nos miran pasar con indiferencia bovina. El aire huele a humo, a tierra mojada y a ese olor primigenio y ácido que destila la vegetación exuberante.

 
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UN PAÍS DE RELIGIÓN FASCINANTE

Adadi Mariam es una de las 76 iglesias que, según la tradición, el rey santo Lalibela excavó en diferentes enclaves, y muy especialmente en la ciudad que lleva su nombre en el norte del país. En el siglo xii, con Jerusalén recién conquistada por Saladino, el rey Lalibela recibió en sueños el encargo divino de erigir una nueva Jerusalén en territorio cristiano. Y a ello se aplicó religiosamente. Nunca mejor dicho.

Adadi Mariam conserva la estética troglodita de las iglesias semi monolíticas. Se accede por una escalera tallada en la roca alfombrada de musgo. Un sacerdote de aspecto hierático posa en su entrada sosteniendo un antiquísimo libro ilustrado con el estilo naif que caracteriza los volúmenes de salmos de la iglesia etíope. Angelotes de ojos avellanados miran profundamente entre renglones escritos en gueez, la extinta lengua semítica, usada ya tan solo en la liturgia. Los hombres entran por la puerta norte; las mujeres, por la sur.

Cada iglesia en Etiopía alberga un Tabot, la réplica de las Tablas de la Ley que guarda el Arca de la Alianza, el máximo objeto de reverencia etíope, entre el secretismo de sus muros. «Solo uno, el verdadero, el original, el que Menelik, el hijo de Salomón y la reina de Saba, se trajo desde la mismísima Jerusalén está oculto a buen recaudo», afirma Negus muy seriamente. Sonríe con suficiencia, mientras exclama «es para que los turistas no vayn buscándolo de iglesia en iglesia, creyéndose Indiana Jones».

 
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Un Macondo africano

La sensación de aventura está siempre presente en Etiopía. El sabor de la leyenda impregna su sorprendente historia de realismo mágico y de algo más, un mesianismo, una espiritualidad presente bajo distintas creencias. En dirección a Butajira, se encuentra el conjunto de estelas de Tiya. Está considerado Patrimonio de la Humanidad, pero es tan solo uno de los más de 160 campos de estelas, asociados a enterramientos, descubiertos en el distrito de Sodo. La Unesco advierte de que no se sabe todavía a qué cultura pertenece el de Tiya. Contiene 36 monumentos de hasta 5 m de alto alineados a lo largo de unos 45 m. De ellos, 32 están grabados con símbolos que aún esperan a ser descifrados.

A ambos lados de la carretera que conduce rumbo sur surgen curiosos monolitos, decorados con esculturas y pintados con el mimo de los frescos de las iglesias ortodoxas y el aire ingenuo de la fachada de una escuela infantil. Son tumbas. Por su aspecto se puede deducir el estatus social y económico del fallecido e, incluso, su profesión. 

Unos 9 km al sur de Butajira, comienzan los dominios del demonio. El Lago Sheitan o Lago del Diablo es un espectacular cráter circular con aguas de color esmeralda en el que no se ve sumergirse a nadie. Quizás el nombre disuada. Probablemente la actividad volcánica y el olor a azufre lo asociaran desde el primer momento con una puerta al infierno. Sheitán. Satán. Puede que se discuta con respecto al dios monoteísta, pero en amárico, como en hebreo o en árabe, el demonio tiene un único nombre.

 
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Con clima cantábrico

El clima fresco y brumoso recuerda el del Cantábrico, pero esto es África, a unos 600 km al norte del ecuador y a casi 3000 m de altitud. En el viaje hacia el sur, aparece la falla del Rift, esa grieta gigantesca que se extiende desde el Mar Rojo hasta Mozambique, a lo largo de 4000 km. Sobre el mapa, una hilera de lagos marca el punto por donde África se escindirá dentro de millones de años. Son los hermanos menores del Turkana, el Victoria o el Tanganika, pero no por ello tienen menos vida, especialmente el lago Chamo, en el Parque Nacional de Nechisar.

Una colección de hipopótamos, flamencos y cocodrilos del Nilo de hasta 6 m de largo se amontonan en el lago Chamo, tomando el sol en sus orillas, a escasos centímetros de nuestra embarcación. En tierra, Nechisar es el hogar de cebras, gacelas, búfalos y, según los guardabosques que escoltan durante las rutas, incluso de leones de Abisinia, ese espléndido felino de melena negra símbolo del país. Los locales piensan que los últimos ejemplares aún reinan en el valle del Rift; se niegan a creer que languidecen en un zoo de Addis.

 
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En una galaxia étnica muy lejana...

Los menos de 100 km que separan Arba Minch, grande, caótica y como improvisada, de Konso, puerta de entrada al valle del Omo, suponen un auténtico viaje en el tiempo. El terreno se torna árido, polvoriento. Desaparecen el tráfico y las ciudades. Si hasta aquí. sorprende la profusión de iglesias alternándose con mezquitas, a partir de ahora sorprenderá la diversidad de credos y etnias.

Konso, también conocida como Bakuele, abre la puerta a un puñado de aldeas situadas a 1650 m de altitud, de trazado laberíntico y resguardadas tras empalizadas de madera y muros de piedra que en 2011 la Unesco declaró Patrimonio de la Humanidad. El pueblo konso, de unos 5000 habitantes, vive como lo ha hecho durante los últimos 400 años, cultivando algodón o cereales y recolectando miel de acacia. En sus plazas, se alzan los wagas, un conjunto de tallas de madera en honor a algún guerrero muerto. Una interesante reinterpretación de las estelas de Tiya.

Desde Omorate, se cruza el río Omo en troncos vaciados que ha empujado la corriente. Los dassanech habitan una llanura polvorienta en la que precarias cabañas se alzan al descuido, como si hubieran de ser levantadas en cualquier momento. Son ganaderos, agricultores y pescadores. Los tocados de las mujeres, que antiguamente se adornaban con cortezas de árboles y frutos secos, se pueblan ahora de chapas de refrescos y balas de Kalashnikov.

 
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La economía del posado

Un par de niños se acercan desde la orilla con un corderito en brazos, en busca de la propina que premie la foto perfecta. Todo tiene un aire de postal y el fugaz aroma de lo que está llamado a desaparecer. Hasta aquí llega un turismo de grupos pequeños que se mueven en todoterreno y se alojan en áreas de acampada y lodges recién abiertos. Pocos europeos de paso están dispuestos a prescindir de estas imágenes. Los turoperadores locales lo saben. Y los miembros de estas tribus minoritarias, también. 

Por eso la entrada en las aldeas va precedida de una tarifa que se paga al jefe de la misma y de una negociación que estipula el precio por cada foto. Es una manera de que el viajero deje réditos directos en la zona, algo más que las gracias en un rudimentario amárico que sus  habitantes ni siquiera hablan. Porque las gentes de las orillas del Omo están geográfica y culturalmente mucho más cerca de las tribus nómadas de Sudán o Kenia que de sus paisanos en Addis Abeba.

Tras cruzar otra vez el río, se entra en tierras de los mursi, un pueblo de ascendencia sudanesa que basa su riqueza en el ganado vacuno. Las leyes de Addis quedan aquí relegadas a la autoridad del Consejo, formado por los hombres casados, y especialmente a la opinión de los Jalaba, los hombres de más edad. Prueba de ello es que, pese a la legislación en contra, las niñas aún sufren la mutilación genital en el dimi, un acto social que encumbra –y endeuda– a los padres. Los varones cubren su cuerpo de dibujos geométricos pintados en blanco y las mujeres lucen platillos de cerámica ensartados en su labio inferior.

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¿Unas Olimpiadas o un ritual?

El Parque Nacional de Mago, a unos 30 km de la ciudad de Jinka, es el hogar de grandes mamíferos como el oryx, el búfalo, el elefante, el guepardo o la jirafa, pero también constituye el área de influencia de los hamer. Las mujeres acuden a vender grandes calabazas de leche en los mercados de Dimeka o Turmi, vestidas con sus faldas de piel de cabra y el pelo en trencitas, embadurnado junto a la piel con tinte ocre mezclado con grasa animal. Los hombres deambulan por las carreteras sin más atuendo que su borkota, una banqueta de madera que les sirve de almohada, un taparrabos y un Kalashnikov. 


En los mercados se puede conseguir información sobre el próximo Ukuli Bula, el salto del toro. En este rito de paso los adolescentes varones deben caminar desnudos sobre el lomo de varios toros agrupados, mientras las mujeres jalean a los participantes y se dejan azotar las espaldas para emular la valentía de sus hombres. Una ceremonia propiciatoria ancestral.

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Café con palomitas antes de volver

La ceremonia está clara: hay que degustar los tres cafés reglamentarios acompañados de palomitas de maíz en el mercado de Key Afer (o en cualquiera del país), mientras miembros de diferentes etnias intercambian productos, regatean, comen injera (pan plano como una crep) o beben cerveza en calabazas huecas. 

Es hora de emprender de nuevo el camino del norte. Se deja atrás la sabana y el sol tamizado del atardecer como el que sale de un sueño. Por la A-8, la carretera de los lagos, las cabañas comienzan a transformarse en casas, las mujeres empiezan a cubrir sus cuerpos y la llamada a la oración en dos credos diferentes sustituye las creencias animistas y los ritos ancestrales. 

En el viaje, se ha atravesado un territorio repleto de etnias y creencias sin haber perdido nunca ese contacto con el más allá y las tradiciones que componen la identidad de cada pueblo. El viajero volverá con la sensación de haber hecho un viaje circular no solo en el espacio, sino en el tiempo. Y de que a aún quedan dos o tres siglos antes de aterrizar en el presente.