El nombre de Jerte –pronúnciese en voz baja para no revelar el misterio– es herencia del hidrónimo árabe Xerete, que se presta a una doble interpretación etimológica: «río cristalino» o bien «valle angosto». Quien se haya bañado en sus aguas, que discurren por gargantas y pozas encajadas entre la Sierra de Tormantos y los Montes de Traslasierra, sabe que ambas expresiones son ciertas.
Al encuentro de los cerezos
Al amparo de un microclima privilegiado, bancales y terrazas guarecen la gran joya del valle: los cerezos. Durante diez días, entre finales del mes de marzo y principios de abril, florecerán en una suerte de ola que, en un canto al resurgir de la vida después del duro invierno, de la solana a la umbría y desde su parte baja a la más alta, vestirán al Jerte con un manto níveo de aspecto algodonoso. Para gozar de las distintas perspectivas de la floración, lo ideal es hacer un recorrido por todos sus pueblos. Dominio de buitres leonados, milanos y cabras montesas, las sinuosas carreteras de los altos de Tornavacas, cuyo mirador regala una de las mejores panorámicas del valle, se antojan una extraordinaria carta de presentación. Desde aquí parte la Ruta de Carlos V, conectando el Jerte y la Vera como lo hiciera el emperador en 1556.
A pocos kilómetros del mirador de Tornavacas nace el río Jerte, cuyo curso toma rumbo sur hacia la localidad con la que comparte nombre. Desde el pueblo de Jerte se abre camino otra ruta que, entre robles, fresnos, madroños y sauces conduce a través de la Reserva Natural de la Garganta de los Infiernos, hogar de truchas, tritones y nutrias. Millones de años de inexorable erosión han horadado en el duro granito las llamadas Marmitas de Gigante, conocidas localmente como Los Pilones, y que dan nombre a uno de los parajes con mayor interés geológico de Extremadura. En verano este enclave, al que se llega por un sendero que parte del centro de interpretación del parque, se convierte en un refrescante punto de encuentro para familias y grupos de amigos.

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Aguas abajo nace la Garganta de los Papúos, cañón en el que el agua ha cincelado una sucesión de cascadas y pozas por las que se derrama y salta hasta alcanzar la localidad de Cabezuela del Valle. Este conjunto histórico-artístico de laberínticas y empinadas calles alberga el Museo de la Cereza, que permite entender cómo un millón y medio de cerezos, con sus 40 variedades de perlas carmesí, entre ellas la picota –joya indiscutible de la corona– se han convertido en un modo de vida cuya máxima expresión se materializa durante su recogida, la cerecera.

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La pendiente se suaviza al llegar a Navaconcejo, donde se puede disfrutar de la caldereta extremeña, el picadillo, unas patatas revolcás o la famosa trucha jerteña. Estos sabrosos platos aún se saborean más de regreso de una caminata. Por ejemplo a la Garganta de las Nogaleas, una concatenación de siete suntuosas cascadas bordeadas por el verdor de chopos, alisos y fresnos. Antes de llegar al pueblo de Casas del Castañar, donde todavía conviven campos de cerezos y castaños, la carretera que vertebra el valle del Jerte encadena varios pueblos serranos.
Rumbo al este la pendiente se acusa hasta aparecer Valdastillas, base para descubrir la famosa Cascada del Caozo, y luego el núcleo de Piornal, balcón del Jerte entre piornos y cuyas casas de granito presencian cada año la Fiesta de Interés Turístico Nacional del Jarramplas.

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La recompensa en forma de vistas se prorroga hacia Barrado y posteriormente hasta El Cabrero, donde se elabora la versión jerteña del kirsch, el aguardiente de cereza.
Hacia el oeste aparece Rebollar, pequeño museo transitable de la arquitectura popular de estrechísimos y tortuosos callejones que hereda su nombre de los quejigos, un roble pequeño propio del Mediterráneo y aquí conocido como rebollo. Y finalmente El Torno, donde despedir el valle en compañía de las cuatro esculturas dedicadas a los olvidados de la Guerra Civil del Mirador de la Memoria.
Antes de desembocar en el río Alagón, el del Jerte acaricia Plasencia. Fundada por Alfonso VIII de Castilla con el lema «Ut placeat Deo et hominibus» (para agradar a Dios y a los hombres), es una de las ciudades más esplendorosas de la España medieval. En la actualidad Plasencia sigue cautivando con la misma fuerza con la que sedujo al pincel de Joaquín Sorolla, quien la inmortalizó en su cuadro El Mercado.

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Ubicada cerca de la antigua Vía de la Plata, una muralla jalonada por torreones almenados, tres torres y un alcázar que no ha resistido el embate del tiempo pro- tegieron los edificios blasonados de su casco antiguo, hoy deleite de amantes de la arquitectura, la historia y la heráldica por igual.
Palacios, casas señoriales, iglesias y antiguos conventos delatan intramuros el esplendor pretérito de Plasencia. La ciudad se articula en torno a tres plazas: la Mayor; la de la Catedral, seno de una rareza arquitectónica formalizada en dos catedrales siamesas; y la de San Vicente Ferrer, anexa a la de San Nicolás, y donde destacan el Parador y el Palacio de los Marqueses de Mirabel, en el que por sentencia de un juicio que duró 150 años un gran arco conecta con el barrio judío.
Fuera de las murallas aún resiste al tiempo el acueducto de San Antón, del siglo XVI y con 55 arcos, que conducía el agua hasta la ciudad desde El Torno y Cabezabellosa.
La otra sorpresa arquitectónica de la ciudad tiene fecha más reciente: el Palacio de Congresos, de los arquitectos José Selgas y Lucía Cano, inaugurado en 2017. Con una cubierta de poliuretano que se ilumina de noche, esta insólita estructura encarna la Plasencia más rompedora y vanguardista.
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