A diez metros de profundidad, los rayos del sol inciden oblicuos y palpitantes, como fogonazos lanzados por una bola de discoteca. Desde una oquedad en la pared coralina, una morena asoma su rostro con timidez, aunque en realidad es fiereza. Sobre los buceadores, un cardumen de jureles relampaguea en una coreografía velocísima que parece dictada por un único cerebro. En el fondo, un pez payaso sale de la anémona que refugia a su cría con ímpetu peleón pese al atuendo festivo.
Es toda una demostración de artillería evolutiva la de este mar en la costa noreste de Palawan, la isla filipina más occidental. Una danza darwiniana con la que cada criatura se gana el respeto en uno de los fondos marinos más poblados del planeta. Pero ya en la bangka –la barca tradicional–, con las varas de bambú que la equilibran levantando espuma, la sensación de los buceadores es de haber contemplado el más sereno de los conciertos.