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Filipinas: en busca del edén de las siete mil islas

Un apasionante viaje desde los bosques de coral y su abundante fauna marina hasta las terrazas de arroz esculpidas en las montañas.

A diez metros de profundidad, los rayos del sol inciden oblicuos y palpitantes, como fogonazos lanzados por una bola de discoteca. Desde una oquedad en la pared coralina, una morena asoma su rostro con timidez, aunque en realidad es fiereza. Sobre los buceadores, un cardumen de jureles relampaguea en una coreografía velocísima que parece dictada por un único cerebro. En el fondo, un pez payaso sale de la anémona que refugia a su cría con ímpetu peleón pese al atuendo festivo.

Es toda una demostración de artillería evolutiva la de este mar en la costa noreste de Palawan, la isla filipina más occidental. Una danza darwiniana con la que cada criatura se gana el respeto en uno de los fondos marinos más poblados del planeta. Pero ya en la bangka –la barca tradicional–, con las varas de bambú que la equilibran levantando espuma, la sensación de los buceadores es de haber contemplado el más sereno de los conciertos.

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Filipinas

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¡Bienvenidos a Palawan!

No decae esta impresión al alcanzar la playa hilvanada de cocoteros y el pueblo de Sibaltán, donde empieza este viaje. Se llega volando de Manila a El Nido, la gran localidad turística del este de Palawan. Después hay que subirse una hora más a una moto alquilada o a un jeepney, los vehículos militares estadounidenses que son ahora taxis colectivos y obras de arte rodantes. Merece la pena el esfuerzo para pasar al menos un par de días en este núcleo periférico en el que los únicos lugares de reunión son una iglesia y una cancha de baloncesto, el deporte nacional. La primera, para lucir zapatos lustrados, camisas planchadas, buenos propósitos. La segunda, para saltárselos todos y perder la compostura animando a los niños.

El resto del tiempo, la vida es apacible en Sibaltán, donde los pocos viajeros que llegan se cansan rápido de buscar red con sus móviles. Mejor negociar una salida en bangka o el alquiler de un kayak. Y buscar el pescado más fresco y que la vendedora lo macere en vinagre de coco para que en breve esté listo un kinilaw, el ceviche filipino. Después se puede remar hasta la solitaria isla de Bubog, y pasar buceando las primeras horas de la tarde. Al caer el sol, conviene subir a la colina que alberga Ille Cave, una cueva con restos arqueológicos, donde se constata que alrededor solo hay mar, cocos y anacardos. Y terminar el día bajo el embarcadero tomando una San Miguel, la cerveza que nació en Filipinas.

Filipinas

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En kayak por las lagunas

Alrededor de El Nido se arremolinan las barcas, pero casi ninguna lanza las redes. Este pueblo es uno de los más efervescentes focos turísticos del país. Antes solo resultaba asequible llegar a él desde Puerto Princesa, la capital de Palawan, previa tortura de doce horas engullendo polvo en un autobús que era una licuadora de mochileros. Hoy cada día aterriza una babel de turistas con maletas de ruedas.

No hay que censurarle, sin embargo, a El Nido que un día se cansara de recibir piropos domésticos y que debutara en la escena internacional. Pasar varios días es imprescindible para descubrir el archipiélago de Bacuit, un rosario de islas de escultórica piedra caliza. Muchas albergan lagunas o playas en su interior, accesibles en ocasiones por pasadizos con el ancho de una cintura. Para conocerlas, la infraestructura turística ofrece distintos recorridos en barca. Siempre es mejor, aunque más cara, la opción del tour privado para evitar las aglomeraciones.

Esta estrategia resulta especialmente útil a la hora de visitar las famosas lagunas Small, Secret y Big. Son como burbujas de mar guarecidas entre riscos oscuros pespunteados por una vegetación de un verde casi fluorescente. A la de mayor tamaño se podía acceder antes en barco pero ahora, por protección, hay que hacerlo solo a nado o en kayak, mucho mejor dadas sus dimensiones.

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La isla de las serpientes

Muy apreciada es también Snake Island, una lengua de arena que se extiende entre dos islas y que puede contemplarse a placer con la marea baja. Las cuevas de Cudugnon y la formación conocida como «la Catedral» son monumentales filigranas calizas de ambición gótica. En esta última, su dramática portada anticipa un interior aún más descomunal. Los isleños cuentan que dentro viven serpientes marinas, enamoradas quizás de sus arcos de crucería.

Este reptil rayado de veneno infalible habita por todo el archipiélago y, por extraño que parezca, su paciencia es tan mítica como la de los filipinos. Cabrear a una serpiente de mar exige un ejercicio concienzudo que ni logran los jóvenes locales, que buscan demostrar su virilidad molestándolas. En general, a la temperatura en que un occidental empieza a sulfurarse, a cualquier criatura de este país le quedan cien grados de jovialidad y sabiduría.

Corong Corong

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De isla en isla

Saltar de una isla a otra en barca es un pasatiempo formidable en El Nido, pero hay otras maneras de disfrutar de sus paisajes. En moto o en tricycle (moto con sidecar) se puede llegar a la playa de Nacpan en media hora desde El Nido, aunque la pericia del conductor será esencial pues los caminos no son nada fáciles. Un poco más allá se extiende el surfista y desierto arenal de Duli Beach, donde se puede acampar en una calma completa. El kayak funciona también como filtro de multitudes. Saliendo por la mañana temprano desde la playa de Corong Corong resulta sencillo alcanzar rincones sin bullicio, como Lapus Lapus o Papaya Beach. Esta última, separada únicamente por una formación rocosa de la célebre Seven Commandos Beach. Lo curioso es que a un lado se apretujan los barcos fondeados, huele a bronceador y se apuran cócteles; al otro, unos pocos individuos de espíritu bohemio disfrutan de la tranquilidad.

Corón

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Una lección de historia

El Nido se ha convertido en un nexo óptimo de transportes para visitar las islas de Filipinas. Desde su aeropuerto se puede volar a Corón, la siguiente escala de nuestro viaje. Una alternativa más económica es embarcarse cuatro horas en un ferry rápido o bien nueve horas en uno más lento. Desde Coron Town, en la isla Busuanga, se accede a una naturaleza melliza a la de El Nido, pero más serena y con sorpresa. En el tiempo que dura una pausa publicitaria, la aviación estadounidense acabó con el lustre que le quedaba al Ejército Imperial Japonés en la Segunda Guerra Mundial. Más de una veintena de buques, parapetados entre las islas, se hundieron bombardeados en la bahía de Corón el 14 de septiembre de 1944. Las heridas de esta derrota y de la previa ocupación japonesa de Filipinas aún escuecen en ambos países. En el mar, la memoria la amortiguan centímetros de óxido, gorgonias y algas fosforescentes.

Un paisaje delirante que, por una vez, no está solo al alcance de buceadores veteranos. Aunque la mayoría de los barcos yace a profundidades de más de diez metros, con una máscara y un simple tubo se puede tutear al cañonero Lusong, que acaricia la superficie durante la marea baja. En otro punto, a solo cinco metros comienza ese jardín vertical que es hoy Skeleton Wreck. Las costillas reventadas de este barco resultarían fantasmales si no las atravesara un carnaval de peces loro, escalares o nudibranquios que se contonean.

Recorrer Corón y el archipiélago de Calamianes exigiría meses de disciplinada expedición. Si se cuenta con unos días, una buena opción es combinar los paseos en bangka a los lugares clave con el kayak y otras salidas a puntos menos transitados. Entre los más conocidos están Kayangan Lake y Twin Lagoon. Son lagunas turquesas idílicas, la primera con un mirador que ofrece la imagen icónica de Corón. Los buceadores no pueden perderse esa bacanal sensitiva que es Barracuda Lake. La mezcla que se da en esta laguna de agua salada y dulce a diferentes temperaturas origina termoclinas y haloclinas. Lo que quiere decir que las distintas densidades crean ondas de transparencia variable que, si se miran con ojos de artista, parecen dibujos a acuarela.

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Las colinas de chocolate

En kayak y por la tarde es el mejor momento para descubrir Siete Pecados, unas islas con fondos repletos de corales y estrellas de mar. Más lejos y solitarias están las blanquísimas islas de Pass, Malcapuya o Ditaytayan. Hay viajeros que se asocian, pactan con un barquero y preparan un itinerario que incluye pernoctar en alguna de ellas. No hay nada mejor que, sobre la arena fina, desayunar un mango carabao madurado en el árbol. Según el Libro Guinness es la fruta más dulce de la Tierra. Aunque hasta ahora parezca lo contrario, Filipinas no solo ofrece placeres marítimos. La isla de Bohol, adonde se puede volar desde El Nido o Manila, es rica en arrecifes cercanos, como Balicasag, pero también en paisajes terrestres de increíble belleza. Entre las más sorprendentes se hallan las Colinas de Chocolate. Se trata de más de 1200 montículos redondeados que se tornan ocres durante la estación seca, entre los meses de diciembre y mayo. Hay leyendas que cuentan que son el fruto de una guerra de gigantes o las lágrimas de uno de ellos por su amada fallecida. La versión científica no es menos fabulosa. Habla de sedimentos marinos, de arrecifes aupados por convulsiones geológicas, independizados del océano y tallados después por la erosión de la piedra caliza.

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¡De la playa, al río!

Para llegar a este fabuloso enclave resulta muy práctico fijar la base en el pueblo de Loboc, más relajante que las concurridas playas de Bohol. Desde allí se abren decenas de senderos posibles que exploran no solo las Colinas de Chocolate, sino que también alcanzan los saltos de agua de Pangas Falls; la alternativa al paseo a pie es recorrer en kayak el río Loboc al anochecer y así ver luciérnagas revoloteando sobre las aguas. Son algunos de los atractivos del interior de esta isla de las Bisayas Centrales.

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Los arrozales de Filipinas

La expedición terrestre más aclamada de Filipinas espera en la isla de Luzón, en su región de arrozales. Los niños avanzan dando saltitos por las terrazas de arroz con su mochila escolar. Las lluvias convierten las parcelas en piscinas de las que solo asomaba un ribete de un palmo. Delante de ella, varios senderistas extranjeros caminan por el reborde con sus botas. Sus habitantes, los ifugaos, levantaron estos anfiteatros mastodónticos hace dos mil años a 1500 m de altitud para ganarle espacio agrícola a las montañas.

En la actualidad, en esta tierra plegada sobre sí misma, dos cosas marcan el devenir de los días: la mutación de los brotes que salen del agua del verde al amarillo; y la llegada de los autobuses que, desde Manila, regurgitan viajeros en estado de congelación tras una noche sufriendo el aire acondicionado al estilo filipino. El pueblo de Banaue, donde aterrizan, los derrite rápido con su maremágnum de guías, ofrecimientos de alojamiento mochilero y vendedores de tentempiés. Aunque en el fondo es más tranquilo de lo que parece a primera vista, lo mejor es dormir allí como mucho una noche, el tiempo suficiente de admirar sus terrazas de arroz. Y al día siguiente, tras dejar el equipaje pesado en una consigna y cargar lo justo en la mochila, marcharse unos días a recorrer los alrededores de Batad.

A ese ramillete de casas en mitad de las terrazas se llega obligatoriamente andando. Previamente un jeepney ha depositado al viajero procedente de Banaue en un punto variable del camino dependiendo de lo espabilado que lo haya visto. Este aislamiento, que los jóvenes locales odian, es el mejor conservante de la autenticidad de Batad. Por la tarde, en mitad de la que para los filipinos es la octava maravilla del mundo, los abuelos dormitan en los porches; los labradores regresan de los campos desencorvándose poco a poco tras horas en cuclillas; los niños juegan al escondite en plena calle entonando los números en castellano. Desde las ventanas, sus madres los reclaman para la «meryenda», igual de cercano tanto el término como la buena costumbre. En breve caerá el sol y aparecerán las luciérnagas. 

Corón