«Allí empezaba y terminaba el mundo. Y nuestras vidas. Todo y nada sabíamos colgados entre el blanco y el azul silenciosos. Como erizo, o conejo, o gaviota, como un animal más, el hombre se asomaba, purificado, mudo, al principio y al final de los tiempos, al Abismo». Este fragmento del poema Cabo de Berbería, de Antonio Colinas, contiene la esencia de la enorme y singular contradicción que define a Formentera: una isla minúscula que, sin embargo, alberga vastas inmensidades. Quien pretenda desentrañar la raíz de sus cualidades oníricas en un fugaz fin de semana, ya puede desechar la idea. La isla de Formentera requiere adaptarse a su tempo, empaparse de sus colores y aprender la lengua de los náufragos que, incapaces de sobreponerse a su embrujo, allí van quedando encallados. Ochenta kilómetros cuadrados nunca dieron para tanto.