Adentrarse en estas tierras es conocer un país que ha mantenido su diferencia dentro de Gran Bretaña aun teniendo por vecina a la poderosa Inglaterra. Gales es una rareza de vitalidad sorprendente. Con un idioma de raíz celta que habla la cuarta parte de su población, el welsch, es además uno de los países del mundo con mayor densidad de castillos, más de seiscientos. Algunos son meras ruinas que aún mantienen la dignidad de un rey desnudo sobre un rocoso cerro o vigilando el mar de Irlanda, mientras que otros, como los de Harlech o Conwy, se alzan sólidos heraldos de un fugitivo pasado.
El mayor patrimonio de Gales lo constituyen sus valles, las oscuras montañas de terciopelo, sus lagos, el caprichoso trazado de la península donde se asienta, su clima lluvioso y tornadizo, y el mismo aire puro que viene del océano. Apenas llegar a Cardiff uno siente el sello inconfundible de lo británico; pero también que aquí lo británico tiene otra tonalidad, una diferente melodía. No solo por su himno y su bandera, en la que domina el dragón rojo sobre un fondo verde y blanco, y dos modestos emblemas –el narciso y el puerro–, sino también por el acento y esos letreros en un idioma que nos hace pensar en la «tierra media» creada por Tolkien en El Señor de los Anillos, pues el escritor se basó en el galés para idear el lenguaje de los elfos.