Con Excalibur en la maleta

Gales, un viaje a los orígenes celtas

Qué ver en este país bucólico repleto de castillos de leyenda y litorales románticos.

Adentrarse en estas tierras es conocer un país que ha mantenido su diferencia dentro de Gran Bretaña aun teniendo por vecina a la poderosa Inglaterra. Gales es una rareza de vitalidad sorprendente. Con un idioma de raíz celta que habla la cuarta parte de su población, el welsch, es además uno de los países del mundo con mayor densidad de castillos, más de seiscientos. Algunos son meras ruinas que aún mantienen la dignidad de un rey desnudo sobre un rocoso cerro o vigilando el mar de Irlanda, mientras que otros, como los de Harlech o Conwy, se alzan sólidos heraldos de un fugitivo pasado.

El mayor patrimonio de Gales lo constituyen sus valles, las oscuras montañas de terciopelo, sus lagos, el caprichoso trazado de la península donde se asienta, su clima lluvioso y tornadizo, y el mismo aire puro que viene del océano. Apenas llegar a Cardiff uno siente el sello inconfundible de lo británico; pero también que aquí lo británico tiene otra tonalidad, una diferente melodía. No solo por su himno y su bandera, en la que domina el dragón rojo sobre un fondo verde y blanco, y dos modestos emblemas –el narciso y el puerro–, sino también por el acento y esos letreros en un idioma que nos hace pensar en la «tierra media» creada por Tolkien en El Señor de los Anillos, pues el escritor se basó en el galés para idear el lenguaje de los elfos. 

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Preludio urbano

Cardiff, la capital de Gales nos descubre sus elegantes arcadas victorianas y las animadas calles de Bute Terrace y St. Mary. Tiene un espléndido Museo Nacional, que reúne historia natural así como una colección de arte. Un lugar perfecto para un paseo al atardecer es la soberbia bahía que abraza la ciudad. En uno de sus numerosos pubs se puede probar un popular plato local, la salchicha de Glamorgan, que pese a su nombre no lleva carne, sino puerro, pan rallado y queso Caerphilly, ideal para acompañarla con una pinta de la cerveza Powys, una de las espléndidas ales que se elaboran en Gales. 

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Qué verde era mi valle

Tras este preludio urbano, hay que ir al valle de Wye, en el corazón del Parque Nacional Brecon Beacons. Se trata del mejor enclave para sumergirse de lleno en una naturaleza entre domesticada y salvaje, oír el canto de sus innumerables pájaros y detener la mirada en sus fabulosas montañas y sus bucólicos prados. El curso del río Wye está sembrado de pueblos diseminados entre valles, como el que Richard Llewellyn evocó, aquel hermoso valle arruinado por la escoria de las minas de carbón, en su extraordinaria novela, convertida luego en película, Qué verde era mi valle (1941), de John Ford.  

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Montañas Negras muy coloridas

Hacia el sureste, las colinas del parque de Brecon Beacons abrigan cuevas y pasajes subterráneos. La villa de Crickhowell, de fachadas georgianas y puente de doce arcos, es la puerta de las Black Montains. Ascender el Pen-y-Fan y luego caminar los 3 km que lo separan del vecino pico Corn Du llena la vista de un majestuoso panorama. Hay que esperar ese instante en que la lluvia se detiene y de golpe el cielo abre una ventana para que el sol ilumine el paisaje brillante de vaguadas y colinas coronadas de castillos mordidos por el tiempo. 

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El dolmen que canta

El dolmen de Pentre Ifan inspiró a otro poeta galés, Gwyneth Lewis, esta evocadora frase: «en esas piedras cantan los horizontes». Se sabe que las enormes piedras azules del crómlech de Stonehenge, en Salisbury, vinieron de las colinas de Preseli y quizá no eran monumentos funerarios como siempre se ha dicho, sino un modo de marcar aquel hogar feliz donde se ha vivido y ha tenido que abandonarse. Mirando hacia el norte desde el dolmen, se divisa la gran olla del valle de Nevern –nombre que sugiere a la vez promesa y prohibición– y al fondo, la amplia bahía de Cardigan.  

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El paisaje del sentimiento trágico...

La región de Snowdonia y su extenso parque natural están asociados en la literatura galesa al sufrimiento y la adversidad. En su famoso poema El bardo, Thomas Gray abunda en este sentimiento trágico ligado a uno de los parajes más bellos de Gran Bretaña que hasta los tiempos modernos se consideraba inhóspito y salvaje. Hoy, esta región es el sueño del caminante, el cielo de los amantes de la naturaleza pura y dura.  

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Y el más romántico

El castillo de Dolbadarn, al pie del monte Snowdon, ofrece la visión clásica, romántica, que el gran paisajista londinense William Turner pintó hacia 1800 del lejano norte de Gales. Turner realizó abundantes dibujos y óleos de paisajes con castillos en Snowdonia, entre ellos los de Caernarforn, Flint y Kidwelly. «Soledad majestuosa, sostén la torre», escribió el pintor acerca de Dolbadarn.  

El viajero actual no encuentra la soledad de antaño, pues el trasiego de excursionistas y viajeros es constante, incluso en invierno. Sin embargo, la variedad de lugares accesibles a pie hace que si uno comienza al rayar el alba, la relativa soledad esté garantizada. Hay además trenes que utilizan las antiguas vías férreas de los mineros de pizarra, por ejemplo para la ascensión al Yr Wyddfa (1085 m), el monte más alto de Gales. El parque natural de Snowdonia se creó en 1998 gracias a donaciones particulares, entre ellas una bastante generosa del actor Anthony Hopkins, natural de esta parte del país.

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El finisterre galés

La península de Lynn es el escenario ideal para caminantes sin prisa, para quienes gustan no tanto de irrumpir en el paisaje con avidez como dejarse llevar por él olvidando el tiempo. Al fin y al cabo, en estos parajes de Gales el tiempo carece de importancia. Una vez en la punta de la península, en Aberdaron, se puede seguir un camino que lleva a Braich-y-Pwll, considerado el finisterre galés. El paisaje de colinas verdosas casi peladas, sin árboles, pues el viento puede ser aquí muy fuerte, se anima en las pendientes de la ladera con diseminadas ovejas pastando. Las ruinas de la abadía celta parecen adormecidas, hipnotizadas con el vaivén rítmico de las olas. El mar gris azulado en el que reverbera la luz del sol se ve habitado por una pequeña isla rocosa y más lejos por otra más grande cubierta de hierba en gran parte, la isla de Bardsey. En la tradición celta, esta isla fue un importante lugar de peregrinación en la Edad Media y se dice que en ella hay enterrados veinte mil santos.   

 

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El capricho de Portmeirion

Portmeirion se diría un espejismo provocado por la experiencia mística de Braich-y-Pwll: ¿estamos, de pronto, en Italia o es quizá el Ticino suizo? Así lo parece, pero según el mapa este enclave está a orillas del estrecho de Traeht, donde  la península de Lleyn se une a Snowdonia. Las aguas calmas en que se alza esta monería arquitectónica se mezclan con la niebla que flota entre los edificios de atmósfera mediterránea construidos por sir Clough William-Ellis a lo largo de cincuenta años, desde 1925. Se dice que uno de sus modelos fue Portofino, y es un lugar original que suscita división de opiniones.  

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Beddgelert: el pueblo-postal

En cambio, Beddgelert entusiasma a todos por igual. Con sus encantadoras casas, su iglesia del siglo vii, los murmullos de los dos ríos, Glaslyn y Colwyn, que se encuentran en el puente de piedra, es uno de los pueblos más hermosos de Gales. Está al pie del monte Snowdon, y desde él arrancan senderos inolvidables; fáciles como el que bordea la ribera del Colwyn, y otros más complicados por las laderas rocosas. El poeta romántico William Wordsworth ascendió desde Beddgelert hasta la cima del legendario monte durante toda una noche para ver salir el sol. A tal juvenil excursión pertenecen estos versos: «Cien colinas levantan sus oscuras espaldas / en ese océano inmóvil».  

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Un tren pintoresco hasta el techo de Gales

Llanberis colma esa ansiedad de más belleza que aqueja al viajero al alcanzar este punto del recorrido. Aquí comienza la aventura de llegar en tren a la cumbre de Snowdon. Desde el vagón rojo, impulsados por una vetusta locomotora que lanza un penacho de humo, vemos los lagos gemelos de Llyn Padarn y Llyn Peris, que atraviesan la cadena montañosa, hasta llegar a la estación de Clogwyn. 

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Un castillo XXL

En Caernarfon los romanos erigieron una ciudad fortificada en el margen derecho del río Seiont, frente al estrecho de Menai que comunica con el mar irlandés. El centro de la ciudad atrae de inmediato, con sus murallas del siglo xiv y sus estrechas calles intramuros. Por encima de los techos grises de las casas despuntan las seis gráciles torres almenadas de la impresionante fortificación, uno de los castillos medievales más grandes que existen. Fue en este bastión del nacionalismo galés donde el hijo de la reina Isabel II, Carlos, fue investido Príncipe de Gales en 1969.  

El diseño del castillo de Caernarfon, flanqueado de botes de pesca y un puente colgante, recuerda al de las murallas de Constantinopla en el Bósforo. Su historia es vasta y despliega numerosas intrigas y luchas, como la larga y fallida revuelta que en 1400 lideró Owain Glyndwr –la leyenda asegura que regresará si Gales se ve alguna vez en peligro– contra el rey inglés Enrique IV.  

 

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El faro señala el camino

Apenas pasar el puente que une Bangor con la isla de Anglesey uno queda prendado del soberbio castillo lamido por las aguas tranquilas del estrecho de Menai, así como de la casa Tudor Rose, erigida hacia el 1400, y toda esa placidez de balneario. El paseo por la bahía de Llanddwyn hasta el faro de Twr Mawr ofrece una espectacular vista con las montañas de Snowdonia a lo lejos. En Beaumaris acaba el viaje, pero no el idilio con el país de Gales.