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Gante, Brujas y Amberes: las tres joyas urbanas de Flandes

La región flamenca tiene tres de las ciudades más bellas que se pueden visitar en el centro de Europa.

Las ciudades de este pequeño país atlántico se presentan como casas de muñecas desde donde el visitante penetra en prodigiosos cuadros, silenciosos beaterios, románticos canales y aromáticas cervecerías. 

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Gante: vistas desde el puente Gransburg

A lado y lado del río Leie, los edificios gableteados del núcleo antiguo de Gante se lanzan destellos en morse desde las ventanas, reflejando el sol cuando este tiene a bien aparecer en la lluviosa Europa atlántica. El río Leie le echa el lazo a la Gante vieja. Dibuja un arco muy cerrado y deja entre sus aguas las zonas con más prosapia de la ciudad, las calles que huelen a gofre. Dicen que el puente de Gransburg es el mejor lugar para extasiarse ante el esplendor arquitectónico de la villa. Las barandillas blancas de hierro forjado se ofrecen como apoyo para gozar de las tranquilas aguas. Ánades reales y fochas, confiados, corretean entre los pies de los paseantes. Los inmuebles más destacados del viejo Gante son una reproducción que tiene poco más de un siglo. Pero destilan autenticidad y hablan de una villa florecida gracias a comerciantes que traficaron con las más preciosas mercaderías. Hay cierto consenso entre los entendidos de lo bello en que podría ser la ciudad más romántica de Flandes y también de Bélgica. 

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Gante: y los alrededores del castillo Gravensteen

En caso de mantenerse en la orilla oriental, el viajero tiene la oportunidad de –en solo dos pasos– colocarse frente a la silueta chaparra del castillo Gravensteen. Tiene todos los complementos de una fortaleza del siglo xii: foso, torretas, banderas con leones rampantes y aspilleras desde las que acribillar a los asaltantes. Por dentro es un museo, indicado para amantes de brillantes armaduras e ingenios pensados para torturar. El castillo es pequeño y se puede rodear en una vueltita que pasa ante los escaparates de abigarradas tiendas de anticuarios y cafés recoletos. Frente al alcázar, camino del puente Kleine Vismarkt, Neptuno preside la antigua lonja de pescado. Enarbola un tridente brillante y puntiagudo. Es un barbudo mazas que monta de pie sobre dos caballos acuáticos. Quien gusta de entretenerse con los detalles labrados en los edificios, en Flandes tiene varias vidas para gastar. 

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Gante: tres plazas para no perderse

Al pasar a la orilla occidental se encuentra uno con las tres plazas que articulan esta villa de más de un cuarto de millón de habitantes que es moderna y antigua a la vez, vital y letárgica. Y todo según se pase por una vía comercial o se entre en una calleja de ladrillo sin apenas aceras ni paisanaje. Grote Markt, Korenmarkt y Vrij-dagmarkt son las tres plazas de referencia de Gante. Se distinguen con una torre cada una que marcan  la silueta característica de la villa. En el batiburrillo de paseantes, coches, tranvías, calesas y puestos de comida, en el último de los emplazamientos citados se monta todos los viernes un mercado que proporciona a los autóctonos la coartada perfecta para encontrarse, pasear, solazarse… y si acaso comprar. Muy cerca, convenientemente apartado a un rincón, se halla la Dulce Rita, un cañón del que Gante se siente muy orgullosa porque al parecer en el siglo xiv era la mayor bombarda del mundo. Ahora los niños se suben a él para jugar y los adultos se arriman para fotografiarse.

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Gante: Realidad aumentada con 'La Adoración del Cordero Místico'

La imponente torre cuadrada de la catedral de San Bavón suele ejercer de brújula al viajero. Va apareciendo y desapareciendo de la vista según el ancho de la calle por la que se pasee. Pero, al final, habrá que desembocar en ella. El reto en forma de 350 escalones conduce hasta la parte más elevada del campanario, que permite una buena panorámica de la ciudad medieval.  

En las tripas del edificio espera el emocionante instante del contacto visual con uno de los cuadros más bellos de la cristiandad. Como aperitivo, las autoridades se han esforzado por crear una visita de realidad aumentada que puede chocar, en el ambiente severo de una basílica gótica. Sin embargo, resulta interesante. Los turistas avanzan con unas gafotas negras que resucitan el estudio de Jan Van Eyck. El propio pintor toma vida en forma de holograma y explica, mientras sus discípulos preparan tablas, pigmentos y pinceles, cómo ideó la pintura que se guarda en la capilla más recóndita del templo y qué quería expresar con ella. El artificio del siglo xxi es notable y hace disfrutar. Pero todavía no hay ordenador que iguale la emoción de enfrentarse al políptico pintado por manos humanas 600 años antes.         

Por razones de conservación, pero puede sospecharse que también por crear una atmósfera impactante, la sala donde se exhibe La Adoración del Cordero Místico permanece en penumbra. El retablo donde se simboliza la entrega de Cristo para la redención de la humanidad brilla como una gema, especialmente después de la última restauración. Refulgen mantos, coronas, prados, palmeras, lanas, medallones, alas de ángel… Podría ser por los rayos que el Espíritu Santo lanza desde la parte superior del cuadro. Con un pellizco de suerte, se puede uno hallar en solitario ante esta magna obra y disponer de unos minutos para atravesarlo con los ojos en silencio. Reconcilia con la especie humana, con la que es tan fácil estar peleado.  

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Gante: y su arquitectura más contemporánea

Aun siendo tan monumental, Gante no es monolítica. Y se ha atrevido a colocar en pleno casco viejo un «granero» de corte moderno. Es el Stadshal, muy cercano al clásico Ayuntamiento flamenco. Entre los vecinos de Gante desata polémicas interminables. Sin embargo, a los ojos del foráneo no aparece postizo sino perfectamente integrado en el discurso visual y la tradición mercantil de la villa. Y protege de la lluvia, aspecto nada baladí en Flandes. En el distrito universitario otro recién llegado, De Krook, el edificio de la biblioteca municipal con forma de pila de libros que ganó el Pritzker, el «Nobel» de la arquitectura. Más arte contemporáneo, este popular: el callejón de Werregarenstraat es una muestra espontánea de los grafiteros de la villa. Los más ortodoxos ocupan fachadas limpias en las que reproducen a los famosos personajes del cómic que Bélgica nos ha regalado.      

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Brujas: una forma relajada de comenzar

Brujas es la preferida de los turistas. Comprensible. Todo lo que sucedió aquí en el siglo xv sigue marcando la pauta. Una ciudad de poco más de cien mil habitantes –es decir, pequeña y paseable– que conserva intacta la mayor parte de su legado medieval. Es inevitable la alucinación de sentirse atrapado en un cuento donde las casas de muñecas son las grandes protagonistas. Antes de sumergirse en el atropello de estímulos que suponen los museos, las plazas, las cervecerías, las bombonerías, los hospitales medievales o los museos, el beaterio es una forma suave de desembarcar en Brujas. Un foso lo rodea y al atravesar el arco de entrada se instala un silencio apuntalado por los rótulos que lo reclaman. En el centro, una arboleda alfombrada de narcisos y rodeada por los edificios blancos que antaño acogieron a las beguinas y hoy a las monjas que caminan presurosas, como queriendo desaparecer de la visión de los extraños.

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Brujas: el mejor mirador

Los canales de Brujas son campo de juego predilecto para ver el sinfín de edificios preciosos desde la quietud de las aguas y sin desgaste de suelas, a bordo de barquichuelos turísticos. Pero en un momento u otro habrá que abordar el laberinto a pie, y desembocar en la catedral, escalar los 366 escalones del campanario para hacerse una idea del apiñamiento urbano. 

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Brujas: Vistas con una cerveza en la mano

Una visión más baja pero también panorámica se obtiene desde la azotea de la fábrica de cerveza De Halve Maan. La visita a la factoría da una buena idea de la importancia prácticamente religiosa que el rubio refresco tiene para los belgas. Se venera la cebada, el lúpulo, el mimo en la producción, el perfume que invade el barrio, el etiquetaje, la historia de los pioneros... El empeño de esa firma por permanecer en el núcleo antiguo es tal que en 2016 construyó una tubería subterránea de tres kilómetros que conecta los tanques de fermentación con la embotelladora, que se encuentra en las afueras.

Museo Groeninge, en Brujas

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Brujas: mucho arte en el Museo Groeninge

Con la oferta de cartas de cervezas que ofrecen los bares de Brujas –muchos, con 200 y 300 referencias–, hay que ser un titán para mantener la cabeza libre de neblinas. Pero se impone resistir si se quieren admirar en todo su esplendor las obras de los pintores flamencos que protagonizaron el Siglo de Oro de la ciudad. O no, tal vez haya a quien trazar eses por los pasillos del Museo Groeninge le haga apreciar mejor sus hipnóticas obras de arte. Hyeronimus Bosch, Hans Memling, Hugo van der Goes o el inevitable Jan van Eyck firman las principales bellezas de los primitivos flamencos. Y están bien acompañados por lienzos y tablas de artistas que comprenden todas las épocas, hasta llegar a las obras de René Magritte, el hombre que se autorretrataba con cara de manzana.  

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Brujas: ¿De verdad esto es una basílica?

Y luego prepararse para una maratón de iglesias. La Basílica de la Santa Sangre no puede tener nombre más oportuno, contiene una reliquia con el «auténtico» fluido vital de Cristo manchando una tela. ¿Es escéptico? No importa, déjese embrujar por la estructura del templo, que parecería más la casa de un mercader ricachón, con una escalinata de entrada que es un delirio decorativo. Siga con La Adoración de los pastores en la iglesia de Nuestra Señora (Onze-Lieve-Vrouwekerk); aparezca por la capilla convertida en museo en Sint-Janshospitaal, donde la pintura de una clase de anatomía de 1679 no puede ser más explícita. Y si no ha saciado cierto gusto macabro, acabe en la capilla de Jerusalén. El altar está decorado con calaveras y tibias que recuerdan el destino que nos espera.   

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Brujas: muelles y nocturnidad

En fechas vacacionales, Brujas se ve literalmente asaltada por ejércitos de foráneos ávidos de embeberse de su belleza. Muchos de ellos tienen la pulsión insensata de marcharse el mismo día, sin pernoctar. Para el viajero paciente, la noche es la oportunidad de oro de caminar por las callejas, a menudo empapadas de un sirimiri que da a la trama urbana un inevitable sabor de película de espías, quizá dejándose atraer por el murmullo de algún subterráneo club de jazz. Los rectores turísticos de la ciudad intentan diseminar a los visitantes y proponen rutas para conocerla más allá del centro siguiendo sus puentes, llevándolos hasta los barrios de Santa Ana y San Gil, a disfrutar de los molinos de viento de madera del confín noroeste o atrayéndolos a sorprendentes museos como el de lámparas o el de la patata frita. Acepten, cualquier excusa vale para quedarse algún día más en Brujas.

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Amberes: Una de las estaciones de tren más bellas del mundo

En Amberes uno desemboca en un tópico, el de que cualquier gran ciudad tiene una estación de tren monumental. La suya es de 1905, cuando las terminales de ferrocarril debían exhibir poderío y presentar aspecto de templos. Esta lo consigue. En el café del piso superior uno se cree merendando en un salón vienés. Está presidido por un gran reloj para que el viajero recuerde la hora de partida de su convoy.  

Al salir de la estación por la puerta principal se encuentran dos escenarios chocantes: a mano derecha está el zoo. De gran solera, como indican los mosaicos dorados que escoltan la entrada. Un león y un tigre que recuerdan su nombre científico en latín y que incitan a la curiosidad por conocer como se ha convertido en un prestigioso centro de investigación y salvamento de especies una de las casas de fieras más antiguas del mundo, abrió sus puertas en 1843. A la izquierda, algo de lo que ya se había oído hablar, pero que no por ello resulta menos exótico: el barrio de los diamantes. Tiendas que titilan hasta obligar a ponerse gafas oscuras. Docenas de ellas, ofreciendo anillos, diademas, pulseras, collares, pendientes, relojes… de alótropos de carbono pasados por el cedazo de los milenios. 

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Amberes: idilio eterno con Rubens

Pero Amberes, como segunda ciudad belga en importancia que es, tiene más caras. Para empezar, la de Pieter Paul Rubens, que aquí es ubicuo. Visitar su casa-museo es un ejercicio saludable para quien piense que se había limitado a pintar señoras con sobrepeso y ligeras de vestimenta. La obra que se exhibe en la laberíntica morada no es extensa pero sí suficiente para entender la genialidad de un artista que, con razón, aparece hasta en la sopa en Amberes. De hecho, la iglesia que alberga su tumba posiblemente no recibiría la visita más que de los feligreses más acérrimos si no fuera porque allí descansan sus huesos. En el desvestido templo está la discreta lápida que los encierra, en la más apartada de sus 23 capillas. Hay un motivo simbólico adicional para poner los pies en la iglesia de San Jacobo: ha sido tradicionalmente el punto de partida de los peregrinos que inician su caminata rumbo a Santiago de Compostela.

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Amberes: belleza analógica en el Museo Plantin-Moretus

En la época de la agonía de los quioscos, los amantes de las imprentas alcanzan un éxtasis místico en el Museo Plantin-Moretus. Es una casa dédalo de crujiente pavimento de madera en el que se va apareciendo en interminables salas que contienen ingenios para imprimir libros, entre ellos dos de los más antiguos del mundo, que se remontan al siglo xvi. Hay millares de millares de tipos móviles de plomo. Y los legos podrán descubrir por qué los periodistas llamamos «caja alta» a las letras mayúsculas y «caja baja» a las minúsculas. También hay cuadros de Rubens –claro–, amigo del impresor que da nombre al museo. Ah, y 30.000 libros antiguos impresos aquí aprietan los estantes. Chocolate, cerveza, jazz, cómics, Eddy Merckx... es imposible no prendarse de Flandes aun cuando no tuviera las ciudades más bellas y románticas del mundo. Sus pintores, barrios medievales, beaterios y castillos, iglesias, plazas y mercados son buenos puntales para los cinco primeros atractivos citados.