Quizá sea porque El Hierro es la más occidental de las siete; después de ella ya no hay más que agua hasta América. O por la extraña sensación de lejanía que provocan los alisios al enredarse en los bosques de laurisilva de Malpaso. En El Hierro las sabinas se retuercen como serpientes para sortear la furia del viento y los barrancos no caen: se suicidan en una caída vertical que continúa cientos de metros bajo la superficie del mar.
El Hierro es naturaleza. Volcánica, negra y agreste. En el faro de Orchilla, en el poniente de la isla, la vista vaga por el océano infinito de lavas y escorias que forjan este extremo de lo extremo y al viajero se le antoja fácil imaginar por qué este paisaje del Averno es el final y no el principio de nada.

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La bruma alimenta el verdor de la laurisilva y el bosque de fayal-brezal, por donde se adentran los senderos que contornean el pico Malpaso y las crestas de El Golfo.
Pasado el pueblo de El Pinar una estrecha cinta de asfalto se interna en el lajial de La Restinga, zona de morfología espectacular. El lajial resume toda la fuerza creadora del vulcanismo. Aunque en El Hierro no hay datada ninguna erupción desde al menos el siglo xvii –aparte de la que tuvo lugar bajo el Mar de las Calmas en 2011–, las evidencias recientes del magma se multiplican. Hay más de 200 conos localizados en su superficie y más de un millar de tubos volcánicos horadan el subsuelo.
Pero es aquí, en el lajial de La Restinga, donde las entrañas de la tierra muestran su más absoluta desnudez. Se puede dejar el coche en un lado de la carretera y dar un paseo a pie por el Pleistoceno a través de este escabroso mar de coladas negras y ocres, que se trenzan como lianas de piedra.
Entre la Punta de Orchilla y La Restinga se despliega la ladera de El Julan, otro impactante monumento natural que derrama sus escarpes de lava solidificada directamente desde la cumbre de Malpaso, a 1.501 m de altitud, hasta unos 500 m por debajo del nivel del mar.
Lo de Malpaso no es un nombre baladí. Así llaman los herreños a la altiplanicie que corona la isla por donde pasaba la única carretera que unía sus extremos –los municipios de Valverde y de Frontera–, y por donde aún se halla la línea imaginaria que separa esos dos mundos distantes, tan lejos uno de otro como la luna y el sol, pese a que la isla tiene apenas 33 km de largo.
En estos pequeños universos insulares la vida se reduce al entorno más próximo, a una realidad inmediata difícil de entender por alguien que no haya nacido en un territorio de apenas 270 km2 rodeado de agua. En El Hierro es ilusorio hablar de núcleos urbanos más allá de Valverde y, en cierta medida, de Frontera. El resto son caseríos diseminados, sin principio ni fin, que fomentan aún más una vida enraizada en la tierra y la cercanía de la familia y no en complejas redes sociales.

Frontera
El campanario de la iglesia de la Candelaria, en lo alto de la montaña Joapira, constituye una referencia visual y acústica en todo el fértil valle de El Golfo.
Tras la apertura en 2003 del túnel bajo los riscos de Tibataje, que permite ir de Valverde a Frontera sin subir por el Malpaso, el aislacionismo herreño se resquebrajó y la isla se ha hecho más grande en relaciones. Aun así siempre resulta más evocador cambiar de vertiente por la vieja carretera de «La Cumbre» que por el túnel. Con un poco de suerte la altiplanicie estará sumida en la densa boira de los alisios, que hacen aún más espectral y fascinante el bosque de laurisilva que pinta la cumbre con un verdor sacado de la prehistoria.
Pero para conocer la verdadera naturaleza de El Hierro hay que calzarse las botas. Y lanzarse por sus vertiginosos senderos. El de Jinama nace junto al curioso campanil exento de la iglesia de la Candelaria, en Frontera, y sube hasta el mirador del mismo nombre a través de las paredes verticales que cierran El Golfo. Lo usaban los herreños para las mudadas: los movimientos trashumantes entre el valle de Frontera y la meseta de Nisdafe, en el altiplano central de la isla.
Aún hoy cuesta imaginar cómo pudieron trazar la senda y acarrear sus enseres por semejante mundo vertical. Ese enorme semicírculo de casi 25 km de diámetro y 1.200 m de altura que cierra el valle de El Golfo es, según los geólogos, la mitad de un gigantesco cráter que dio origen a la isla y que explosionó hace unos 500.000 años, en el mayor cataclismo volcánico que el hombre haya podido datar sobre la superficie terrestre. La otra mitad de la enorme caldera se pulverizó y terminó por hundirse, gracias a lo cual esta porción de costa posee la única plataforma continental en torno a El Hierro. Por la vertiente sur y este, en cambio, el fondo submarino alcanza 1.000 m de profundidad a apenas 2 km de la costa.

Camino de Jinama
Por este espectacular sendero subían y bajaban hasta mediados del siglo pasado los herreños con sus animales y enseres en su trashumancia anual.
Otra ruta senderista célebre es el camino de la Virgen, que cruza la isla de extremo a extremo tocando todas sus cumbres (37 km) y es usado cada cuatro años para la famosa romería de la Virgen de los Reyes –la próxima será en 2021–. La Bajada, como se la conoce, rememora un milagro acaecido en 1745, cuando al sacar la imagen de la Virgen rompió a llover, acabando con una agónica sequía.
La romería empieza al amanecer del primer sábado de julio, cuando los mozos de Sabinosa sacan el trono de la ermita de la Virgen de las Nieves e inician la misma ruta que sus antepasados hacia Valverde. En cada raya entre pueblo y pueblo, el trono cambia de manos y los mozos de esa localidad se hacen cargo de él. Es la excusa utilizada por multitud de herreños de la diáspora –que son más que los que quedan en la isla– para retornar por unos días a su tierra natal.
Y hay muchos más caminos. El de La Restinga es otra senda tradicional restaurada; tiene 22 km, enlaza esta población marinera situada frente al Mar de las Calmas con el Pozo de la Salud y transita por todos los ecosistemas de la isla: pinares, sabinares, dehesas con pastizales y fayal-brezal.
El de los Pastores utiliza el trazado -de un cordal por el que los ganaderos de El Pinar subían a La Dehesa en busca de pastos; tiene 16 km y es de dificultad baja.

Camino de Las Playas
Los acantilados de El Hierro –por los que se encaraman antiguos
caminos de mulas– y las boscosas alturas expuestas a los vientos alisios
configuran un mosaico de paisajes que merece ser descubierto a pie.
GTRES
En un mundo tan vertical no es extraño que abunden también los miradores. Desde el ya citado de Jinama se tiene una vista soberbia del valle de El Golfo, en cuyo fondo crecen piñas, plátanos y vides sobre bancales de negra escoria.
Similar orientación tiene el que quizá sea el balcón más visitado de la isla: el mirador de la Peña, construido por César Manrique con la piedra volcánica del entorno junto con un restaurante escuela anexo. A su pies se abren mil metros de caída libre por la Fuga de Gorreta, un cantil de absoluta verticalidad por el que sin embargo se aventuraban los pastores herreños ayudados tan solo por un palo-pértiga.
En la vertiente sur se encuentra la Hoya del Morcillo, desde donde se disfruta de magníficos atardeceres sobre los pinares que tapizan esta ladera de la isla. Y en la carretera de El Pinar a Valverde, poco antes de Isora, aguarda el adrenalínico mirador de Las Playas.
La vista se pierde en un abismo negro de más de mil metros que desemboca en Las Playas, una de las pocas zonas llanas de la costa herreña, donde en tiempos de Manuel Fraga como ministro de Información y Turismo franquista se levantó un Parador que sigue siendo el alojamiento más exclusivo de la isla. Y con el mejor envoltorio: un paraje decorado de arenas y piedras negras, salpicado por dragos, palmeras, cactus y plantas tropicales. Frente a frente con el Atlántico. La naturaleza más prístina de una isla orgullosa de sus soledades.