Con solo mencionar su nombre, Cuenca evoca la imagen de una ciudad trazada en la roca y asentada en un enclave imposible. Nombrarla es pensar en la proeza de sus casas colgadas –que no colgantes– desafiando la gravedad; en la brecha labrada por los ríos Júcar y Huécar en hoces vertiginosas; en los zarajos, el morteruelo y otros bocados sabrosos de su cocina tradicional.
También es aspirar la atmósfera medieval que desprenden sus calles y plazas. Y contagiarse del silencio que invade sus empinadas cuestas, así como los miles de recodos que se descubren en cada nueva visita. Cuenca presume de tener uno de los cascos históricos más bellos del país, declarado Patrimonio de la Humanidad. Un entramado monumental elevado sobre una atalaya rocosa, que resulta extremadamente fotogénico. Pero además la ciudad mira al futuro con guiños a la arquitectura contemporánea y su condición de anfitriona del arte abstracto, que propician el equilibrio perfecto entre tradición y nuevas tendencias.