
Madeira es una sucesión de telones de montañas surcadas por profundos valles (ribeiras), por los que primero bajó la lava y después, el agua. Hace seis siglos, cuando los portugueses no habían avistado sus costas pero ya figuraba en alguna carta náutica genovesa, la isla estaba cubierta por la laurisilva, un bosque cuyos árboles tienen hojas similares a las del laurel –alargadas, ovales y recubiertas de cera–. Asombrados ante la foresta, los marinos portugueses encabezados por João Gonçalves Zarco la llamaron Madeira (madera). Los colonos despejaron el terreno con fuego y pronto la caña de azúcar, traída de Sicilia, tapizó la vertiente sur. La villa de Funchal, fundada en 1425, se convirtió en un activo puerto.
Pero aunque Funchal sea hoy la base habitual para conocer la isla, merece la pena partir y recorrer la fabulosa costa norte, pernoctando en alojamientos rurales o apacibles pueblos de pescadores: Porto da Cruz, Faial, Arco de São Jorge, São Vicente, Porto Moniz... La exuberante vegetación trepa por los acantilados en pos de las nubes y algunas cataratas saltan sobre la carretera o caen directamente al mar.