
Las 17.000 islas que conforman la república indonesia se hallan en el extremo asiático del Cinturón de Fuego del Pacífico, la zona de mayor actividad sísmica del mundo. De ahí que los conos volcánicos, la tierra negra y porosa, se hallen por doquier en ese país situado donde dos grandes océanos –el Índico y el Pacífico– se dan un beso líquido.
Al caminar hacia las laderas del Gunung Bromo, una harina gris reboza las botas de los visitantes, que tienen la sensación de necesitar escafandra, pues el paisaje no puede ser más extraterrestre. En la estación seca el volcán es del color del león, rayado por las coladas de lava solidificadas, y se alza dentro de un cráter más antiguo. La gran llanura que lo rodea está cubierta por una neblina fantasmagórica. Las erupciones son tan frecuentes que la escalera tallada para facilitar la ascensión desaparece una y otra vez, destruida por la lava y las fracturas en la roca. En octubre de 2016 el volcán tuvo el último arrebato.
Los seres humanos consideran sagrada a esta montaña, signo del estado de ánimo de los dioses, y se afanan en subirla en un ambiente que es batiburrillo de veneración, asombro y celebración. Pero el volcán se empeña en deshacerse de la lava que se gesta en su interior, cubriendo el valle circundante de una ceniza fina que, por momentos, arruina pueblos y cultivos. Con el paso del tiempo, sin embargo, esa fuente de minerales se convierte en la tierra fértil que, conjugada con las lluvias del trópico, da como resultado uno de los países más feraces.
Cruzando la agreste Java oriental, donde las plantaciones de café dan unos frutos que son como rubíes con los que se elabora un néctar delicioso, se tiene la sensación de haber cambiado de isla, comparando con las aglomeraciones urbanas de la zona occidental. La isla más poblada del país se convierte aquí en una red de aldeas y pequeñas ciudades pendientes de la agricultura y la ganadería. Y también de robarle al cono del Kawah Ijen su epidermis de azufre.
Retrocedemos hacia el interior de Java para recalar en Yogyakarta –la segunda ciudad en importancia tras Yakarta, la capital, 500 kilómetros al oeste–, base para algunas de las visitas más interesantes. Se trata de una urbe que roza el millón de habitantes, desperdigada y con cierto orden urbanístico, siguiendo las directrices que le marca su kraton (recinto real amurallado). En cuanto sobrepasemos los límites urbanos hallaremos la figura del volcán Gunung Merapi, un gemelo del Fuji japonés que ha fertilizado esta parte de la isla.
Templos de lava
Borobudur es un mandala tridimensional de nueve pisos de altura que se asienta sobre una plataforma cuadrada
Con la lava solidificada del Merapi se construyeron los dos recintos religiosos más notables de Indonesia, de los más impactantes del mundo. Borobudur es un mandala tridimensional de nueve pisos de altura que se asienta sobre una plataforma cuadrada. Dos millones de bloques de piedra. Allí, el viajero entra con reverencia por pequeñas puertas que van franqueando el paso a rellanos repletos de esculturas con budas encerrados en campanas de celosía (más de 500) y asciende por una metáfora de piedra negra y relieves barrocos hasta el estadio superior o nirvana. Desde lo alto no se puede ver la base –las miserias del mundo fenoménico del samsara– y desde el inicio no se vislumbra el final –la Iluminación–. El universo budista tallado con cincel hace más de un milenio.
Muy cerca de allí, al este de Yogyakarta, edificios cónicos y macizos como cohetes pinchan el cielo para recordarnos el período en que Java fue un reino hindú. En Prambanan, más de 200 construcciones ricamente ornamentadas dedicadas a la Trimurti –los dioses Brahma, Shiva y Vishnú– recuerdan el texto épico del Ramayana y ocultan gigantescas pero delicadas estatuas de las principales deidades hindúes. Nuevamente la roca negra y gris, fruto de la barriga de los volcanes, es el material en que se esculpió este recinto sagrado entre los siglos VIII y X. Agujas que se elevan hasta los 50 metros y conectan real y simbólicamente el cielo con la tierra. La visión circundante de palmeras y arrozales, de un verde cegador, casa a la perfección, en un paisaje por completo onírico.
Crucen el Mar de Java de sur a norte en un barquito de pescadores alquilado, en un ferri o bien a bordo de un avión para saltar a Kalimantan, la parte indonesia de la isla de Borneo. Allí se encuentra una de las grandes selvas tropicales del planeta, y casi todos los orangutanes salvajes del mundo. En el Parque Nacional Tanjung Puting se puede tener un contacto con ellos. Los klotoks –barcos fluviales tradicionales– remontan el río Sungai Sekonyer y transportan a los viajeros hasta las porciones de selva en que viven estos primos ancestrales nuestros. Orang hutan significa persona de la selva, en idioma local. Nos daremos perfecta cuenta de lo acertado del nombre al ver las evoluciones de estos primates pelirrojos que pueden tener un aspecto desgarbado por sus largas extremidades pero que presentan la faz de un niño observador. Nos miran con tanta fijeza como nosotros a ellos.
En una excursión de entre 1 y 3 jornadas, alojándose en el barco y caminando por los senderos del parque que saltó a la fama gracias a los esfuerzos de la primatóloga Biruté Galdikas (una de Los ángeles de Leakey, junto a Diane Fossey y Jane Goodall), se obtienen frecuentes avistamientos de orangutanes, que acuden a recoger la comida dejada por los guardas cuando la fruta escasea en la selva, durante la estación seca. Es una de las experiencias naturalísticas más gratificantes que se pueden obtener en Indonesia, teniendo en cuenta lo esquiva de su fauna, oculta en junglas impenetrables. Y una de las más sencillas, pues los orangutanes reintroducidos en la selva se muestran poco temerosos del ser humano.
Al cruzar el Estrecho de Macasar y saltar de Borneo a Sulawesi se traviesa una frontera invisible, la Línea de Wallace. La trazó el geógrafo y explorador Alfred Russel Wallace, señalando el lugar donde los reinos asiático y oceánico se separaban. A partir de aquí las plantas y los animales cambian totalmente. Pero, sobre todo, se llega a una isla absolutamente singular.
La isla de los toraja
Con la estrambótica forma de una letra π con un largo penacho, Sulawesi es la tierra de un grupo étnico legendario, los toraja. Este conglomerado de pueblos habita la franja central, un territorio montañoso y selvático donde, además de las palmeras, destacan en el horizonte los tejados de sus extraordinarias casas, en forma de barco. Son viviendas que agrupan familias enteras en el sentido más amplio de la palabra –abuelos, padres, hijos, nietos, primos, tíos…– alzadas sobre grandes columnas de madera que mantienen las habitaciones separadas del húmedo suelo y la llegada de alimañas. Y que se rematan con una cubierta cóncava cubierta de paja trenzada. De ahí que se les llame casas-barco, aunque los antropólogos ven en ellas más una representación de los cuernos del búfalo, el animal fetiche de los toraja. De hecho, suelen colgarse en la columna principal de la fachada las cornamentas de esos animales sacrificados en los rituales. Se alinean de arriba abajo y, cuantas más hay, mejor es la posición de la familia en la escala social.
La mejor manera de visitar Tana Toraja (el país de los toraja) es acercarse a la anodina pero funcional ciudad de Rantepao y allí enterarse de en qué pueblos acogen extranjeros. Por lo general, hay que caminar por la selva, en cortas excursiones bien guiadas. Sin olvidar que Sulawesi es una isla extraordinariamente montañosa, con picos que superan los tres mil metros de altura. Esto, unido a una característica muy especial de altas temperaturas que jamás bajan de los 22 ºC y alcanzan fácilmente los 36 y el régimen de lluvias inusualmente escaso durante la temporada seca, obligan al viajero a moverse en un entorno un tanto sofocante. Pero no hay otra manera de contactar con este grupo étnico que tiene en la celebración de la muerte su elemento más distintivo. Los foráneos son bienvenidos a los festejos, aunque los estómagos sensibles quizá deberían abstenerse de acudir a ciertas ceremonias.
Los toraja celebran dos funerales para sus fallecidos. Uno inmediatamente después del deceso. Y otro meses después, en el centro de la estación seca, al que se invita a familiares y conocidos que viven lejos. Es el momento de sacrificar gallinas, cerdos o búfalos, rituales sangrientos que tienen lugar en un círculo de barro donde el machete se maneja sin contemplaciones. Los cuerpos de los familiares, que se han mantenido momificados en la casa durante meses, se sacan al sol, se visten con sus mejores trajes, se peinan y acicalan. Y después –si se pertenece a una clase con suficiente prestigio social– se escalan los riscos de los montes cercanos con aberturas practicadas en ellos para dar reposo definitivo al difunto, dejándole al cuidado de los tau tau, fetiches de madera que actúan como guardianes del desaparecido. Nichos inaccesibles para garantizar, también, que las tumbas no serán saqueadas, pues los cuerpos se amortajan con sus mejores joyas.
Experiencias tan alejadas de nuestros comportamientos sociales pueden dejar un tanto exhausto emocionalmente al viajero, que necesitará rehacerse en algunos de los parajes idílicos que reserva Sulawesi. Playas de arenas blancas y aguas transparentes como el vidrio son famosas en el extremo norte, en Manado, lugar al que los buceadores se dirigen en peregrinación como a una meca submarina. Pero hay más por toda la isla, mucho menos frecuentados. El pequeño archipiélago de Tukangbesi, en el límite suroriental, o Togean, un grupo de 60 islas abrazadas por las dos grandes penínsulas septentrionales. Paraísos minúsculos en los que bucear junto a tortugas y dugongos y cuyas selvas cuentan con raros animales endémicos, además de con el teatral cangrejo de los cocoteros, un artrópodo gigantesco que trepa a lo alto de los árboles para arrancar sus frutos y despedazarlos con sus pinzas de buldócer.
Paraísos minúsculos en los que bucear junto a tortugas y dugongos y cuyas selvas cuentan con raros animales endémicos
El sur cuenta con mejores carreteras y el acceso es el más sencillo de la isla, aun cuando los montes siguen despeñándose casi directamente sobre el mar. Para llegar a los arenales del norte hay que cruzar la sierra central, lo que convierte el trayecto en algo azaroso y lento.
Aunque Sulawesi no es solo destino subacuático. En los valles de Napu, Besoa y Bada hay más de 400 megalitos desperdigados por los campos de una cultura aún no descifrada. Su función tampoco se conoce, pero llama la atención que las piedras han sido talladas como formas humanas que recuerdan modestamente a los moáis de Pascua, con las manos extendidas cerca de los ombligos y rostros hieráticos de ojos sorprendidos. Tienen más de 4.000 años. Además, en el lago Danau se da una de las mayores concentraciones de orquídeas del planeta, lo que redunda en la idea de que todo es bello en Indonesia: la imagen alienígena de los volcanes, los animales y plantas que pueblan la selva y los grupos humanos que han desarrollado rituales que nos resultan todavía hoy tan extraños como hasta cierto punto comprensibles.