Hasta quienes no han ido a Bretaña tienen postales mentales de ella y saben ubicarla en un mapa. Esto se debe a varios aspectos: una identidad propia, pueblos que parecen recién salidos de la Edad Media, delicias gastronómicas como las crepes, la sidra o las ostras, y esa brillante paleta de colores que dibujan sus paisajes marítimos.
A finales del siglo XIX y principios del XX los pintores postimpresionistas quedaron cautivados por la luz y las formas de la esquina noroccidental de Francia. Entre ellos se encontraba Paul Gauguin, fundador de la escuela de Pont-Aven, quien se instaló aquí a los 38 años para cambiar la vida burguesa de París por la calma inspiradora de la Bretaña porque, en el fondo, también él sabía que Bretaña es el mar.
En cualquiera de las pequeñas islas que configuran el golfo de Morbihan sería un placer despertar como náufrago. Los reflejos cambiantes del agua llaman a veleros que fondean, a buceadores que exploran el fondo marino y a nadadores que emulan al navegante Eric Tabarly, mítico aventurero y regatista que decía que los barcos volaban sobre el mar de Bretaña. Tabarly adoraba bordear la península de Quiberon, desplegada en 30 km de costa con playas salvajes entre las que se alternan yacimientos megalíticos y aldeas ancestrales.