
La Isla de Pascua, Rapa Nui (Isla Grande) en lengua nativa, reúne todos los ingredientes para ser uno de los paisajes naturales más maravillosos de América del Sur: volcanes, acantilados, enigmas arqueológicos y una cultura ancestral que mantiene fuertes vínculos con los pueblos de la Polinesia. La impresión de zambullirse en otra dimensión, en otro mundo, se tiene en el mismo momento del aterrizaje, cuando el piloto debe demostrar su pericia enfilando el estrecho pasillo que queda libre entre dos cerros volcánicos, un auténtico cuello de botella al borde del océano.
Hanga Roa, la capital administrativa, alberga la mayoría de habitantes de Isla de Pascua, las instalaciones hoteleras y las agencias de viaje. Constituye por lo tanto una base perfecta para explorar los enclaves arqueológicos y las mejores playas combinando itinerarios en vehículo con paseos a caballo o a pie. De las grandes rutas que cruzan la isla, la que recorre la costa oeste hasta el volcán Rano Kau ofrece el primer contacto con los gigantes de la isla, los moáis.
A poca distancia de Hanga Roa siete grandes estatuas se erigen alineadas en sentido equinoccial. Es el santuario de Ahu Akivi, donde la tradición dice que se alzan los siete exploradores venidos del mítico continente Hiva. A diferencia de los demás ahus (santuario), fue levantado en el interior y los moáis miran hacia el mar, como si buscaran su lugar de origen.
De regreso a la costa surge el complejo de Tahai, un excelente escenario para espectáculos artísticos frente al mar que conserva diversos moáis tocados con pukao (sombrero de piedra volcánica) y rocas grabadas con petroglifos. En la misma zona existe una cueva con pinturas rupestres de tétrica y turbadora belleza plástica: Ana Kai Tangata, que traducido significa «Caverna del hombre que come carne humana».
Desde este punto es posible ascender al volcán Rano Kau para visitar la ciudadela de Orongo, lugar de culto al gran dios Make-Make, situada al borde del cráter. Justo aquí tenía lugar cada año la investidura del Hombre Pájaro, el Tangata Manu. Los participantes de aquella ceremonia nadaban hasta los islotes Motu Nui, Motu Iti y Motu Kao con la peligrosa misión de recolectar un huevo de golondrina de mar. Desde las ruinas de Orongo la vista puede perderse mar adentro hasta los míticos islotes o bien hacia el interior, recorriendo la laguna de kilómetro y medio de diámetro que ocupa el cráter del Ranu Kau, un auténtico jardín vegetal en medio de un paisaje lunar.
Regresando a Hanga Roa, no lejos del aeropuerto, se vira hacia un bosquecillo para llegar a Vinapú. Este lugar arqueológico ha dado pie a acaloradas discusiones científicas pues tiene un altar ceremonial de casi 80 metros de largo que presenta muros muy parecidos a los bloques de la fortaleza inca de Sacsayhuamán (Perú), aunque más antiguos.
Una costa de lava negra
La segunda gran ruta por la isla conduce al volcán Rano Raraku y su cantera de moáis, las gigantescas y misteriosas estatuas de entre 20 y 40 toneladas. Para ello hay que tomar la carretera que discurre por la costa sur, un paisaje que muestra todos los colores de la paleta, con predominio de ocres y grises, salpicado de bloques de lava negra de distintos tamaños. Este litoral está plagado de monumentos pétreos, ahus, moáis y cuevas donde se recluía a muchachas jóvenes para blanquear su piel, las «vírgenes Neru», muy bien representadas en la película Rapa Nui, que Kevin Reynolds rodó en 1994.
Antes de alcanzar los pies del volcán aparece Tongariki, en la bahía de Hotu Iti. Se trata de un altar funerario con 15 moáis erigidos sobre una plataforma empedrada. Reconstruido en los últimos años por una empresa japonesa, Tongariki es uno de los reclamos de la isla no solo por su relevancia arqueológica, sino también por el espectáculo que ofrece cuando sale el sol.
La cantera del Rano Raraku emerge solitaria al pie del gran cerro del Poike, en el cabo sudeste. La montaña es en realidad un abrupto cono volcánico con una laguna dentro que atesora la materia prima con la que se esculpió el casi millar de moáis de la isla. El explorador noruego Thor Heyerdahl (1914-2002) describe magistralmente el lugar en su libro Aku-Aku como un mundo de muñecos petrificados. De los 400 dispersos entre la falda y la cantera, más de un centenar permanecen sin ojos y en diferentes estadios de tallado: algunos están adheridos a la roca madre, otros han quedado enterrados hasta medio cuerpo. Todos son diferentes, aunque presentan el mismo rostro anguloso, labios finos y sobresalidos, orejas alargadas, maxilares prominentes y brazos delgados acabados en manos de cinco dedos extendidos y el pulgar curvado enmarcando el sexo masculino.
Un baño junto a moáis
La ruta hasta las playas de coral rosado y a Te Pito Kura (el Ombligo de Piedra) es realmente preciosa. Circula por el interior de la isla, desde el extremo sudoeste al centro de la costa norte, y alcanza las bellísimas playas de Anakena y Ovahe. Si los 17 kilómetros de pista se hacen largos, es recomendable hacer un alto a medio camino en la antigua estancia ovejera de Vaitea, a la sombra de un bosque de eucaliptos. Cerca de allí emerge el monte Maunga Pu´i, donde se suele practicar un deporte típico de la isla: el haka pei, que consiste en deslizarse a tumba abierta ladera abajo, estirados sobre un tronco de plátano.
Un desembarco histórico
El valle de Anakena se encuentra a apenas media hora de camino. Por su valor arqueológico, paisajístico e histórico se lo conoce como el Valle de los Reyes de Rapanui. Según la tradición, aquí mismo desembarcó su primer soberano, Hotu Matu´a, con su esposa Vakai y su hermana Ava Rei Pu´a, procedentes de la Polinesia central. Fue el lugar escogido para residir los familiares de los ariki o soberanos de la isla, cuyo templo y sepulturas están bajo el ahu Nau-Nau. Excavado en dos campañas por Thor Heyerdahl (1987 y 1988), Nau Nau posee petroglifos de gran belleza; uno de ellos representa a un ser simiesco dotado de una larga cola o apéndice sexual, y el otro, unas aves marinas.
Aislado encima de una montaña emerge el gigantesco moái Ature Huki, sepultura según parece de la reina Vakai. En la zona sudeste se conservan los cimientos ovalados de la casa donde habitó el rey Hotu Matu´a. Situado frente a una playa de arena coralina y sombreado por cocoteros trasplantados de Tahití, el lugar invita a disfrutar de un almuerzo a base de carne curanto (cocida dentro de un hoyo con piedras al rojo vivo) o de pescado fresco tunuahi, y a refrescarse luego en sus cristalinas aguas.
Desde Anakena siguiendo la pista costera se llega a una caleta de arena rosada, mezcla de coral pulverizado y la escoria color sangre del volcán; con el sol a media altura refulge teñida de rojo. Un poco más allá se halla uno de los enigmas más inquietantes de la isla: Te Pito Kura (Ombligo Elegido), una bola esférica de piedra lisa y posada sobre el suelo, tan enorme que dos hombres no la abastan, situada dentro de un muro circular y acompañada por otras más pequeñas que, con el contacto del sol, se diría que palpitan.
Parecen traídas o caídas del Más Allá. A estas rocas le debe la isla su otro nombre: Te Pito o
Te Henúa, el Ombligo del Mundo.
PARA SABER MÁS
Documentos: pasaporte.
Idioma: español y rapanui.
Moneda: peso chileno; también se aceptan dólares y euros.
Diferencia horaria: 6 horas menos que en España.
Cómo llegar: Existen dos opciones: vuelo directo de Madrid a Santiago de Chile o a Lima (Perú). Ambas ciudades tienen vuelos regulares a Isla de Pascua que duran entre 5 y 6 horas.
Cómo moverse: En la isla no hay transporte público. Los desplazamientos se realizan con agencias, taxis o bien con coche de alquiler.
Actividades: Además de recorridos en coche hasta los enclaves principales, existen agencias que organizan circuitos en barco, rutas a caballo, travesías a pie y salidas de submarinismo. El Museo P. Sebastian Englert es un complemento a los sitios arqueológicos.
Alojamiento: Los escasos hoteles de la isla son de pocas habitaciones y de ambiente familiar. También se alquilan cabañas y casas. La isla cuenta con dos campings.