El eco de Unamuno

De Jandía a Isla de Lobos: la ruta definitiva para conocer Fuerteventura

Un viaje por la isla canaria entre playas épicas, paisajes lunares y pueblos con mucho encanto.

Fuerteventura es grande pero no demasiado; poco poblada y visitada, cumple con lo esencial que uno espera de una isla: mar y playas, un sol infinito, largo y vago pasado, ciertas costumbres, buena comida y un clima benigno y siempre predecible. Se puede echar en falta sombras y otros árboles más frondosos que los bananeros, las palmeras y los cactus, quizá algún amago de bosque donde perderse, pero ahí están las dunas más preciosas y extensas de Europa y ¿acaso existe un paraje tan entretenido e íntimo como el desierto?

En Fuerteventura estuvo cuatro meses confinado el académico y escritor Miguel de Unamuno. Era 1924 y la dictadura de Primo de Rivera le castigaba por sus críticas al régimen y a la monarquía, condenándole a una cárcel de arena que se convirtió al final en el apasionado beso de una amante. «En mi vida he dormido mejor», escribió después, «¡En mi vida he digerido mejor mis íntimas inquietudes!», con el gofio sin duda. Desde París, adonde fue al dejar su destierro, escribió al amigo con el que iba a pescar en la isla:

¡Qué raíces echó ahí mi corazón!

Sí, esta tierra ventilada por los alisios, calentada por el sol y su fuego interno, bendecida por el salitre y la salmodia de las olas deja hondas huellas sino raíces. Al llegar uno puede sentirse deslumbrado por la luz y hasta agobiado por la nube de calima que a veces no deja ver el cielo. Uno puede sentirse confundido por la lentitud de las mañanas caminando hacia una playa recóndita, o por el aparente vacío de las tardes en la capital, digamos en el silencio espeso del pequeño museo dedicado al escritor vasco. Varios días después esas sensaciones se hacen adictivas y empezamos a comprender qué extraordinario debió ser vivir aquí en la primavera de 1924 moviéndose con carros tirados por caballos, sin noticias ni malos sueños, viviendo el día a día entre diálogos y silencios. No es de extrañar que Unamuno dejase de escribir novelas tras esta venturosa experiencia de confinamiento en Fuerteventura, y en cambio escribiese dramas teatrales; ahí están, por ejemplo, Sombras de sueños, que transcurre en una isla perdida, y El otro, ambas obras de 1926.

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Jandía

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Todos los colores de Jandía

Con 100 km de larga y un ancho máximo de 28 km, la isla nos reserva gratas sorpresas, desde sus largas extensiones de arena blanca hasta sus más de veinte volcanes, la mayoría dormidos, el más alto en el sur, en Jandía, desde el cual se domina toda su extensión. Desde esa cima se ve cómo el viento cambia el color de la piel isleña a cada instante: franjas verdes pasan a pardas y de estas al color del marfil o de un campo de girasoles, cuando no de amapolas. A mediodía uno puede apreciar un sinfín de detalles y matices que la luz tenaz revela y que semejan más cercanos de lo que están. Y esos pinos que van saludando con cada una de sus brillantes agujas verdes la llegada incansable de las olas. Y las esparcidas ciudades blancas que parecen haber crecido de la propia lava, flores entre la escoria, y no ser producto de la construcción humana: Antigua, Betancuria, La Oliva, Puerto del Rosario.

Tindaya

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El paisaje lunar de Tindaya

«Casi un esqueleto de isla», llamó Unamuno al armazón de esta tierra cuya encarnadura es la arena y sus músculos enjutos las dunas. Y sobre un esqueleto exquisito nos movemos hasta encontrar el en-sayo de una montaña, que decidió quedarse arrugada en medio de páramos y sembrados cual solo quisiese divisar el mar, su azul mortaja líquida. Tindaya recuerda de muy lejos la roca aborigen australiana y merece una cuidadosa visita, como si fuera una catedral abandonada. De hecho, la abandonó el escultor Eduardo Chillida al dejar a medias un proyecto casi faraónico en el que pretendía relacionar el volcán con el cielo y el mar y que suscita aún división de opiniones. Montaña mágica en las que quedaron grabadas más de trescientas pinturas rupestres, Tindaya es la mayor de un anillo de colinas de color anaranjado en el centro de la isla que a determinadas horas recuerda un paisaje lunar.

Betancuria

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Callejeando por Betancuria

Desde allí nos dirigimos a Betancuria, ciudad de casas encaladas muy juntas en calles estrechas jalonadas de flores, que hace mucho fue la capital (fundada en 1404 por dos navegantes normandos, Gadifer de la Salle y Jean de Bethencourt tras su paso por Lanzarote), cediendo su privilegio tiempo después a Antigua, que luego tuvo que pasarlo a Puerto Cabras, que en 1956 cambió de nombre por Puerto del Rosario, pues había quienes consideraban que no resultaba una denominación digna para la capital de la isla, si bien esos cuadrúpedos dan un excelente queso. Por eso se alza aquí la más imponente iglesia de la isla, Santa María, que fue unos años catedral. Es una maravilla sen-cilla y fresca este templo luminoso, y en él paseamos por sus naves cargadas de silencio y devoción.

Betancuria

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Fiestas y tradiciones

Las gentes de la isla son bastante religiosas, así como propensas a la fiesta, y en Betancuria se celebra un sonado festival a finales de septiembre. Un río de peregrinos se desplaza durante tres días por el camino del río Palmas para festejar a la Virgen de la Peña, cuya estatua fue robada por piratas berberiscos siglos atrás y recuperada después en una cueva por los monjes del monasterio de Betancuria.

Gofio

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¡A comer gofio!

Nos detenemos en uno de sus restaurantes más populares, Casa Santa María, donde es difícil decidirse entre un conejo en salmorejo o un cabrito al horno, en cualquier caso el postre será un queso majorero con gofio, pan dulzón hecho con diversas harinas en las que predomina el maíz, o millo.

Casa del Coronel en La Oliva

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La Casa del Coronel

Pero antes habremos hecho una parada en la Casa del Coronel en La Oliva, un interesante edificio militar que acoge algunos días un mercado artesanal muy particular, ocasión para hacerse con un timple, pequeña guitarra canaria, o bien con bordados típicos y cerámica.

Dunas de Corralejo

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Entre dunas por Corralejo

A menos de 100 km del desierto marroquí, el parque de las Dunas de Corralejo parece una continuación del Sáhara detenido por la marea alta que en cualquier momento pudiera, bajando unas docenas de metros, apearnos en el continente africano. Varias horas aquí es un bálsamo para cualquier inquietud o pesar. Bajar y subir dunas en casi completa soledad y calma, pues la arena no hace ruido, es como la nieve, nos hace olvidar nuestro incesante ajetreo mental.

El Cotillo

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Playas y más playas

Subiendo por la costa norte, una vez dejada atrás la volcánica Montaña Roja, descubrimos largas playas casi vacías en cuyas aguas revueltas esperan las buenas olas las manchas negras de los surfistas. Este es un litoral para los avanzados, igual que las playas de la isla de Lobos, que ya vemos apuntar en el extremo norte. En cambio, los que se inician tendrán mejor acogida por las olas de Morro Jable o el Cotillo.

Isla de Lobos

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La espectacular Isla de Lobos

Llegar a la isla donde en el pasado anidaban los lobos de mar es un trayecto de media hora y sirve para tomar conciencia del perfil de la isla madre y entender por qué los fenicios se asentaron en ella al quedar desplazados del Mediterráneo y dejaron algunos restos de su paso. Como el acceso es restringido a 400 personas a la vez y limitado a cuatro horas de es-ancia, hay que ir en dos ocasiones para disfrutar como merece este pequeño paraíso. La primera para ver el puertito de Lobos, apreciar el silencio del malpaís de piedras basálticas, darse un baño en la playa de la Concha, de aguas de un verde sin nombre, y dar cuenta de unos bocadillos antes de regresar a bordo del ferri.

Isla de Lobos

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El oasis de Unamuno

En la segunda visita al islote de Lobos recorremos sin prisas los diversos senderos que lo circunvalan y subimos a la Caldera, el monte que apenas se yergue cien-to treinta metros, pero desde ahí es como si se viese todo el mundo. Desde luego, Corralejo y los tonos inestables de las montañas y el mar inmenso. El viento azota la cima y compone los colores y las formas de la ladera y el litoral, que cambian en pocos segundos. Quizá Unamuno evocó esta sensación aquí, en el cráter del volcán de Lobos, para escribir el verso «Un oasis me fuiste, isla bendita». La bajada nos deja el contraste de las negras piedras porosas y las ralas matas rojas que circundan el camino al faro de Martiño, así como las lagunillas que siembran el malpaís. Y ya no abrimos la boca sino para degustar una corvina a la brasa en el restaurante del puerto.

Puerto del Rosario

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Al fin, la capital

Los hay que prefieren llamar aún Puerto Cabras a la capital. Y no es extraño, pues es un nombre que enseguida evoca un olor y un sonido, incluso un sabor, algo poco usual. A Unamuno le gustaba, seguro. Pero la modernidad no perdona y Puerto del Rosario sería ahora más desconocido para el vasco que chocante el nuevo nombre. Ahí está su estatua, y el lugar donde pasó esos benditos cuatro meses convertido en una casa de recuerdos. Y la ciudad sigue siendo interesante como lo fue entonces, con sus calles viejas casi intocadas, sobre todo en el barrio del Charco, sus fachadas de cal y piedras negras.

Morro Jable. A lo César Manrique

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A lo César Manrique

 Como curiosidad, el precioso parque de esculturas al aire libre que reúne más de cien piezas, algunas muy interesantes, de conocidos artistas. En menor medida que su vecina Lanzarote, Fuerteventura tiene una vertiente estética y en Morro Jable se alza en el paseo marítimo la gran escultura Fobos, de César Manrique.

Jandía

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El búnker alemán

La península de Jandía, en el extremo sur de la isla, tiene una atracción especial para cineastas e historiadores de la época nazi. El parque natural que alberga el pico de la Zarza, con sus especies botánicas endémicas, sus reptiles y pájaros, así como sus paisajes alucinantes, es el corazón de una región llena de secretos biológicos, geológicos y de especulaciones. En los años 1920, poco después de la estancia de Unamuno, llega a Fuerteventura un ingeniero alemán, Gustav Winter, construye una casa en Jandía, cerca de Cofete y compra casi la península entera. La mansión, situada en la falda de la montaña gris como un capote de las SS, con torreón y porche porticado de cinco arcos, sigue en pie y encantada de sus propias leyendas. Se ha encontrado un búnker en ella como los que los nazis construyeron en el continente. Según algunos, Winter era un espía y creó una red de abastecimiento para los submarinos de Hitler que hundieron tantos barcos aliados en el Atlántico.

Cofete

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Historia en el paraíso

Para otros, como Pedro Fumero, el ocupante de esta casa ahora medio en ruinas, don Gustavo, como le llamaban en la aldea y que murió en 1971 en las Palmas, formó parte de una organización que ayudaba a desaparecer a criminales nazis después del hundimiento del Reich. La casa hubiera servido, según esta teoría, como clínica de cirugía estética para quienes iban a intentar salvarse en Sudamérica. Una estancia de la casa con inusuales desagües y crematorio abona esta teoría. Sea como fuere, el paraje y la casa misma fascinan, del mismo modo que sus aledaños fascinaron a Ridley Scott para rodar en ellos Exodus.

La playa de Cofete está muy cerca; larga y solitaria, llega poca gente aquí. Se diría el confín de las Canarias: mientras miras el horizonte hondo te parece ver emerger uno de aquellos U-boots que eran la gloria de la flota de la cruz gamada. 

Roque del Moro

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Arenales para todos

No muy lejos está el formidable peñasco de Roque del Moro, en cuyas aguas anida una formidable fauna marina, y más al norte la Playa de Barlovento, a la que se accede por senderos, con su islote de las Siete Viudas, que puede ganarse a pie si el mar no está muy bravo. Más abierta e inacabable, hermosa, reflejándose en el mar, es la playa de Sotavento de Jandía. Si en Cofete se diría que el cielo entorna sus ojos, la luz aquí es un deslumbrante haz de rayos que intensifica el arenal interminable, de casi 15 km. Con sus pozas y sus dunas bajas, este es un litoral íntimo, para robinsones, parejas y familias, que conforma muchas playas, como Barca, Mirador y la playa de Malnombre.

Faro del Cotillo

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«sobre tu mar vi el cielo todo abierto»

Al amante de los faros le aguar-dan en el sur como en el resto de la isla varias citas ineludibles. Desde el espigado faro del Matorral, a los pies de la misma playa nudista, hasta el hermoso atardecer en el faro del Cotillo, pasando por el de Entallada, que parece un castillo morisco, o el altísimo de Punta Gavioto, todos ellos tienen una atmósfera de protección y permanencia. Desde ellos uno puedo sentir eso que dejó dicho Unamuno en uno de sus versos: «sobre tu mar vi el cielo todo abierto».