
La historia no ha hecho más que confirmar la geografía. Nos hallamos en un lugar de paso, un corredor entre los Alpes y el Mediterráneo, abierto por un valle y un río, el Adigio, con más de 300 ramales subalternos, como riachuelos, torrentes y lagos que alimenta el deshielo. Por aquí circularon desde siempre ideas y mercancías en ambas direcciones: los antiguos romanos, hacia las brumas bárbaras del norte; y a partir del siglo XVI eran los nórdicos los que iban en pos de la claridad meridional, sobre todo dos siglos después, cuando casi era obligado consumar el rito del Grand Tour que peregrinaba a los tesoros clásicos de Italia. Ese territorio constituye hoy la región del Trentino-Alto Adigio, fronteriza con Austria y formada por dos provincias: Alto Adigio o Tirol del Sur, de habla mayoritariamente alemana y capital en Bolzano, y Trentino, de habla italiana y capital en Trento, por la que discurre nuestro periplo.
Trento es una ciudad repleta de monumentos y joyas artísticas
Por seguir cierto criterio espacial, vayamos primero a las montañas y a la cabecera del valle. Allí se erigen unos picachos mondos, los Dolomitas de Brenta, declarados Patrimonio de la Unesco. Y un parque natural, el Adamello-Brenta, la mayor reserva protegida del Trentino (620 km2), que incluye el dominio de esquí más prestigioso de la zona, con 150 km de pistas.
Núcleo de ese territorio de altura es Madonna di Campiglio, en cuya acogedora piazzeta toman el aperitivo los turistas, al lado de campeones en liza, testas coronadas, gentes de fortuna y la beautiful people del mejor papel couché. No solo en Madonna. En el cercano Val Rendena, Pinzolo sirve de sucursal a esa hoguera de vanidades. Mientras en otro valle próximo, el Val di Non, reina la placidez, tachonada de pomares que surten el 80% de las manzanas italianas. En él se esconden uno de los lagos más azules y secretos, el de Tovel, y un castillo fiero, el de Thun, convertido hoy en museo de recuerdos y costumbres.
Al descender por el valle del Adigio pronto llegamos a Trento, que da nombre a la provincia autónoma y a la región. La que fue una ciudad imperial libre, regida por príncipes-obispos, encarna bien lo peculiar del enclave: ser, más que un mero paso, un punto de encuentro. En efecto, aquí, a medio camino entre el norte protestante y rebelde y el sur católico y combativo, se celebró el Concilio de Trento, buscando apaciguar una Europa convulsa en términos religiosos y políticos. Duró 18 años (1545-1563) y el concilio fijó los moldes de la Contrarreforma, que dio respuesta a la reforma protestante impulsada por Martín Lutero y vigor al barroco.
El famoso Concilio de Trento puso en el mapa a esta ciudad italiana
En Trento, las sesiones conciliares transcurrieron en la iglesia de Santa María, renacentista y grandona, en cuyo órgano llegó a tocar el compositor alemán Händel. Se halla próxima al ombligo de la Piazza del Duomo, con la catedral románica, la Torre Cívica, el Palazzo Pretorio y un cerco de fachadas cubiertas de frescos, acorralando al dios Neptuno de la fuente central. La plaza acoge cada verano la Festa Vigilane, de origen medieval.
Calles trufadas de tiendas ascienden hasta el Castel del Buon Consiglio, la antigua residencia episcopal. Desde su galería o logia veneciana se tiene a los pies,
como amansada, la ciudad entera. Se atisba la geometría como de bloques de hielo del MUSE (Museo de las Ciencias), un diseño de Renzo Piano, distinguido en 2015 como mejor museo europeo del año. Más lejos se cierne el Monte Bondone (1.685 m), como una tentación verde.
Es sin embargo Rovereto, aguas abajo del Adigio, la que se alza con la fama de ser «la Atenas del Trentino». El joven Mozart hizo su debut italiano precisamente aquí, en una botica, y encomió luego en su Don Giovanni, el vino local marzemino; eso ha servido de excusa para celebrar cada mes de agosto un Festival Mozart. Aquí también el arquitecto suizo Mario Bota creó el soberbio MART (Museo de Arte Moderno y Contemporáneo), que exhibe a todos los artistas italianos más importantes del siglo XX.
A Rovereto se la conoce como «la Atenas del Trentino»
Otro título que luce Rovereto es el de «Ciudad de Paz». Como punto estratégico fue castigada por todas las contiendas, sobre todo la Primera Guerra Mundial. Su castillo ya fue convertido en 1921 en Museo de la Guerra, y tres años más tarde, con el bronce de cañones fundidos, se moldeó la Campana de la Paz, que cada atardecer dobla cien veces por los muertos de todas las guerras.
Lagos idílicos como el Toblino, balnearios y castillos se suceden a un lado y otro del río vertebrador del Trentino. Uno de los bastiones más imponentes es el Castelo de Arco, que ya dibujaron Durero y Goethe (lo detuvieron por eso, pensando que era un espía), cuando se encaminaban al Lago di Garda, destino de otros talentos como Nietzsche, Kafka o Thomas Mann, y aristócratas en busca de luz y calor.
Un microclima permite florecer naranjos y limoneros, palmeras, buganvillas y camelias. Riva del Garda es otro polo de atracción del lago. Sosegada, con paseos junto a muelles y terrazas, el MAG (Museo Alto Garda) en un castillo lacustre, ágapes reposados en trattorias surtidas de los vinos y grappas locales. Los aficionados a la vela y el surf aprovechan la brisa matinal (l’ora) o vespertina (vento) y animan este mar interior, mientras los ciclistas parecen obsesionados en escalar los puertos del Giro de Italia. Este territorio no es solo un corredor de tránsitos y encuentros, es un microcosmos y un fascinante caleidoscopio para los sentidos.