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Kenia: un viaje de ensueño entre Masái Mara y el Océano Índico

Kenia es la expresión máxima de la vida salvaje visible. Un territorio de volcanes, llanuras y arrecifes litorales que, en el imaginario mundial, es un edén primigenio de fauna en libertad y tribus irreductibles.

Dicen las malas lenguas que dos primos europeos se repartieron el África oriental en función de que cada uno se quedara con una montaña imponente. Eran el káiser Guillermo II de Alemania (que se adjudicó Tanzania) y el rey Jorge V de Inglaterra, que se agenció Kenia. Quien crea que esta historia es fantasiosa, que abra un atlas. La frontera entre ambos países traza una línea recta desde la costa de Shimoni hasta el lago Victoria, con la salvedad de marcar un quiebro conveniente para que el Kilimanjaro, el techo continental, quedara en el lado meridional. En el costado norte, alejado de la divisoria, permanecería el volcán que da nombre al país, Kenia.

Pegados a esa línea imaginaria se afincan los tesoros de la vida salvaje keniana, los que han llenado la cabeza de los occidentales de llanuras sensacionales donde la ecuación corre-mata-come está revestida de la pátina de la belleza salvaje.

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Kenia

Foto: Getty Images

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La gran migración

En la última semana de junio, una caravana marronosa, un auténtico enjambre de herbívoros abandona las llanuras del Serengueti e, ignorante del acuerdo de los primos, atraviesa la frontera para entrar en la reserva de Masai Mara. Imposible saber cuántos son, pero los biólogos apuntan que al menos se trata de un millón y medio de ñus y otro medio millón de cebras, gacelas, antílopes... que van a buscar los pastos más frescos que acaba de dejar la temporada de lluvias. Solo van allí a «veranear», en septiembre iniciarán el camino en sentido inverso. Los que queden vivos, pues igual que la promesa de una comida vivificante y sabrosa es cierta, también lo es que sus predadores hacen cola como si estuvieran en la charcutería: pasa por delante tanto alimento como jamás podrían haber soñado.

Kenia

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Cruzar el río

Es como una escena bíblica de antes de que Noé se pusiera a clavar tablones. Una hermosa llanura verde a reventar de hierba, adornada por acacias que coronan su copa con una forma plana, columnas que sostienen el infinito cielo africano. Y cientos de miles de herbívoros polvorientos que, tras una duda y un trastabilleo, saltan los márgenes fangosos para cruzar el río Mara. En el agua les esperan monstruosos leviatanes de hasta seis metros de largo capaces de llevarse a las profundidades a un ñu, una gacela Thomson, un impala o incluso una cebra, si es joven y no abulta mucho. Las extenuadas presas que se salvan tienen en la otra orilla a docenas de manadas de leones también esperando su plato.

 

Kenia

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El ciclo de la vida

En la naturaleza no hay policía de proximidad ni juez de paz. Aquí la fauna se devora sin preliminares protocolarios. Y la cadena de la nutrición se pone en marcha. Jaurías de hienas y licaones intentan –y a menudo consiguen– arrebatar las piezas muertas a leones, leopardos y guepardos. Son más eficaces los andrajosos que los elegantes. Los buitres descienden del cielo para un festín de entrañas. Los chacales, con su andar subrepticio, acechan en busca de su parte. Los marabús, con el aspecto siniestro de un prestamista dickensiano, desgarran también su porción de chicha fresca.

Kenia

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El gran viaje que supone un safari

Toda esta representación teatral, cruel y bella a la vez, la contemplan los viajeros desde sus todoterrenos. Están de safari, una palabra suajili que ha saltado al mundo como sinónimo de avistar animales en libertad, aun cuando en puridad signifique, sencillamente, «viaje».             

Kenia

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Los elefantes, en Amboseli

En ese extremo sur de Kenia se agrupan otros de los parques nacionales que los turistas más codician, pues albergan los animales que ansían ver. En Amboseli los habitantes más famosos son los elefantes. En esa reserva hay ejemplares con grandes colmillos, algunos tan largos y pesados que obligan al proboscidio a agachar la cabeza, casi rozando el suelo con sus defensas. Son escasos ya los ejemplares que lucen buenos marfiles, tan esquilmados han estado por la preciosidad de sus dientes externos, que tienen la textura de una joya.

Kenia

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Un vergel de fauna

Uno de los espacios protegidos más antiguos de Kenia es Tsavo. Convenientemente partido en dos sectores, el oriental y el occidental, para dejar que entre ellos circule la carretera que une las dos ciudades más importantes del país, Nairobi y Mombasa. La ventaja es que desde el vehículo, circulando a relativa velocidad por el asfalto, se contempla un vergel de fauna que va a la suya. Leopardos que han subido su presa a la horcadura de una acacia; aves secretario concentradas a la búsqueda de serpientes; rebaños de búfalos ceñudos; guepardos jadeantes tras un esprint infructuoso; princesitas marrones que saltan como gacelas, que para eso lo son; jirafas de pestañas rizadas; gerenuk, que son unos bichos muy raros que podrían estar tranquilamente tomando una copa en la taberna de Star Wars; cebras de Grevy, cuyas rayas son más finitas, porque adelgazan... Un espectáculo absoluto que nunca cansa. Aunque sí lo hace el constante traqueteo de los vehículos por las pistas. Los viajeros, tras los últimos avistamientos crepusculares, se trasladan a románticos campamentos donde cenan a la luz de quinqués y duermen separados de toda esa patulea silvestre tan solo por una fina capa de lona.

Kilimanjaro

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El espectacular Kilimanjaro

Por este flanco sur keniano, desde la costa, se adentraron los primeros misioneros y exploradores europeos. Personajes como Johan Rebmann, quien dijo haber visto montañas nevadas aquí. Fue el primero en avistar el Kilimanjaro. Lo ratificó Johan Ludwig Krapf, que contempló el monte Kenia y aseguró que había hielo en su cumbre. Fueron tomados bien por locos y/o mentirosos.

Gacela Thompson. Gacela

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La delicadez de la gacela de Thompson

Joseph Thomson es el explorador blanco de referencia en esta triza africana. Se adentró en 1883 por Tsavo y más allá a la búsqueda de los grandes lagos. Era un tipo ingenioso, embaucó a los hostiles jefes de tribus locales haciendo «magia» con sal de frutas Eno. Por lo visto la efervescencia del brebaje le confería la categoría de hechicero. Ahora una de las gacelas más delicadas del continente lleva su nombre. Se reconoce por la franja negra que separa el tofe del lomo del blanco de la panza.

Nairobi

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Y por fin, la capital

El tren no fue ni de lejos el éxito comercial esperado. Pero sí la muleta en que se apoyaron los colonos británicos para fundar Nairobi, la capital. Y, acto seguido, expulsar a los nativos masái de las tierras más fértiles y hermosas de las cercanías para instalar sus granjas. Fue una fábrica de héroes románticos británicos: Dennys Finch-Hatton, Beryl Markham, Hugh Cholmondeley, Josslyn Hay, Idina Sackville… y otros no británicos, como Kiki Preston, Alice de Janzé o Karen Blixen, que escribió uno de los principios de libro que han pasado a la historia de la literatura universal: «Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong». Todos ellos aristócratas hedonistas antes que granjeros. Son conocidos por la comunidad de Happy Valley, un desvarío de fiestas colmadas de alcohol, drogas, intercambios de parejas, adulterios y peleas. Sucedió entre 1920 y 1940. Hoy se visitan algunas de sus casas, con los evocadores gramófonos.

Rift

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En la falla el Gran Rift

Es cierto, lo que vieron los misioneros Krapf y Rebmann existe. Son volcanes que sobrepasan los cinco mil metros de altura y que mantienen nieves perpetuas. El monte Kenia se halla casi sobre la línea del Ecuador. De hecho, Nanyuki, la población desde la que suelen hacerse todos los preparativos para la ascensión, está atravesada por la raya que divide la naranja terrestre en dos mitades. El descosido por el que África llegará a partirse, la falla del Gran Rift, discurre por aquí y genera un territorio casi opuesto al de la sabana meridional. Se trata de laderas selváticas, con árboles cubiertos por una niebla permanente, con fantasmales líquenes colgando de las ramas. Cuando se sobrepasan los tres mil metros de altitud, se abren los espacios encharcados en los que aparecen los senecios y las lobelias, unas formaciones vegetales salidas de un viaje lisérgico de Alicia.

K2

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La otra cumbre: el K2

Coronar la punta más alta del Kenia, a 5199 metros, está reservado a los escaladores. Es el K2 africano, no tan alto como el Kilimanjaro (5892 m), pero sí más difícil. Los senderistas se quedan en Punta Lenana, doscientos metros más abajo, el punto más elevado al que se puede llegar sin encordarse. Es un reino frío, poblado por damanes que se acercan al excursionista a mendigar migas de pan.

Nakaru

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Lagos repletos de flamencos

Rift significa «grieta». Una pobre descripción para este costurón que une Mozambique y el mar Rojo y en su desgarramiento va dando paso a lagos que significan vida a espuertas. Kenia solo tiene una porción ínfima del Natrón. Pero luego desparrama el Magadi, el Naivasha, el Nakuru, el Bogoria, el Baringo. O el inmenso Turkana, que merece capítulo aparte.

En esos lagos se producen concentraciones de avifauna sensacionales. Dos millones de flamencos que se mueven en bandadas y parecen una alfombra voladora rosa. Escarban los fondos fangosos en busca de la cianobacteria que les confiere su color característico. Tan tranquilos, en aguas alcalinas colmadas de carbonato sódico, de surgencias termales y hasta géiseres en Bogoria. Paisajes transitados por los masái, el más célebre de los 42 grupos étnicos que conforman el país. Legendarios guerreros que se han visto apartados de su modo de vida tradicional, donde es impensable cultivar la tierra y todo se apuesta a la posesión de ganado. No en vano fue el dios supremo Ngai (que habita la cumbre del monte Kenia) quien les concedió todas las reses del mundo. Así que asaltar los rebaños de otros no es robar sino recuperar lo concedido por gracia divina.

Kenia

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Kenia y su camino hacia la conservación

Los orgullosos morani han tenido que renunciar ahora a su rito de paso de cazar un león para ser considerados guerreros adultos. Y quienes lo hacen son perseguidos por miembros de su propia tribu, convertidos en guardas forestales o en guías expertos. Los masái han entendido que la vida nómada tiene los días contados: la nueva Kenia necesita un buen remanente de vida salvaje para sostenerse como país.

Turkana

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Turkana, el mayor lago alcalino del mundo

En Kenia, la escarificación del Gran Rift llega al paroxismo en Turkana, nombre que igual sirve para el lago, para quienes habitan las orillas y para la lengua que hablan. Aún hoy, es el territorio indómito que Nairobi ve con desidia y temor. Los turkana viven cazando cocodrilos, pescando percas, construyendo sus chozas con ramas de la rala vegetación que proporciona su paisaje onírico. Volcanes que crecen como perfectos conos en medio de algunas de las bahías de la gran superficie lacustre, un gigante de jade que tiene más kilómetros de litoral que la propia costa de Kenia. Frontera con la ingobernable Somalia. 6400 km2 de superficie. El mayor lago alcalino del mundo, el más grande de los situados en un desierto de toda la Tierra. Su morro septentrional se adentra en Etiopía, burlándose nuevamente la naturaleza de las fronteras humanas.

Turkana

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Los pobladores de Turkana

Todos los datos ahuyentan del lago Turkana. Y, sin embargo, es uno de los paisajes más fascinantes del país. Y sus pobladores, pese a su fama de feroces, se prestan bien al intercambio amistoso con las escasas visitas, a las que –lógicamente– ven como una rareza exótica. El desierto de Chalbi es inhóspito, lunar. Los pueblos rendile y gabbre pastorean camellos, con eso está todo dicho.

Para llegar a la región turkana se debe entrar en contacto con una de las aventuras más ignoradas de Kenia, que no está en los folletos de las agencias de safaris: el transporte público. Trayectos delicuescentes en los que el viajero se ve sepultado por las lorzas de una mma (señora, en suajili), entretenido por los balidos y las pulgas de una cabra, sometido a la revisión casi forense de los demás viajeros. Y, si en algún tramo hay exceso de aforo, ir colgado de la carrocería agarrado a los rieles de la baca con los pies en el estribo y la mente puesta en los rezos que se sepan para que no aparezcan grandes socavones. Que aparecen.

Mombasa

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En la isla de Mombasa

Tras la intoxicante belleza y la paliza física que suponen los safaris, lo mejor que un extranjero puede hacer para terminar el viaje en Kenia es deslizarse hasta la costa y gozar de la cultura suajili y unos paisajes que invitan a comer, beber, dormir, leer. Es donde África se pone coqueta y estrecha su cintura.

Dicen que Mombasa se autoproclamó colonia británica. Tenía tanto miedo al saqueo de los portugueses que izó la Union Jack en el Fuerte Jesús. Y los ingleses dijeron que bueno, que se la quedaban. Tan diferente de la cuadriculada Nairobi y situada en una islita, vale la pena perderse unas jornadas por la ciudad. Descascarillada por el salitre, tiene esa dulce decadencia de las zonas litorales tropicales. Desde allí es fácil dar el salto al Parque Nacional Watame, donde además de bucear en el agua hay que hacerlo en el misterio de la ciudad perdida de Gede, cuyo abandono sigue siendo un enigma para los arqueólogos.

Mombasa

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Mombasa, hogar de pescadores

Siguiendo la estela de la tanzana isla de Zanzíbar, el litoral keniano se ha ido rebozando con hoteles, meca del bronceado para italianos. Pero quedan muchos rincones tranquilos, donde olvidar la correosa carne de ñu o búfalo del interior ysometerse a las delicias pesqueras que los dhows –las embarcaciones de vela triangular heredadas de los árabes que poblaron esta costa– acercan cada tarde a las playas.

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Lamu sin prisas

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Lamu sin prisas

Lamu es una islita cuyas casas están construidas con coral. Las palmeras bailan al ritmo del viento, las playas son de arena blanca, el agua tiene la transparencia de la ginebra. Y no hay vehículos a motor, todo se transporta a lomos de asno. De ahí el proverbio local, «quien no posee un burro, es un burro». Un escenario que parece artificial en su perfección.

La ocupación principal del visitante, aquí, es bañarse entre delfines y sestear. Comprobar que los crespúsculos ecuatoriales van a la velocidad del rayo. Y aprender unas pocas expresiones en suajili (hola, ¿cómo está usted?, muy bien gracias, despacito, picante, pollo…). Pero la más importante: Haraka haraka, haina baraka. Las prisas traen mala suerte. Una más, tal vez la mejor, de las muchas lecciones africanas.