Dicen las malas lenguas que dos primos europeos se repartieron el África oriental en función de que cada uno se quedara con una montaña imponente. Eran el káiser Guillermo II de Alemania (que se adjudicó Tanzania) y el rey Jorge V de Inglaterra, que se agenció Kenia. Quien crea que esta historia es fantasiosa, que abra un atlas. La frontera entre ambos países traza una línea recta desde la costa de Shimoni hasta el lago Victoria, con la salvedad de marcar un quiebro conveniente para que el Kilimanjaro, el techo continental, quedara en el lado meridional. En el costado norte, alejado de la divisoria, permanecería el volcán que da nombre al país, Kenia.
Pegados a esa línea imaginaria se afincan los tesoros de la vida salvaje keniana, los que han llenado la cabeza de los occidentales de llanuras sensacionales donde la ecuación corre-mata-come está revestida de la pátina de la belleza salvaje.