
En la Antigüedad se llamó Magna Grecia al territorio del sur de la península itálica y de Sicilia donde se establecieron los colonos griegos. Hoy sus vestigios pueden competir con los de Atenas o el Peloponeso: columnas rematadas en capiteles dóricos y frontones, teatros esplendentes, deidades esculpidas según los cánones… La isla italiana propone un viaje único a través del tiempo, hasta tal punto de que en cualquier momento al visitante le resultará difícil saber en qué momento histórico se halla.
El templo de Segesta se alza en lo alto de un monte tapizado de vegetación, solo 50 kilómetros al oeste de la capital siciliana, Palermo. Esta edificación inacabada del siglo V a.C. ha llegado a nuestros días en un magnífico estado gracias a su aislamiento de los núcleos urbanos. Ante él se entiende, como en pocos lugares, por qué los griegos relacionaban la armonía dórica con la calma del espíritu. El escritor y viajero Guy de Maupassant (1850-1893) afirmó que, al acercarse a esta campiña, tuvo la convicción de que "no cabía colocar allí nada más que un templo griego, y que era aquel el único sitio en que cabía colocarlo". Pero su mejor perspectiva se halla un poco más arriba, cuando remontando otro cerro –a pie o en microbús– se alcanza un teatro griego con capacidad para tres mil personas. Las gradas superiores, las más afectadas por el paso del tiempo, brindan una magnífica vista de todo el valle, y hasta del Mediterráneo al fondo.
En Segesta se pone de manifiesto el exquisito gusto de los griegos al seleccionar enclaves, pero es solo un primer aviso. Más al sur, sin salir de la provincia de Trapani, se encuentra Selinunte. Una gran playa de arenas rubias y aguas de un azul metálico se extiende a los pies de este parque arqueológico, compuesto por varios templos dóricos y santuarios. "La primera impresión es de gran soledad y melancolía", escribió sobre este lugar Lawrence Durrell (1912-1990) en su amena obra Carrusel siciliano. Pero, de nuevo, el aislamiento de las ciudades –aunque sea gracias a colinas artificiales– resulta confortante: la brisa del mar se confunde con el aroma de los pinos y refuerza la sugestión de estar en perfecta comunión con la naturaleza.
Al ser imposible determinar a qué divinidades estaban consagrados, los templos de Selinunte han sido designados con letras del abecedario. Aquellos que lucen en pie, como el E, fueron objeto de un concienzudo trabajo de rehabilitación, pues hace mucho que la ciudad fue destruida cuando los segestinos, tal vez envidiosos del esplendor de Selinunte, se aliaron con Cartago hacia el 409 a.C. y comenzaron un asedio que arrasó la ciudad. Lo que quedó en pie fue demolido por los seísmos que se han abatido sobre Sicilia a lo largo de la historia. No obstante, el tamaño de las columnas, tanto de las erguidas como de las yacentes, es impresionante. Caminando hacia el mar asoma la Acrópolis, con restos de seis templos y otras edificaciones menores, junto al degradado santuario de Malophoros, dedicado a Deméter, diosa de la agricultura.
La brisa del mar se confunde con el aroma de los pinos y refuerza la sugestión de estar en perfecta comunión con la naturaleza
Muy distinta es la impresión que transmite el Valle de los Templos, a una hora y media de carretera de Selinunte. Aquí resulta ineludible la visión de la ciudad, Agrigento, que aparece como una cortina tras las ruinas. En cambio, estas se hallan muy bien restauradas. Tras pasar ante el descomunal altar donde en su día se sacrificaban animales, aparece el templo de Zeus Olímpico, de más de 100 metros de largo y columnas de más de 18: tal vez el mayor de la Antigua Grecia.
Templos para los dioses
A continuación aparece el templo de Cástor y Pólux, los héroes mellizos hijos de Zeus, junto a restos de otros cuatro templos y varios altares. Completan la familia, entre otros vestigios, el templo de Hércules, el más antiguo; el templo de la Concordia, de singular elegancia, también consagrado a Cástor y Pólux; y el templo de Juno Lacinia, del que solo resisten en pie 25 columnas de algo más de seis metros. En todo caso, es el conjunto lo que produce un poderoso efecto escenográfico, que multiplica su belleza al atardecer, cuando las últimas luces del día tiñen de naranja sus piedras.
El periplo puede concluir en la costa oriental. En la isla Ortigia, comunicada por un puente con Siracusa, se halla una catedral cuya portada, como una máscara barroca, da paso a un espacio que antaño fue templo griego para mayor gloria de Atenea y que todavía conserva las columnas dóricas del siglo V a.C. En las afueras de Siracusa, además, se abre un Parque Arqueológico en el que destaca un espléndido teatro griego. También puede verse allí el Ara de Gerón y las latomias, canteras de piedra calcárea que fueron usadas también como cárcel para los prisioneros atenienses en tiempos del tirano Dionisio.
Más al norte, en Taormina, otro gran teatro insiste en la perfecta armonía de lo griego con el paisaje circundante: desde sus gradas más altas se divisa la costa de la Península Itálica, así como la mole humeante del Etna. La primera crónica de su actividad eruptiva procede, cómo no, de un historiador griego, Diodoro Sículo.