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El magnetismo del Stromboli y el turismo de volcanes

Con los volcanes, la Tierra parece de nuevo viva y capaz de obrar prodigios, creándose a sí misma o exhibiendo el indomable poder de la naturaleza.

Ciertos acontecimientos pueden hacer desaconsejable un viaje o restarle atractivo, y no me refiero al coronavirus, cuyo impacto es global, sino a circunstancias que afectan a destinos muy concretos. En julio de 2019 una súbita explosión del volcán Stromboli le costó la vida a un senderista siciliano. Otra violenta erupción, ocho semanas después, hizo que las autoridades siguieran manteniendo cerrado el camino que sube a la cresta del cráter, a 900 m de altitud. Solo se permitirían excursiones con guía a un mirador más distante y seguro. 

 

Tan sensata medida me desanimó. Precisamente por esas fechas hacíamos planes para viajar con nuestra amiga Lidia a las islas Eolias en la semana santa de 2020. A Lidia le aterra la pirotecnia… pero siempre ha deseado contemplar una erupción volcánica de cerca. Y en eso el Stromboli no tiene rival en Europa, pues lleva dos milenios dando las campanadas tal como él las entiende. Hace años asistí a ese espectáculo una noche, cuando se permitía subir hasta la cima. Me estremecí de asombro y admiración varias veces cada hora y constaté que, en materia de fuegos artificiales, la naturaleza también eclipsa al hombre.

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Isla de Stromboli

Foto: Istock

Erupción del Stromboli

Esta primavera el coronavirus disipó cualquier intento de viajar con Lidia a Stromboli. Y si había alguna esperanza de que se relajasen las prohibiciones para ascender al anfiteatro del cráter, la potente erupción de julio del 2020 las ha vuelto a postergar.

Sí, así es, todavía quedan en el sur del viejo continente volcanes donde bulle la impulsividad juvenil. El poderoso Etna y algunos de sus parientes de las islas Eolias están lejos de experimentar la senectud que hoy reina en Santorini, la Garrotxa (Girona), el Cabo de Gata o las Islas Columbretes, un grupo en el que también cabría incluir la mayoría de conos de las Canarias, Madeira o las Azores, salvo que nos contentemos con unas aguas termales.

De estos volcanes activos, el más regular y obstinado es Stromboli. Cada 15 minutos –30 a lo más tardar–, un atronador estampido resuena en el tridente de bocas que acoge su cráter. Apenas un segundo después, un surtidor de fuego catapulta hacia el cielo materiales incandescentes.

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Erupción del Stromboli
Foto: Istock

Tras la explosión se hace un breve silencio, pero si estamos en la cumbre enseguida escuchamos un sordo repiqueteo, como si una extraña ola batiese las crestas. Son los guijarros y las cenizas que caen a tierra, cual cortinas de pétrea lluvia. Otras rocas al rojo ruedan ladera abajo, dando tumbos por el vasto terraplén de la Sciara dei Foco. Las más voluminosas llegan prendidas al agua, centenares de metros más abajo, donde sisean hasta enfriarse. Los labios del volcán se orlan entretanto con un enorme puzle de brasas, que cambia de aspecto a cada segundo, en un palpitante caleidoscopio de luces rojas y naranjas que se extinguen.

Instantes después vuelven a imperar el silencio y la oscuridad. En las cercanas aldeas de San Vicenzo y Ginostra los lugareños siguen haciendo vida normal; probablemente duermen, habituados a los ronroneos de Iddu (Él), como se llama en la isla al volcán.

El inconfundible Stromboli ha dado nombre a uno de los cuatro tipos de volcanes activos. Entre los hawaianos, que derraman su fluida lava mansamente, como el agua que desborda un bol, y los peleanos, unos estreñidos de lavas viscosísimas y temibles explosiones, los geólogos han identificado otros dos tipos: el vulcaniano y el estromboliano. El primero de ellos está representado por Vulcano, en la cercana isla del mismo nombre. Estos volcanes liberan gases y desprenden calor continuamente por fisuras de su cráter o sus laderas. Recuerdan una olla más o menos destapada que se caldea a fuego lento. Si llega un instante en que esos escapes no bastan, se produce la erupción.

Pero en los fogones de Iddu la sopa se cuece de otra manera. El volcán obstruido aguanta la respiración, contiene esos gases que Vulcano no reprime, y periódicamente, cuando no puede más, los expulsa con una tos espasmódica que hace saltar la tapa de la cazuela y algún tropezón del guiso.

Stromboli desde el mar

Poco a poco el Stromboli se ha hecho a sí mismo. Desde el lecho del Mediterráneo creció dos mil metros hasta aflorar del agua. Siguió aumentando, reventó algunas veces, y ahora tiene una altura de 924 metros, la mitad que su pirámide submarina. Ha formado una isla rectangular de unos 12 km2 (4x3) en la que viven 400 personas.

Mucha gente se hace la misma pregunta: ¿cómo es posible compartir una parcela tan pequeña con un volcán que nunca duerme? Pues conociéndolo y adaptándose a él. En los últimos dos milenios las escorias y cenizas ardientes de Iddu han seguido el mismo camino: el tobogán de la Sciara dei Foco. Las dos aldeas se asientan en las dos prominencias más apartadas que ofrece la isla.

Viajar a Stromboli, por tanto, es emocionante pero poco peligroso. Como los materiales expulsados descienden por la Sciara, hoy se permite contemplar las erupciones desde la parte más baja y segura de esa rampa, o bien a bordo de embarcaciones, no lejos de donde las escorias y bombas volcánicas alcanzan el mar. De día no vemos las estrellas aunque sigan tapizando en el cielo. Otro tanto sucede con los fulgores de Iddu, que bajo el sol muestra únicamente penachos de humo. Por eso las excursiones a pie o en barco se emprenden antes del anochecer.

playa de Stromboli
Foto: Istock

En Stromboli siempre se hizo de la austeridad virtud. La luz eléctrica no llegó a Ginostra hasta 2004; San Vicenzo, la “capital”, carece de alumbrado en las calles por decisión de sus habitantes. La isla ganó fama gracias a la película Stromboli, Terra di Dio (1950) de Roberto Rossellini, obra clásica del neorrealismo italiano, y también por el romance que desencadenó el rodaje entre el director y la actriz Ingrid Bergman.

Un amor volcánico

En 1953, solo tres años después de su estreno, Maurice Krafft, un niño alsaciano de 7 años, acude a Stromboli de vacaciones con sus padres y queda fascinado por el volcán. A los 12, alucina con una película del vulcanólogo Haroun Tazieff que ve repetidas veces; no tardará mucho en apuntarse a la Sociedad Geológica de Francia. En el verano de 1966, con 20 años, conoce a su ídolo Tazieff en Sicilia y acuerda trabajar para él. Ese otoño, planificando una expedición a Islandia, un amigo común le habla de una joven apasionada de los volcanes y la fotografía: Catherine Josephine Conrad. Se conocen en un café de Estrasburgo. Ella es cuatro años mayor y a partir de ese momento se vuelven inseparables. Se casan en 1970. Su luna de miel es un viaje a la isla griega de Santorini, otro mítico territorio volcánico.

En 1968 crean una sociedad de vulcanólogos especializada en acudir a cualquier lugar del mundo donde acontezca una erupción. Su primer documental sobre Stromboli tiene éxito y la popularidad de “los Krafft” (Maurice y Katia) ya no dejará de crecer. Entre 1970 y 1990, sus filmaciones e imágenes de erupciones dan la vuelta al mundo. Están grabadas con una audacia nunca vista, en ocasiones al borde del abismo de fuego. Presenciaron en directo unas 175, a una media de ocho por año. Y nos dejaron una quincena de magníficos libros divulgativos.

Krafft
Foto:D.R.

A finales de mayo de 1991 los Krafft vuelan a la isla de Kyushu, al sur de Japón, donde el Monte Unzen se está despertando tras un letargo de dos siglos. Su llegada al puesto de observación dentro de la zona restringida, a 4 km del cráter, es una noticia por las decenas de periodistas de todo el mundo allí presentes. Las prohibiciones para realizar su trabajo que algunos han tenido en la reciente Guerra del Golfo contrastan con las facilidades que conceden las autoridades japonesas. Sin embargo, durante varios días, la espesa capa de nubes no permite filmar buenos planos. El 2 de junio, en una entrevista para National Geographic, Maurice declara: “Nunca tengo miedo. He visto tantas erupciones en 23 años que, aunque mañana muriera, no me importaría”.

Al amanecer del día siguiente llegan noticias de que en Filipinas, país vecino, el Pinatubo está fraguando una inminente erupción. Katia le propone a Maurice dejar el Monte Unzen y volar hacia el Pinatubo, pero él prefiere aguardar un poco más, pues el cielo por fin se está aclarando. Esa misma tarde, la cúpula del Monte Unzen se viene abajo y una colosal nube ardiente envuelve en cuestión de segundos el valle en que se encuentran los observadores. Fallecen 43 de ellos, incluidos los Krafft y el vulcanólogo americano Harry Glicken. El hallazgo posterior de los cuerpos indica que los Krafft permanecieron junto a sus equipos de filmación hasta el postrer instante. Sus grabaciones tampoco resisten la embestida del fuego.

En el video para la historia de ese momento, tomado frontalmente desde mayor distancia, la erupción del Monte Unzen parece encarnar el espíritu y la energía de cientos de dragones mitológicos, arremolinándose y devorándolo todo a su paso, como en una pintura japonesa de acción. Sus fauces y lenguas ardientes se prefiguran y toman cuerpo entre la vorágine de humo y llamas, poniendo rostro a esa manifestación del poder devastador de los elementos. Pero antes de que lleguemos a retener sus máscaras o facciones, estas se funden, renacen y se vuelven a desvanecer en el espeso torbellino de gases y materiales ígneos.

Aquella mañana los Krafft eligieron quedarse. Si hubiesen partido hacia el Pinatubo, quizá habrían vivido más (fallecieron con 45 y 49 años) y habrían asistido a la erupción más potente del siglo XX, que culminó doce días después y tuvo impacto a escala planetaria. Pero así fueron las cosas. Maurice se decía satisfecho, incluso colmado, con lo vivido hasta ese momento. El fuego de los volcanes fue el motor que impulsó la vida de los Krafft y el vehículo de su muerte, una experiencia final que ya no podrían compartir.

En las mismas fechas en que sus cuerpos eran incinerados para ser trasladados a Francia, su vídeo de la trágica erupción del volcán colombiano Nevado del Ruiz en 1985 convencía a muchos escépticos, incluida la presidenta de Filipinas, Cory Aquino, de que era preciso evacuar a la población ante la actividad del Pinatubo.

Los viajeros no necesitamos acercarnos tanto al fuego pero, en función del volcán y el momento, esa distancia puede reducirse asombrosamente. Así sucede con el extraordinario Kilauea, en Hawái, donde es posible ver las sogas de lava enroscarse sobre sí mismas, cambiar de color y petrificarse junto a nuestros pies. O en la gran caldera del Piton de la Fournaise, en Isla Reunión, que suele alumbrar una erupción cada nueve meses. O en Java, donde el Merapi, el Sumeru o el Bromo disputan cada año su particular liga de campeones. Y por supuesto, con el familiar Stromboli, el faro del mar Tirreno, aunque desde hace un año tienda a desmelenarse y haya que mirarlo desde abajo.

Sí, ciertos acontecimientos pueden aguar un viaje. En semana santa no pudimos acudir con Lidia a Stromboli. Pero una noche de este verano sacamos el telescopio al jardín de casa. A través de él, Júpiter y Saturno dejaban de ser puntos luminosos para mostrarse cual pequeñas esferas resplandecientes, uno con franjas horizontales y cuatro satélites, casi un sistema solar en miniatura; el otro con sus inconfundibles anillos. Lidia no se lo podía creer y su felicidad se contagiaba. En el año del confinamiento, de pronto se sentía como si se hubiera asomado a un balcón. Pero este no daba a la calle, sino al universo.