Las magníficas cataratas de Iguazú

El gran salto de agua que Brasil comparte con Argentina es uno de los mayores espectáculos de Sudamérica

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GONZALO AZUMENDI

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Territorio guaraní

Los indios de la región cuentan que la gran falla del Iguazú fue obra del dios serpiente M’Boi, ciego de ira al enterarse de que la bella Naipi se había fugado con el guerrero Tarobá.

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Buenos Aires

El Cabildo, sede del gobierno colonial, es un edificio de 1740 situado en la plaza de Mayo.

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Saltos del Iguazú

En un tramo de 2,7 km el río Iguazú precipita sus aguas hasta 275 veces. La Garganta del Diablo, de 80 m de alto, es la cascada más espectacular.

GONZALO AZUMENDI

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Entorno protegido

Tanto el lado argentino como el brasileño son parque nacional desde los años 1930 y Patrimonio de la Humanidad desde 1984.

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Río de Janeiro

El  emblemático Pan de Azúcar sobresale tras la bahía de Botafogo, punteada por decenas de veleros y lanchas.

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Paraty

Esta ciudad colonial vive su semana más animada en agosto, durante el Festival da Pinga, el aguardiente elaborado en la zona.

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Ilha Grande

Escondite de piratas en el siglo XVI, hoy sus playas, manglares y fondos marinos son un refugio de fauna y flora del Atlántico.

Mapa: BLAUSET

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Imprescindible

1 Buenos Aires. La visita a la capital debe incluir la Plaza de Mayo y los barrios de Montserrat, San Telmo, La Recoleta y La Boca.
2 Cataratas de Iguazú. Merece la pena verlas desde el lado argentino y el brasileño. Otra opción es el paseo fuvial por el Iguazú o el Paraná.
3 Paraty. Ciudad colonial con plácidas playas donde practicar deportes acuáticos. Cerca se halla la bonita Ilha Grande.
4 Río de Janeiro. Sus rincones esenciales.

La siempre tentadora Buenos Aires, Río de Janeiro de alma hedonista y, entremedio, las cataratas hechiceras de Iguazú y algunas de las mejores playas de la costa atlántica, como las de Paraty. Tal vez sería muy osado decir que este recorrido condensa lo mejor del continente, pero sí que conforma un recorrido rápido por la Sudamérica más prodigiosa y arrebatadora en cultura, urbanismo y naturaleza.

Buenos Aires se saborea como la primera dosis de este concentrado sudamericano. En parte porque la ciudad mantiene viva esa vocación de imaginarse con un pie en Europa y otro en América. La capital argentina evoca la grandeza monumental europea en el Teatro Colón y en el mastodóntico Palacio del Congreso Nacional, ambos de estilo ecléctico.

Que uno de los edificios más emblemáticos de Buenos Aires sea un teatro de ópera no es casualidad. Que la librería más bella de Argentina, El Ateneo, esté ubicada en la platea y los palcos de un antiguo teatro, tampoco. Y que la principal atracción de una ciudad ajardinada y de placeres mundanos sea uno de los cementerios más majestuosos del mundo, el de Recoleta, mucho menos. Las cosas casi nunca son lo que parecen en la ciudad de Buenos Aires. No en vano la catedral metropolitana, templo católico, es famosa por acoger la tumba de un líder civil, el héroe de la independencia, el general José de San Martín (1778-1850). Buenos Aires también invita al paseo distraído sin más pretensión que sumergirse en las conversaciones de bar del casco viejo de San Telmo, descubrir el tango gallardo y canalla de La Boca, o rendirse a una de las gastronomías más suculentas en el barrio marítimo de Puerto Madero.

Ambos estados declararon las cataratas parque nacional en 1934 y 1939, respectivamente

Si un pájaro levantara el vuelo en Buenos Aires, enseguida observaría un laberinto de canales de agua alrededor de la ciudad de Tigre. Allá desemboca en un delta interno el río Paraná, cuyas aguas nutren el anchísimo río de la Plata. Si el ave continuara remontando el curso del Paraná, acabaría encontrando un pequeño afluente llamado Iguazú, un río de dimensiones modestas que discurre muy mansamente desde las montañas costeras de Brasil hasta que, súbitamente, se desploma formando uno de los espectáculos más atronadores de la naturaleza: las cataratas de Iguazú.

En la película La Misión (Roland Joffé, 1986) Robert de Niro y Jeremy Irons parecían domesticarlas. Y eso no es posible. Las cataratas de Iguazú son inabordables. Nadie en su sano juicio intentaría saltarlas o escalarlas. Ni nada puede preparar al visitante para tamaña belleza. Quizás tanta hermosura fuese demasiado para un solo país y por eso decidieron administrarla entre Argentina y Brasil. Ambos estados declararon las cataratas parque nacional en 1934 y 1939, respectivamente, y construyeron sendas ciudades con aeropuerto y todo tipo de servicios, así como una carretera que permite ver los saltos desde los dos lados de la frontera.

Más altas que las del Niágara, entre Canadá y Estados Unidos, y más anchas que las Victoria, en el sur de África (entre Zimbabue, Zambia y Botsuana), las cataratas de Iguazú, cuyo nombre en lengua nativa significa «aguas grandes», son un conjunto de 275 saltos. El más impresionante se llama Garganta del Diablo, mide 80 metros de altura y, pese al nombre aterrador, es un paraje del que uno nunca quiere apartar la vista, embelesado por el velo perenne de su cortina de agua.

Desde la vertiente brasileña se tiene una mejor idea de la magnificencia de las cataratas, mientras que desde la argentina es fácil penetrar por los senderos del bosque subtropical de araucarias y lianas, entre orquídeas y claveles aéreos. Incluso se puede disfrutar de la compañía de tucanes y vencejos, de mariposas de colores chillones y de los glotones coatís, unos mamíferos pequeños de la misma familia que los mapaches que aguardan impacientes la comida de los turistas.

El viaje en avión hacia Río de Janeiro alcanza en apenas dos horas los remanentes del bosque costero brasileño y la floresta de Tijuca, en la conocida como la «ciudad maravillosa», como reza la publicidad oficial y como creen la mayoría de brasileños. Y por una vez, los tópicos hacen justicia.

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Río es la ciudad de las vistas, bella desde cualquier perspectiva. Si se tiene suerte con las nubes, ya deslumbra desde el avión. Cautiva desde los promontorios del Pan de Azúcar, uno de los pináculos alfombrados que emergen del mar, y también desde la cima del Corcovado donde se alza el Cristo Rendentor, tal vez su monumento más identificativo. Y enamora desde las atalayas más insospechadas. En mi memoria perduran dos observatorios privilegiados: el Museo de Arte Contemporáneo diseñado por Óscar Niemeyer (1907-2012), en la localidad de Nitéroi, que garantiza una vista inolvidable desde el lado opuesto de la bahía de Guanabara; y la favela de Cantagalo, justo encima de Ipanema, ahora ya rescatada de la tiranía de los narcotraficantes y abierta al turismo.

Ipanema, la playa más glamurosa de una ciudad que vive, hace deporte y escucha música a la orilla del mar, simboliza ese arte de vivir que los cariocas han convertido en seña de identidad. Y poco importa si el tranvía que trepa al barrio bohemio de Santa Teresa parece demasiado lejano, merece la pena subir a él para tomarse una cerveza helada en uno de sus botecos y llegarse luego al estadio de Maracaná para oír los rugidos que salen de este templo del fútbol mundial. En Río se saborea el momento y cada experiencia suma.

Por si acaso, por si las escuelas de samba, el Carnaval o el Fin de Año se antojan excesivamente populares, todavía quedan arenales recónditos. La bahía de Paraty, 245 kilómetros al sur de Río, combina naturaleza y una arquitectura nacida de la época dorada de las minas en el siglo XIX y declarada Patrimonio de la Humanidad. Sus playas se cuentan entre las mejores de la costa atlántica junto a las de la cercana Ilha Grande. Otro prodigio natural que confirma la excepcionalidad de esta franja de América del Sur.

MÁS INFORMACIÓN

Documentos: el pasaporte es suficiente para entrar en ambos países.
Idiomas: castellano y portugués.
Monedas: el real brasileño y el peso argentino.
Horario: 4 horas menos.

Cómo llegar: Existen vuelos directos desde España a Buenos Aires y Río de Janeiro. Ambas ciudades tienen conexión aérea con las localidades próximas a las cataratas: Puerto Iguazú (Argentina) y Foz do Iguaçu (Brasil).