Un gozo

Malta y sus islas entre fortalezas y aguas cristalinas

La Valeta es el punto de partida de un viaje que se adentra por la historia y naturaleza del fascinante destino mediterráneo.

Imaginemos cómo era de fascinante esta ciudad de fuertes inexpugnables a la que acabamos de llegar cuando Caravaggio, el pintor más vanguardista de entonces, desembarcó en La Valeta en julio de 1607. Años antes Carlos V había cedido las tres islas mayores –Malta, Gozo y Comino– a los caballeros de la Orden de San Juan, que se remonta a las Cruzadas, con la misión de mantener desde aquí a raya a los otomanos. En el célebre asedio de 1565 la Orden rechazó a un ejército casi cinco veces superior formado por turcos y piratas berberiscos.

La Valeta
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Bienvenidos a La Valeta

En ese verano de 1607 La Valeta ya era el entramado de calles, palacios e iglesias que vemos hoy, una ciudad diseñada con agresiva y geométrica simplicidad acorde  con el espíritu militar de los caballeros que acogieron al pintor, a pesar de no ser noble y huir de la justicia romana que le acusaba de homicidio. La ciudadela hervía entonces de monjas y clérigos, jóvenes aristócratas arrogantes que hablaban ocho lenguas distintas, soldados y prostitutas.

 

La Orden tenía un Gran Maestre, que en ese momento era francés, Alof de Vignacourt, el cual vio en Caravaggio la oportunidad de embellecer la capital maltesa. El artista dejó aquí la joya de sus pinceles, que ahora admiramos en la catedral de La Valeta: La decapitación de san Juan Bautista, obra rotunda y brutal, en la que se adivina su exilio entre estos muros dorados esquivando con prudente audacia peligros inquisitoriales y palaciegos, y la única que se molestó en firmar.

Catedral La Valeta
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Al salir de la concatedral rica y exquisita golpeados por el brillo del oro y ese horror al vacío del barroco, acoge una fresca pero agradable brisa marina.Todo está muy prieto en La Valeta, pues sus diversos barrios se encuentran encorsetados en la península que cierra el puerto, sin poder crecer, limitados por el mar tan azul. Esta sensación de asedio que tuvieron aquellos cruzados se siente al caminar por sus arterias empinadas, las mismas que lord Byron tildó de «malditas calles de escaleras». Es el momento de tomar un café con pastizzi, masas de hojaldre rellena de espinacas y queso ricotta, en el acogedor café Cordina, y pasar la nueva puerta de la ciudad del arquitecto Renzo Piano, para dirigirse hasta los jardines Barakka y contemplar unas vistas del Gran Puerto.

Tres ciduades La Valeta
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Las tres ciudades

El palacio del Gran Maestre es el contrapunto de la poderosa iglesia catedralicia dedicada al santo pintado por Caravaggio. Los tesoros que alberga son los que quedaron del expolio del joven Napoleón a finales del siglo XVIII. Desde lo alto, las tres ciudades que se fundieron en la capital de Malta –Cospicua, Vittoriosa y Senglea– y ahora paseamos por sus calles tranquilas y silenciosas unidas por el viento y los originales miradores de las viejas casas. 

 

La situación del archipiélago maltés resulta vertiginosa: más al sur aún que las ciudades de Argel y Túnez, equidista de Madrid y de Estambul, como un gozne en el que se engarzase el Occidente con el Oriente. Sin duda por esto se han encontrado en su árido y rocoso suelo las construcciones prehistóricas más antiguas del planeta, y mucho después se convirtió en el primer bastión de la cristiandad frente a la amenaza del islam. 

 

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Al sur de La Valeta, en Paola, vemos los templos de Tarxien, los más antiguos que construyó aquel pueblo misterioso hace más de cinco milenios, tras llegar a la isla quizá desde la vecina Sicilia. Aquí han ido emergiendo vestigios de una civilización sofisticada que se entregó a una labor constructora titánica sin apenas otros utensilios que las mismas piedras. También en Paola experimentamos un estremecido choque estético en el subterráneo Hipogeo con los otros nueve visitantes que pueden entrar al mismo tiempo. Más de tres mil años han pasado desde los últimos enterramientos, y columnas, nichos y criptas parecen acabados de tallar.

Marsaxlokk
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Marsaxlokk, tradición pesquera

Malta es una isla pequeña y en pocos minutos pasamos de la oscuridad del santuario-necrópolis a la luz intensa y el color de Marsaxlokk, con sus barcas de pesca de casco azul con rayas amarillas, rojas y verdes, las luzzus, cuyas altas proas en forma de lira nos recuerdan las naves helenas. Hay pescadores remendando redes en el muelle y es domingo, de modo que el mercado está lleno de malteses que compran pescado fresco y hablan una lengua que suena a italiano pero que no lo es. Un buen día para comer unas tapas de pulpo en una terraza al sol tibio, mientras el mercado se va vaciando. 

 

Entrevemos la Gruta Azul desde los acantilados próximos a Dingli. Las gaviotas pasan bajo el arco en forma de nariz y se posan en el movido ultramar profundo como si fueran pajaritas de papel. El viento silba en nuestras orejas cuando llegamos a la capilla Madliena. Los acantilados van escalonándose cubiertos de matas y hortalizas y el contraste entre el color de miel de la roca caliza y el mar tan azul no vamos a encontrarlo en otras islas del Mare Nostrum, ni siquiera en Menorca o en Corfú.

Dingli
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En invierno es aún más intenso, pues hacia Sicilia una línea de cúmulos perfila el horizonte, el aire del norte peina las olas y uno se siente aquí, al filo de los acantilados, solo ante el vértigo. Fue el vértigo tal vez lo que llevó hace seis mil años a aquellos ignotos pobladores a vivir en la cueva de Ghar Dalam. Quizá no habitaban entonces una isla sino un territorio unido a África. Así se explican los restos de ciervos, hipopótamos y elefantes hallados en este refugio pétreo de 200 metros de largo. 

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Mdina
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La calma en Mdina y Rabat

En el centro de Malta, sobre una meseta que domina el territorio plano, se eleva la ciudadela de Mdina, que en otro tiempo fue la capital. Mientras caminas por las calles estrechas de esta intacta ciudad amurallada donde ahora viven menos de 300 personas, entre iglesias y palacios cerrados, solo oyes tus propios pasos, tal es el silencio. El palacio Falson ocupa una plaza y alberga tapices y armas pero -también cuadros de Van Dyck y Poussin.

 

Entramos en la catedral de San Pablo para ver uno de sus valiosos tesoros, las estatuas en plata maciza de los apóstoles. Desde el bastión de Mdina se contemplan unas vistas prodigiosas del paisaje insular maltés. Antes de abandonar esta ciudadela dormida saboreamos una suculenta liebre encebollada con un vino ligero y afrutado de las cepas locales.

La vecina Rabat nos reserva la sorpresa de una villa romana encantadora, con interesantes mosaicos y frescos, pero lo más emocionante son las catacumbas de San Pablo. El apóstol naufragó en el año 60 en un barco que se dirigía a Roma y extendió el culto cristiano en el archipiélago. De la cripta parten innumerables pasadizos estrechos y sombríos donde es fácil perderse; la roca gris emana una quietud de siglos que conmueve al más agnóstico. Los malteses son religiosos hasta la superstición, basta ver el gran número de capillas, imágenes y templos católicos que existe en la isla. En la iglesia de Mosta hay una réplica de la bomba alemana que cayó en plena misa en 1942 y no llegó a explotar, un auténtico milagro.

Marfa
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En la costa noroeste montamos a caballo para recorrer, al paso y a veces al trote, los senderos del parque natural que bordean los acantilados. Vistas de la preciosa Golden Bay, muy concurrida en verano, así como de las costas escarpadas de Gozo, hacen de este paseo ecuestre una delicia propia de caballeros. Ahí cerca se abre la evocadora península de Marfa –el extremo norte de la isla–, jalonada con agrestes cabos como el de Ras il-Qammieh, bahías desiertas como la de Ghajn Tuffieha –más al sur– y torres y puntas donde poner a prueba el vértigo maltés.

Las islas de Comino y gozo

Comino es un retiro magnífico en invierno. Quizá no nos bañemos en las suaves y poco profundas aguas de la Laguna Azul pero a cambio la tendremos casi para nosotros solos, tal es la paz de esta diminuta isla en los meses fríos.

 

Hemos venido aquí a caminar por senderos y roquedales sin el agobio del calor y los autos. Llegamos al punto más alto, en el centro, para tener la isla entera a los pies, una maravilla que fue ocupada tiempo atrás por piratas y contrabandistas, incluso fue un lazareto en época de epidemia. Subimos luego las escaleras de la torre de Santa María, en la costa sudoeste, una atalaya de vigilancia donde se rodaron escenas de varias películas. Nunca una roca pelada en la que menudean matas rastreras resultó tan atractiva y variada en percepciones de todo tipo: desde los cambios de color del paisaje gracias al viento hasta los perfumes de la lavanda marina.

Blue Lagoon
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El maltés que se habla en Gozo suena más musical que el de Malta. La influencia italiana y siciliana en el idioma, el único semítico que emplea el alfabeto latino, se nota más que su vertiente árabe, aunque sigue siendo difícil de entender. Y en Gozo son aún más religiosos, se percibe en los numerosos belenes en Navidad y las vírgenes que hay por doquier, incluso en algunas playas, como en Ramla Bay. 

 

Un paseo desde victoria

Los templos neolíticos de Ggantija se recorren con agrado en esta época, pues el sol de verano aprieta fuerte en Gozo sin que haya apenas arbolado bajo cuya sombra cobijarse. La capital, Victoria, tiene una interesante catedral y unas calles serenas y pintorescas en las que todo nos llama la atención: las rejas que protegen sus ventanas y las placas y cruces devotas que cuelgan de los cristales; los oscuros y brillantes adoquines; las vírgenes en las esquinas contra un fondo azul. Tan musicales son sus amables habitantes que hay dos teatros donde se representa ópera, el Astra y el Aurora. Y numerosos aficionados a las plantas y flores, lo que se pone de manifiesto en los jardines de Villa Rundle, donde un paseo entre el verdor de las especies botánicas nos reconcilia con la aridez de la isla.

Gozo
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Las huellas en la larga playa de arena cobriza de Ramla las borra pronto la marea, aunque persiste el sonido puro de las olas y la luz tamizada por un velo de nubes. En el quieto mar interior de Dwejra cedemos a la tentación de mojar los pies en estas aguas verdosas, transparentes. Nos cuenta Homero que Ulises regó «con incesantes lágrimas cada poro de piedra» de la cueva donde la ninfa Calipso, hija de Atlas, lo tuvo por amor cautivo, y nos preguntamos por qué no consiguió salir hasta siete años después de la gruta que visitamos en Xaghra con los ojos húmedos. Con esa duda que siembra esta isla en los viajeros pedimos en el restaurante de Nadur, tras una sustanciosa ftira, la pizza maltesa, el gbejniet, un postre hecho a base de queso fresco local, con miel, especias y café. Y paladeando luego un aromático licor Madlien tenemos la sensación de que Ulises fue feliz en Gozo.