José Alejandro Adamuz
«Mallorca es un lugar parecido a la felicidad, apto para en él ser dichoso». Con estas líneas comenzaba un artículo el poeta y escritor argentino Jorge Luis Borges, que terminaría publicándose en el extinto periódico mallorquín, El Día. La felicidad se expresa en la mayor de las Islas Baleares de muchas formas, olores y colores.
Lo hace a través de la gastronomía con el ‘frit mallorquí’, la coca de ‘trampó’, el ‘arrós brut’ o la típica ensaimada. Se representa también mediante la cultura y la historia visitando la catedral de Palma, el castillo de Bellver o el Palacio Real de la Almudaina. Sin embargo, la felicidad, si fuera un lugar y no un estado de ánimo, serían las playas y calas de Mallorca. Más de trescientas repartidas por todo el litoral, cubiertas de un manto de cristal que se metamorfosea a cada instante, cambiando de color a cada rayo de sol. Por cada playa, un velero, un yate, una barcaza, un barquito, dispuesto a quedarse hasta que el mar se seque y la costa desaparezca.