Desde Irún (País Vasco) hasta Portbou (Cataluña), los Pirineos recorren casi 500 kilómetros entre ríos helados, valles que laten a un ritmo que hace tiempo desapareció, laderas escarpadas, tarteras de infarto y cimas que miran a Europa altivas, orgullosas de su magnifiiencia. Durante siglos, mantuvo captiva a la Península. Hoy, es la puerta de acceso al resto del continente.
Sin embargo, la cordillera sigue manteniendo un aura mística, casi mágica. Los campanarios románicos se alzan sobre los pequeños pueblos, desperdigados de punta a punta de la cordillera, como sirenas esperando atraer al viajero, pero sus cantos –incluso en la actualidad- se oyen lejanos, difíciles de encontrar. Gracias a ello, aún perduran tradiciones de origen prerrománico, cuando los Pirineos estaban gobernados por dioses, ninfas, monstruos, brujas y seres mágicos. La montaña se convirtió entonces en un mundo propio, todo comenzaba y acababa allí, y los mitos servían para explicar una realidad imposible de explicar hasta el momento.