Murcia es una capital que engaña. Es grande sin llegar a agobiar, pequeña sin ser provinciana, una urbe con el tamaño justo para disfrutarla a pie. Vista desde los miradores que se elevan sobre el valle del Segura –como el poliédrico Monteagudo, el santuario de la Fuensanta o los castillos que los árabes dejaron por la sierra– se la ve soleada, apacible. Un paisaje que se pierde entre casas blancas, naranjos y limoneros, como una cinta verde encajada entre eriales ocres. Pero una vez dentro de la tramoya urbana el pulso se anima, como corresponde a la séptima ciudad española en número de habitantes.