Serendipia a pie
Tras pasar un insignificante pueblo llamado Shomare, uno más de los que orillan el camino, aparece la primera visión del monte Everest, la punta de un diamante negro. Es un instante que corta la respiración, mientras la emoción se adueña del espectador. La montaña más alta del mundo despunta con discreción en el desfile de carácter castrense de moles rocosas que se alinean en el valle.
Aun hoy, en que hoteles de lujo se han instalado en lugares estratégicos y que los helicópteros y avionetas acortan el trayecto, acceder a la región del Everest, en el oriente nepalí, tiene algo de reto. Hay que caminar varias horas al día durante por lo menos una semana para encararse al gigante de los gigantes. Es un coloso tímido, que se esconde como un hermano menor detrás de los más presuntuosos Lhotse y Nuptse, unos feroces muros de hielo. Pero por lo aprendido o de forma intuitiva, se aprecia que la montaña negra de franjas amarillas es la más importante.
Los valles del Everest constituyen una de las regiones más interesantes de Nepal, tal vez la más gratificante para el viajero. La lista de picos imponentes, beldades congeladas en el tiempo, es larga: el propio Everest, pero también Ama Dablam, Kangtega, Nuptse, Cho Oyu, Pumori, Thamserku, Kumbila, Tobuche… cada día aparecen teatralmente para mejorar un paisaje que ya sin ellos es sensacional.