Con una Kodak en la mano

De Níjar a Cabo de Cata por una Almería "desnuda y verdadera"

Así definió Goytisolo a los paisajes extremos, playas inesperadas, montañas abruptas y pueblitos incorruptos que alfombran este exuberante recorrido.

En 1960 la editorial Seix Barral publicó Campos de Níjar, la crónica de un viaje por Almería firmada por un Juan Goytisolo que por aquel entonces solo tenía 29 años. En aquella primera edición, el libro se ilustró con fotografías de otra joven promesa, Vicente Aranda, que acababa de comprarse una cámara Kodak. Esta aventura no sería la única que vivieran juntos Goytisolo y Aranda, pues a los pocos meses repetirían destino con otra ilustre, la mismísima Simone de Beauvoir.

A lo largo de la narración, Goytisolo cuenta en primera persona su periplo en coches de línea y a pie por el incógnito sur andaluz. Descubrió una provincia reseca que estaba a medio asfaltar y que vivía bajo la permanente mirada de la guardia civil. Fumó muchos paquetes de Ideales junto a los parroquianos que le salieron al paso, se asomó a todas las fondas y bares y hasta participó en el velatorio de un difunto.

Goytisolo y Aranda retrataron una Almería triste, empobrecida y algo hostil de la que hoy –sesenta años después– ya queda muy poco. Aquella «Níjar que se incrusta en los estribos de la sierra» por cuya calle «bajan mujeres vestidas de negro y un gitano sentado a horcajadas sobre un borrico» es hoy una localidad encantadora de casitas encaladas y geranios en los balcones a la que apetece acercarse cuando el clima no está para playas.

Níjar-Cabo de Gata
Foto: Shutterstock

 

Es Níjar el destino recurrente para la compra de cerámica, piezas de esparto y jarapas, esas típicas alfombras de retales que antiguamente se hacían con trapos viejos y que como tantas cosas en esta tierra es una herencia árabe. Sin ir más lejos, la Atalaya, una torre circular de la época de Yusuf I desde la que se ve que la blanca Níjar está rodeada de arcilla color ocre –de ahí su tradición alfarera– y también de un mar de plástico bajo el que crecen, lozanas, las tomateras ecológicas.

CÁRCAVAS Y ESTRELLAS DE CINE

Siguiendo las ondulaciones de la Sierra de Alamilla hacia poniente, entramos en el Paraje Natural Desierto de Tabernas, un territorio semidesértico rodeado de montañas que detienen las nubes del otro lado impidiendo que la lluvia consiga llegar hasta aquí. El desierto de Tabernas es barrancos, cárcavas y zanjas agrietadas que atestiguan que el agua llega en pocas ocasiones, pero que cuando lo hace reblandece la tierra desnuda y se abre paso a su antojo.

Tabernas
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Igual que sucede con su paisaje gemelo del norte peninsular, las Bardenas Reales, también Tabernas ha suplantado a otros territorios en el celuloide. Si por su homólogo navarro se paseó el mismísimo agente 007 en El mundo nunca es suficiente (1999) y fue el mar Dothraki de Juego de Tronos, el desierto almeriense presume de haber acogido el rodaje de más de 300 películas. Es sobradamente conocido que Tabernas fue el far west de Sergio Leone y de Clint Eastwood, pero también fue la Arabia de Lawrence (1962), la Farsalia de Cleopatra (1963) o la Túnez de Patton (1970).

Y de todo ese glamur pretérito todavía presume este paraje al que, por cierto, fotogenia no le falta. Y aunque a simple vista el entorno pueda parecer exclusivamente mineral, también hay espacio para la vida. Aquí y allí crecen las chumberas, la retama, el esparto, el taray y una especie única de estos lares, el arbustillo leñoso (Euzomodendron bourgeanum), que con sus vistosas florecitas amarillas parece desafiar a la falta endémica de agua que sufre la zona.

Almería, más cerca de las estrellas

Desde Tabernas hacia el norte, la ruta solo puede ir cuesta arriba por la Sierra de Los Filabres, donde las higueras dan paso a los pinos y la carretera se aculebra hasta llegar al altiplano de Calar Alto, desde donde se contempla la otra Almería, la verde. Quizás porque no salieron en las películas, o porque Goytisolo no habló de ellos en su Campos de Níjar, estos paisajes almerienses montañosos y arbolados no forman parte del imaginario colectivo. La gente evoca la Almería seca, pedregosa y de cielos obstinadamente azules, pero no esta, la que se levanta a más de 2000 m sobre el nivel del mar, la que bebe de los ríos y se esconde bajo la nieve cuando llegan los rigores del invierno.

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Calar Alto y su observatorio astronómico hispano-alemán –cuyo potente espectrógrafo carmenes escudriña el cosmos en busca de planetas potencialmente habitables– es un buen punto de partida para dejarse caer hacia la vertiente de la sierra que da la espalda al mar y mira hacia Castilla. Aquí está la bella Serón, una de las poblaciones de ese valle del Almanzora que es rico en huertas y campos de cítricos, pero también en una historia que habla de disputas entre musulmanes y cristianos. Los nazaríes fueron quienes dieron forma y acervo cultural a este valle antes de que los reyes Católicos acabaran con el último poder de al-Andalus a finales del siglo xv.

POR PUEBLOS ANDALUSÍES

La toponimia es la más visible de las herencias árabes en una zona en la que abundan las alcazabas, las acequias y las almazaras. Y esa profunda huella también es evidente en la arquitectura –el propio Castillo de Serón es un buen ejemplo de ello– y en el gusto por las recetas elaboradas a base de almendras e higos secos.

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Más allá de Serón, si bordeamos los meandros del río al-Mansura, que raramente lleva demasiada agua, topamos con otras aldeas morunas, como Tíjola, Bayarque o la más conocida Purchena, que fue la capital del reino rebelde de Abén Humeya. La localidad presume de haber recuperado los Juegos Moriscos, una competición con espíritu olímpico organizada por Humeya en 1569 y que incluía una serie de pruebas físicas, deportivas y culturales, entre las que se contaban la lucha, el lanzamiento con honda o el levantamiento de piedra, entre otros.

No muy lejos de ahí aparece en nuestra ruta otro recuerdo visible de la época andalusí. Se trata de las canteras –aún en uso– de la carcomida Macael. De ellas se extrajo el brillante mármol blanco que tanto empaque da a la Alhambra de Granada o a Medina Azahara.

Y del Paleolítico al Renacimiento

El Norte almeriense no es solo tierra de huertas y pueblos blancos de nombre exótico. Dejando atrás la Sierra de Los Filabres, allí donde Almería se encaja entre Granada y Murcia, se encuentra el Parque Natural Sierra de María-Los Vélez, que con sus moles de piedra caliza y sus extensas arboledas presenta un paisaje muy distinto a lo visto hasta el momento. En el parque abundan los senderistas que caminan a la sombra de los pinos carrascos, pero también los yacimientos paleolíticos, los abrigos y las cuevas con pinturas rupestres incluidas en el Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. En una de ellas –la Cueva de Ambrosio– los almerienses de hace 7500 años dibujaron algo que hoy es el símbolo auspicioso de toda la provincia: el Indalo. Por su parte, en Vélez Blanco sorprende el castillo renacentista que destaca en lo alto de este pueblo de trazado árabe.

Geoda Pulpí

El tesoro de Pulpí

Si desde María-Los Vélez nos moviéramos hacia el norte, saldríamos de Almería, así que conviene apuntar de nuevo hacia el mar e ir acariciando las lindes de Murcia hasta Pulpí. Si la Cueva de Ambrosio atesora las más profundas raíces históricas almerienses, la Cueva de Pulpí esconde algo que es todo un emblema geológico, no solo de Almería sino de toda Europa: una geoda gigante, la segunda mayor del planeta después de la de Chihuahua en México. Su tamaño es superlativo –8 m de largo por 1,7 m de altura– y los geólogos creen que se formó hace seis millones de años, en el periodo Messiniense, por una combinación de fases kárstica e hidrotermal que dieron como resultado los cristales de yeso gigantes que hoy la recubren.

MOJÁCAR FRENTE AL MAR

Por debajo de Pulpí la tierra se encuentra con el mar y de nuevo, como decía Goytisolo, «el paisaje se africaniza un tanto». Bajando por la línea costera encontramos Mojácar, que marca el límite septentrional del Parque Natural Cabo de Gata-Níjar, uno de esos pueblos de casas cúbicas con techumbres planas como corresponde a las regiones de lluvia escasa y veranos implacables. Y aunque la renovación urbana no siempre fue acertada, la visión del apretado conjunto de viviendas colgadas de la montaña ha acabado por tener más adeptos que detractores.

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Como ya se intuye desde fuera hay que hacer buen trabajo de piernas en las cuestas del núcleo antiguo de Mojácar, que se encaja entre los pliegues de una de las estribaciones de la Sierra de Cabrera. La herencia morisca también se percibe aquí, en esos callejones laberínticos donde la circulación de vehículos es físicamente imposible, en esos cul-de-sac repletos de macetas y en una fiesta de Moros y Cristianos que es el orgullo de sus habitantes.

GARRUCHA, SU GAMBA Y SU ENCANTO PESQUERO

A los pies de la vieja Mojácar, más allá de aquella Mojácar Playa que floreció con las libras y los francos de los turistas sesenteros, está Garrucha, un escueto municipio de tradición pescadora famoso por tener la mejor gamba roja de toda la provincia. La gamba es un motivo de peso para visitarla, pero también lo son los sargos, las melvas, las sardinas o los jureles que a diario arriban a la lonja, el corazón de Garrucha, y que aquí se sirven fritos, a la parrilla, en zarzuela o asados en una moraga según el día.

HALLAZGOS PLAYEROS ANTES DE LLEGAR AL CABO DE GATA

Un poco más al sur, la carretera que va al municipio de Carboneras se abre paso como abierta a cincel a través de un páramo de piedra color gris y óxido, donde la vegetación es escasa, rala y polvorienta. Es este el reino de lagartijas y lagartos que lidian bastante bien con las temperaturas extremas y la sed que siempre pasa la tierra.

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Carboneras queda fuera de la protección del Parque Natural del Cabo de Gata-Níjar, pero cuenta con dos playas que han alcanzado fama mundial por motivos radicalmente opuestos. Una de ellas es la hermosa Cala de los Muertos, de arenas de calidad casi tropical y esbeltas formaciones rocosas a la que, como tantas playas en este litoral, se llega descendiendo a pie por una pendiente abrupta y desmigajada. Su relativo aislamiento permite cierta intimidad incluso en pleno verano. La otra playa, la infame, es la del Algarrobico, con su hotel fantasma convertido en todo un símbolo de la lucha por la conservación natural de la costa mediterránea y por extensión de todo el litoral español.

AGUA AMARGA: ENTRE LO HIPPY Y LO GENUINO

Agua Amarga es la siguiente de las poblaciones rumbo sur. Se trata de un enclave de ambiente hippy-chic donde apetece comprarse unos bombachos y unas alpargatas, desarraigarse un poco de lo de siempre y tantear esa vida bohemia a la que invita todo este litoral. Agua Amarga tiene un buen número de bares y restaurantes al sol que ofrecen las muy recurrentes cervezas frías con tapas de tortilla o boquerones fritos. Pero si se busca bien –e igual sucede en todos los pueblos del Cabo de Gata– también hay garitos que sirven lo de aquí, lo que mejor conocen los autóctonos: platos heredados de una época de escasez en la que había que hacer malabarismos con los ingredientes. Son el arroz caldúo, los platos de gurullos, la carne al ajillo o las migas de harina que aquí en Almería se comen, por tradición, en los días de lluvia.

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EL CABO DE GATA DE PLAYA EN PLAYA

Entre Agua Amarga y San José hay que ir haciendo escala en esas playas, a veces de arena a veces de guijarros, que son el bien turístico más obvio de Almería. Aunque algunas cuentan con un buen acceso por carretera –como las muy célebres Genoveses y Mónsul, en la imagen–, hay muchas otras en el Cabo de Gata cuyo disfrute está reservado a quienes estén dispuestos a realizar una caminata más o menos ardua. En esta segunda categoría se incluyen, por ejemplo, las calas del Lance y su vecina Barronal, la Cala de En Medio con sus extraordinarios perfiles geológicos o la desenfadada San Pedro, con posidonia en el centro y fondos rocosos a los lados donde es fácil ver meros. Pero hay más, muchas más; conviene escudriñar el mapa, echarse a andar y descubrirlas sin esperar a que nadie nos las haya recomendado.

Todos esos acantilados y formaciones rocosas que sirven de telón de fondo a las playas del Parque Natural de Cabo de Gata y que configuran su valioso Geoparque no terminan ahí, sino que tienen su continuidad bajo el mar. Aquí, el paisaje sumergido es abundante en paredes verticales, grutas y otras estructuras pétreas propias de los lugares que tienen un origen volcánico. Las anémonas y las esponjas se aprietan en los salientes, y en las oquedades se refugian los coloridos peces verdes (Thalassoma pavo), los reyezuelos (Apogon imberbis) y los rascacios (Scorpaena porcus), para deleite de los submarinistas.

Más allá de la muy vibrante localidad de San José, llegamos a otro espacio que vive bajo el paraguas protector del parque natural, que es a su vez Reserva de la Biosfera. Se trata de las Salinas del Cabo de Gata, ubicadas en una antigua albufera convertida en explotación salinera probablemente por los fenicios. Y si ya es destacable que sigan extrayendo sal de aquí 3000 años después, su mayor interés radica sin embargo en el excepcional valor ecológico de su humedal, que está incluido en el Convenio RAMSAR. Existe un itinerario peatonal señalizado y varias casetas para la observación de las más de 80 especies de aves que se avistan en la zona, como flamencos, garzas y garcetas o charranes, que viven o visitan las salinas a lo largo del año.

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Convendría terminar la ruta en algún punto emblemático, uno de esos cuya visión, olor y sensaciones se nos peguen a la memoria como una lapa. Y en la bonita Almería ese lugar podría ser muchos. Podemos escoger una belleza natural digna de un repique de tambor como es el Arrecife de las Sirenas, ubicado a pocos metros de otro icono fotográfico, el faro del Cabo de Gata. Y aunque no sea en realidad un arrecife sino un conjunto de islotes y escollos volcánicos siempre enjoyados de espuma, el enclave regala una de esas estampas puras, sin artificios, como casi todo lo que ofrece esta provincia mediterránea.

Ya lo dejó escrito Goytisolo: «Por esto me gusta Almería. Porque no tiene Giralda ni Alhambra. Porque no intenta cubrirse con ropajes ni adornos. Porque es una tierra desnuda, verdadera...». Y no podemos estar más de acuerdo.