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Normandía: viaje al confín norte de Francia en 18 maravillas

En estas tierras del norte de Francia aguarda el secreto de los paisajes del impresionismo, las playas de la Segunda Guerra Mundial y una ruta por enclaves medievales de leyenda.

Viajar por Normandía tiene mucho de la hermosa fabulación de pasear dentro de un cuadro. Un cuadro de pinceladas impresionistas donde descubrir la metáfora secreta de nenúfares que flotan en un estanque o de una marina de olas que chocan contra acantilados blancos.

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iStock-479200312. ¡Viva la revolución... impresionista!

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¡Viva la revolución... impresionista!

El sinuoso curso del Sena es un auténtico museo porque aquí se produjo una de las grandes revoluciones de la Historia del Arte: el impresionismo, el primer movimiento artístico que anticipa las vanguardias. En estos paisajes brumosos impregnados con una infinita paleta de color, deliciosamente imprecisos y con un horizonte borroso hallaron inspiración los pintores impresionistas. A lo largo de todo el curso del Sena los artistas colocaron sus caballetes e improvisaron talleres en los botes que navegaban sobre el río hasta llegar a los acantilados normandos. Aquel recorrido puede seguirse hoy prácticamente al detalle hasta la desembocadura, en la ciudad de Le Havre, precisamente donde Monet pintó en 1872 la obra que daría inicio al movimiento: Impresión, sol naciente.

iStock-1187497151. Giverny en plan nipón

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Giverny... ¿o Japón?

Una parada ineludible en el camino desde París es Giverny. En esta localidad se encuentra la casa de Monet y los jardines en los que pintó sus famosos nenúfares. El artista vivió allí de 1883 a 1926, un tiempo suficientemente prolongado para adaptar los espacios interiores y exteriores a su vida familiar y a su trabajo. Amplió el edificio con nuevas habitaciones y adosó una pequeña granja que acondicionaría como taller. En cuanto al jardín, Monet quiso reproducir los estanques, puentes y composiciones de estilo japonés que había visto en la Exposición Universal de París de 1889. El visitante actual tiene la sensación de pasear dentro de un cuadro. El color sorprende entre junio y septiembre, cuando se produce la floración, mientras que en otoño todo se cubre de pinceladas ocres, bronces, marrones y amarillos.

iStock-1062586736. La ciudad de los cien campanarios

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La ciudad de los cien campanarios

El siguiente punto de este recorrido es Rouen, capital de la Alta Normandía, la ciudad que Victor Hugo llamó «de los cien campanarios». Hay insólitos paisajes sonoros dentro de esta ciudad. Solo hay que estar atentos a escucharlos. También se podría oír –si se tiene depurado el oído histórico– cómo crepitaba la hoguera en la que ardió Juana de Arco en la plaza del Viejo Mercado, donde ahora se celebra el bullicio de la vida.

 

En Rouen se citan definitivamente los caminos de la historia y de la literatura. En cada esquina asalta la ficción o las crónicas del pasado. En esta ciudad Gustave Flaubert escribió Madame Bovary y La educación sentimental a mediados del siglo xix, desde su casa de campo en Croisset, junto al Sena. En el centro de Rouen se halla el museo y casa natal del autor, el Hôtel Dieu, un antiguo hospital en el que el padre y el hermano del escritor trabajaron como cirujanos.

iStock-1062587004. Un catedral... ¿o un cuadro?

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Un catedral... ¿o un cuadro?

Rouen también permite sumergirse dentro de otro famoso cuadro impresionista, la catedral gótica. Es un verdadero espectáculo contemplar cómo las viejas piedras del templo van cambiando de color y matiz conforme avanzan las horas de la misma forma que las inmortalizó Monet en su estudio de la luz y sus variaciones. Nada parece haber cambiado desde la época de los impresionistas. Rouen tiene la virtud inesperada de las ciudades en las que el tiempo parece no haber pasado.

iStock-837647510. La ciudad rectilínea

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La ciudad rectilínea

El recorrido por Normandía propone un sugerente juego sobre el tablero de los paisajes. Así, saltando de un lienzo a otro se llega a Le Havre. La ciudad quedó arrasada durante la Segunda Guerra Mundial y fue reconstruida con el urbanismo ordenado y rectilíneo de Auguste Perret, maestro de Le Corbusier. Aún resiste la luz de aquel «sol naciente» sobre el puerto industrial que Monet retrató hace siglo y medio. Una luz impresionista que se descubre en el Museo de Arte Moderno André Malraux, que reúne cuadros de Monet, Boudin y Pissarro, entre otros; el restaurante del museo ofrece vistas del puerto.

iStock-1208182523. Impresio-nista

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Impresio-nista

Siguiendo la línea del mar tras las huellas de los artistas del «pleinerismo» (del francés plein air, al aire libre), se llega a otro enclave emblemático: los acantilados de Étretat, en la llamada Costa de Alabastro. Aquí vivieron Maupassant y Victor Hugo, y en sus playas nubladas de azules grises y de mareas atlánticas plantaron sus caballetes Courbet o Monet para pintar los blancos falaises (acantilados).

shutterstock 374827129. El gran puente del estuario

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El gran puente del estuario

Estos paisajes al borde del vértigo se suavizan en el estuario del Sena, la enorme franja que el río inunda antes de alcanzar el océano. El Puente de Normandía sobrevuela el estuario a lo largo de más de un kilómetro para enlazar Le Havre con Honfleur. Este pueblo costero que huele a rocas, mejillones y vino blanco es uno de los lugares preferidos por los pintores de marinas y escenas de pescadores. En el puerto podremos hacer fotos-espejo porque las fachadas de las casas se reflejan en el agua como las pintaron los impresionistas, en especial uno de sus hijos ilustres, Boudin.

Honfleur. El discreto encanto de la burguesía parisina

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El discreto encanto de la burguesía parisina

Honfleur fue el destino estival predilecto de la burguesía parisina durante el Segundo Imperio (1852-1870), que acudía a las playas normandas para hospedarse en elegantes hoteles y disfrutar de baños de mar y largos paseos. Hoy las ciudades balneario de Honfleur, Deauville o Trouville con sus villas antiguas ya no tienen el glamur de antaño, pero merece la pena pasear por sus tranquilas playas de ambiente familiar y pocos veraneantes. En Cabourg todavía es posible percibir algo de la época en que la burguesía parisina se instalaba en los balnearios y frecuentaba casinos como el de Le Grand Hôtel que, por cierto, evocaría Marcel Proust en su novela En busca del tiempo perdido (1913-1927).

iStock-1217363006. Playas y cementerios

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Playas y cementerios

El viaje por la costa normanda rumbo oeste salta de la belleza de los viejos balnearios a las playas del Desembarco. La afición moderna al turismo bélico ha convertido este litoral en un destino para quienes buscan las huellas de la Segunda Guerra Mundial. Existe una ruta perfectamente organizada para recorrer las cinco playas que fueron clave en la victoria aliada: Utah, Omaha, Gold, Juno y Sword. Es inevitable recordar las imágenes de estas desiertas extensiones barridas por las mareas que ha legado el cine en películas ya míticas, como El día más largo (1962) o Salvar al soldado Ryan (1998).

Todo el litoral muestra un paisaje idílico que esconde una historia inquietante. Bajo la serenidad de las playas se oculta la tragedia de sangre, la crueldad de la guerra, la muerte, esa siniestra belleza de los paisajes que alguna vez fueron un campo de batalla. Es lo que hallamos al visitar los cementerios militares junto al mar donde descansan miles de soldados. Cerca de las playas se extienden líneas de lápidas y cruces dispuestas con una geometría estremecedora. Un orden que produce escalofríos cuando leemos el nombre de los jóvenes caídos.

iStock-874922532. De memorial en memorial

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De memorial en memorial

Para conocer lo que allí ocurrió es conveniente visitar los múltiples memoriales levantados en las playas. El de Omaha, por ejemplo, que cuenta con material original, o el Museo del Desembarco en Utah, que narra cronológicamente todo lo sucedido antes y después de aquella fecha grabada a fuego en la Historia: el 6 de junio de 1944, el día que las tropas aliadas desembarcaron en las costas de Normandía para entrar en el continente. En la playa de Arromanches permanecen bloques de uno de los muchos puertos Mulberry, estructuras desmontables que los británicos instalaron para desembarcar tropas y material.

iStock-1075006498. Caen y las heridas abiertas

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Caen y las heridas abiertas

En los hermosos paisajes de Normandía siempre se tiene la sensación de recorrer lugares heridos, aunque bellamente cicatrizados. Ocurre en Le Havre y sucede también en Caen. Sus calles son como postales, pero en algunas se tiene la sensación de que por aquí pasaron las sombras de la Historia. Hay algo que se intuye en el trazado de las grandes avenidas que borraron lo que fue el viejo caserío o en la pátina impostada de fachadas nuevas. Algunas tiendas venden recuerdos de la guerra y postales que muestran el Caen bombardeado y el actual.

iStock-1181594286. Una urbe resurgida

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Una urbe resurgida

El trabajo de maquillaje urbanístico en Caen ha sido impecable. Muchos enclaves fueron destruidos pero otros se salvaron milagrosamente, como las monumentales abadías de las Damas y de los Hombres, que resisten el tiempo con ese característico tono claro de la piedra caliza de Caen. Ambos conjuntos forman parte de un itinerario señalizado por plazas y templos de la que fuera capital del ducado de Guillermo el Conquistador, el primer rey de Inglaterra, que yace en la abadía de los Hombres. La de las Damas se denomina así por su consagración a las mujeres y porque aquí reposa Matilde de Flandes, esposa de Guillermo.

1603px-Bayeux Tapestry scene1 Edward. Un tapiz para la historia

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Un tapiz para la historia

Esta historia compartida es otra de las singularidades de esta porción de Francia: su aire británico. Toda la costa normanda mira hacia Inglaterra. El Canal de la Mancha es apenas una frontera de olas y vientos que separa y, al mismo tiempo, hermana a dos naciones con una historia común de casas reales, saqueos vikingos, leyendas y contiendas como la Guerra de los Cien Años (1339-1453).

El Tapiz de Bayeux relata la conquista de Inglaterra por soldados normandos. El original del siglo xi se expone en el museo de la catedral de Notre Dame de Bayeux, un magnífico templo románico-gótico de 1077. Después de haber viajado por los cuadros impresionistas, ¿por qué no sumergirse entre los hilos de lana de esta milenaria tela bordada? El Tapiz de Bayeux o de la Reina Matilde, esposa de Guillermo II, es un lienzo de 70 m de largo que narra la conquista normanda de Inglaterra y la batalla de Hastings, en 1066. Como en una película animada, el espectador del siglo xxi puede revivir la épica travesía de los normandos por el Canal de la Mancha, la lucha y la conquista final de la ciudad inglesa. Casi se oyen las olas chocando contra los navíos, los perros que ladran en mitad de la batalla, el relinchar de los caballos heridos, el estrépito de las armas...

iStock-1098041816. Bayeux con calvados

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Bayeux con calvados

Después de contemplar esta epopeya sobre bordados, apetece pasear por el centro medieval de Bayeux, admirando las casas con travesaños típicas del estilo normando y contemplando las aguas del río Aure. Y sentarse en una plaza a tomar un café o probar el calvados, el aguardiente de 420 de manzana que se destila en estas tierras desde el siglo xvi.

iStock-493657820. Varios puertos entre dos mundos

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Varios puertos entre dos mundos

La ruta por la costa continúa hasta Cherbourg, en la punta de la península de Cotentin. Aquí el Atlántico lo llena todo y su aroma se cuela dentro de las casas, impregna las calles, e incluso las fotografías. Desde la Rade de Cherbourg-Octeville, un puerto ganado al océano en el siglo xviii, se admira el horizonte y el continuo trasiego de barcos mercantes y de pesca, incluido el transbordador de línea que atraviesa el Canal de la Mancha. Tal vez sea este un buen momento para leer Al otro lado del Canal (1996), un libro de relatos del escritor Julian Barnes en el que retrata la relación de amor-odio entre Inglaterra y Francia a lo largo de los últimos tres siglos.

iStock-818591066. Cuestión de mareas

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Cuestión de mareas

El Canal de la Mancha y sus mareas regalan otro de los grandes espectáculos de Normandía. Las crecidas y bajadas del mar sobre playas y puertos se pueden contemplar desde innumerables puntos, pero el más fascinante es la abadía del Mont Saint-Michel. Durante la bajamar, la roca con su pueblo y templo en lo alto sobresalen en medio de un terreno llano, de arena húmeda y praderas herbosas entre las que han quedado atrapadas charcas de agua marina. Al cabo de unas horas, el oceáno reconquista el espacio y entonces el Mont Saint-Michel parece una isla que flota sobre las olas, con una abadía sonámbula y hermosamente espectral. Tan solo el recorrido por la bahía de Saint Michel ya emociona. El viajero tiene la sensación de caminar sobre un terreno frágil, inestable y precioso. El relicario de una metáfora mística, mecido por la fría brisa atlántica.

iStock-675764122. La llegada al icono

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La llegada al icono

Una larga carretera elevada conduce hasta el pie del monte. A partir de ahí empieza la calle que cruza las murallas y sube hacia la abadía por La Grande Rue, sinuosa y repleta de tiendas y de restaurantes que sirven cocina regional. Resulta difícil abstraerse. El bullicio que generan los cientos de visitantes que suelen llegar a diario eclipsa el rumor del mar y el paisaje devocional que nos espera. Intentaremos imaginar que el gentío es en realidad el río de peregrinos que durante siglos llegaron movidos por la fe desde lugares alejados miles de kilómetros.

shutterstock 358867853. Desde el corazón de la isla

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Desde el corazón de la isla

La abadía benedictina del Mont Saint-Michel data del siglo x, aunque las crónicas que refieren la importancia milagrosa del lugar se remontan a mucho antes. Las tres apariciones del arcángel san Miguel al obispo de Avranches lo convirtió en santuario y centro de peregrinaje en el siglo viii. Perderse dentro de este monumento de piedra que huele a mar es una experiencia sorprendente. Se recorre el claustro y en el refectorio algo ha quedado del salitre que durante siglos ha ido fijándose en estas paredes. Se pasea por la abadía medieval como si se navegara en un barco. Una nave mística que podría hundirse o llevarnos a costas lejanas. Aquí azota el viento y a veces parece que estemos al borde del fin del mundo. Más allá solo hay un abismo de belleza salvaje.

Cuando las campanas avisan de la subida de la marea, en el claustro y en las naves de la iglesia abacial las olas suenan cada vez más cerca, hasta que el nivel del agua suba 15 metros y el monte adquiera su aspecto de isla. Es el momento en el que nos sentamos a recordar este viaje: las sensoriales pinturas impresionistas, los tormentosos acantilados, el agua azufrada de los balnearios, la tragedia que evocan las extensas playas y las viejas piedras de esta abadía suspendida en el tiempo. Normandía es un lienzo donde los siglos se confunden con huidiza elegancia.