Herman Melville antes de escribir se lanzó al mar. En aquel imperio líquido más grande que el de Alejandro Magno pasó tres años enrolado como tripulante en diferentes barcos. Atracó en las islas Marquesas, Tahití y Hawái y aprovechó para convivir con los nativos. Ese nomadismo salado se tradujo en libros: Typee, Omoo, Mardi, Redburn y White-Jacket. A Herman Melville todavía le quedaba por contar cómo funcionaba la industria ballenera. Negocio al que se dedicaron las gentes de New Bedford y de la isla de Nantucket. De los cachalotes cazados se extraían de sus cráneos espermaceti, un aceite ceroso con el que se fabricaban las velas que iluminaron el mundo de aquella época. En aquel rincón del país de las barras y las estrellas el célebre autor póstumo encontró alguno de los escenarios que le inspiraron para escribir Moby Dick. Una de las novelas más sobresalientes de la literatura norteamericana y que también funciona como un cuaderno de viaje.