En el siglo XIV Tamerlán convirtió Samarcanda en la capital de un imperio que se extendía de la India a Turquíay llevó a ella a los mejores artesanos de las tierras que había conquistado. Esa confluencia de artistas permitió que la arquitectura islámica alcanzase cotas de perfección nunca vistas. En el arte musulmán el edificio no parece sostener cargas y la forma no revela la función.
A base de enfatizar la inmaterialidad de muros, pilares y cúpulas, o de repetir de forma infinita las unidades individuales (columnas, puertas, arcos, patios, pasillos...), se crea una ilusión de espacio interior sin límites, acorde con la mentalidad de un pueblo en esencia nómada.
En Samarcanda se desarrolló la producción de cerámica vitrificada que revestía de azul celeste los edificios de ladrillo cocido. La madrasa como institución independiente de la mezquita fue otra innovación. Al combinar el pishtaq (portada elevada) y los iwans (pabellones cerrados por tres lados) el edificio parece abrirse al espacio circundante, lo que influiría en el Taj Mahal.