Entre Cátaros

Occitania: viaje a la misteriosa región del sur de Francia

El legado arquitectónico, artístico y literario de la que fue una de las grandes naciones medievales de Europa 
es la excusa perfecta para visitar el sur de Francia.

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shutterstock 698108503. La iglesia que ensombrece a dos catedrales

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La iglesia que ensombrece a dos catedrales

Cuando una ciudad posee dos catedrales, está declarando a voz en grito su importancia. Toulouse las tiene. Y, sin embargo, es más que posible que el viajero se acerque antes a otro templo que no alcanza la categoría de basílica. La iglesia de Les Jacobins es luminosa por dentro. Ayuda a ello que sus paredes sean de color caramelo y los vitrales de la cabecera, de alabastro, lo que colma de blanco los alrededores del ábside. En cambio, las vidrieras de la nave principal son de colores, como mandan los cánones góticos. Y así convierten las recias pero esbeltas columnas del centro en caleidoscopios cuyos juegos de colores van moviéndose a la vez que el sol que las alimenta desde fuera. Esos pilares son la gran atracción arquitectónica de este templo comenzado a levantar en el año 1229. Cuando llegan al techo, se desparraman como un castillo de fuegos artificiales. Esas molduras sostienen la cubierta. Cuanto más se avanza por el pasillo, más espectacular es la palmera. El cénit se alcanza con la última columna, que dibuja 22 nervaduras de color tabaco que sostienen la culminación del ábside. El gótico en ladrillo no es frecuente. Esta es su obra maestra.

iStock-615805228. Saint-Sernin y otras joyas eclesiales de Toulouse

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Saint-Sernin y otras joyas eclesiales de Toulouse

Al salir a la calle, es muy posible que el paseante levante la cabeza para intentar localizar el campanario de Saint-Sernin, que marca más o menos el límite norte del casco antiguo de la capital histórica del Languedoc. Es un proyectil de planta octogonal que emerge de las tripas de la catedral, la más grande de entre las románicas europeas.

La otra basílica, en cambio, está pegada al río Garona. Recibe el nombre de Notre-Dame-de-la-Daurade, y alberga una Virgen negra que suele estar vestida por los lujosos ropajes que le diseñan algunos de los modistos más célebres. Si bien el aspecto exterior de la iglesia llama poco la atención –sin campanario y con fachada de templo clásico–, el interior, ?en cambio, es un despliegue de colores y decoración, pues la ambición de sus impulsores era emular a San Pedro del Vaticano. Se quedaron cortos, pero consiguieron un efecto bastante espectacular.

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Una ciudad rosa... y muy mediterránea

Estas dos basílicas marcan el eje en el que se agrupa la Ciudad Rosa, como a los franceses les gusta llamar a Toulouse. Es gracias al efecto cálido del ladrillo utilizado en sus construcciones que la ciudad va ganando en intensidad conforme el sol baja en el horizonte. La capital del Alto Garona confirma la sospecha: Francia es mediterránea más que atlántica. Y si no, vean la lista de las mayores ciudades del país. La segunda, Marsella. La cuarta, Toulouse. La quinta, Niza. París y Lyon son bellas anomalías norteñas.   

Esa mediterraneidad de Toulouse se aprecia en la vida en la calle, que es muy animada. El invierno es suave, lo que permite que los bares tengan terraza todo el año. El carácter universitario de la ciudad, además, aporta una vitalidad contagiosa, con miles de estudiantes que tienen más ganas de fiesta que de aula. Y de rugby, pues este deporte adorado por los franceses se empezó a practicar aquí en 1890, procedente de Inglaterra.

1206911. Un hotel para mitómanos

Foto: Hotel Gran Balcon

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Un hotel para mitómanos

Aunque se sea el colista de los mitómanos, en Toulouse se saborea la búsqueda de una dirección: 8-10 Rue Jean-Antoine Romiguières. Al llegar, se pisa el dintel rotulado con teselas que indica la entrada del Hôtel Grand-Balcon. Allí se alojaban los héroes de Latécoère, pioneros de la aviación comercial que en la década de 1920 llevaron las primeras sacas de correo al otro extremo del mundo. Están todos fotografiados en los salones de entrada, junto a la cafetería. Entre sus pilotos, un señor que se llamaba Antoine e ideó la mejor novela corta de todos los tiempos sobre un niño proveniente del Asteroire B-612 que sabía dibujar una boa digiriendo un elefante. El aviador se apellidaba Saint-Exupéry. Si se quiere dormir en su habitación hay que desembolsar algo más de cien euros. Vale la pena, los techos y las paredes del hotel están pintados con nubes mullidas.

shutterstock 2100500281. Una ciudad para pasear

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Una ciudad para pasear... y volar

Sin ser una ciudad turística, Toulouse propone varias jornadas de entretenimiento. Ya sea revolviendo el pasado en la calle Taur, donde se recuerda que al santo patrón Cernín lo martirizaron atándolo al lomo de un toro; acudiendo al antiguo Hôtel Assézat, hoy reconvertido en museo de arte de la Fundación Bemberg que alberga obras que van desde Canaletto a Modigliani pasando por todas las épocas intermedias; sentándose frente al telón de teatro que Pablo Picasso pintó con el Minotauro disfrazado de arlequín en el antiguo matadero reconvertido en centro de arte; o adentrándose en las tripas del cohete Ariane 5 en la Ciudad del Espacio, que celebra la conexión de la ciudad con la industria aeronáutica (se construyen naves espaciales y aviones comerciales, entre ellos el extinto Concorde).

shutterstock Occitania Francia Canal du Midi

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El eje fluvial del sur de Francia

El aroma de violeta es el preferido de los tolosanos. Llegó de Italia con los soldados napoleónicos y desde hace un par de siglos se perfuman cosméticos, agua, ropa… con él. Y, sobre todo, se confeccionan los caramelos que se venden por todas partes. Con esa golosina en la boca se puede abandonar la ciudad, tal vez tomando la conexión del Canal du Midi, una obra civil que tenía pretensiones comerciales –transportar cereales hasta el Mediterráneo– y que hoy es una de las apuestas turísticas y de ocio más célebres del sur de Francia.

Navegantes sin carné, ciclistas e incluso senderistas recorren los caminos de tierra que escoltan al canal durante 240 km. Es un placentero viaje a la sombra de frondosos árboles, deteniéndose en localidades ignoradas y contemplando la hipnótica operación de llenado de las esclusas para que las barquichuelas puedan salvar los desniveles del terreno. Cisnes y garzas reales ponen proa también a estas aguas.

HEMIS Occitania Mirepoix Francia

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Mirepoix y la herencia occitana

Es ese territorio sur occitano el que nos habla más claramente de su esplendor medieval. Antes del año 1000 empezaron a substituirse los textos en latín por los de la lengua que hablaba la gente. Y en los siglos siguientes –del xi al xiii– se vivió el auge de una cultura refinada y brillante que dio trovadores y literatos que todavía hoy se leen y se discuten. Hace ocho siglos el occitano fue para Europa lo que hoy es el inglés, la lengua en la que todo el mundo se entendía, más o menos. Coincidió con su esplendor, además, la posición estratégica para recoger los diferentes caminos a Santiago de Compostela que provenían de Europa.

Villas medievales imbatibles se agolpan en esta porción de territorio. Mirepoix es un espejismo delicioso. Los lunes se transforma en una villa vibrante porque llegan granjeros y artesanos de la contrada a romper el silencio de unas calles que, el resto de la semana, muestran faces mudas talladas en las vigas de la plaza central, porticada por esbeltas columnas de madera en forma de Y.

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Albi y su poderosa catedral

En Albi el río Tarn adopta forma de serpiente para acariciar sus laderas, coronada por la gigantesca catedral de Santa Cecilia, una iglesia queridamente monumental para proclamar el fin de los herejes albigenses. Es un templo arropado por un núcleo de casas de ladrillo con entramado de madera y graneros abiertos. Todo en Albi tiene aspecto milenario excepto dos museos que por sí solos también llamarían al visitante: el dedicado a Henri Toulouse-Lautrec, nativo de aquí, el artista que pintó como nadie cabarés, cafés y burdeles y al paisanaje que lo frecuentaba; y las salas dedicadas al conde de La Pérouse, el «capitán Cook francés» que en el siglo XVIII exploró el mundo para estudiarlo, conocerlo y divulgarlo... y de paso abrir la puerta a que su gobierno lo explotara en colonias muy, muy lejanas.

Otro entreverado de arte se halla en Castres, donde además de una localidad de raíz y aspecto medieval uno se tropieza con el museo de arte hispánico que recoge con devoción la obra de Goya, pero también de Murillo o Velázquez.

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Pero sin duda la campeona de las villas amuralladas, la que se auto–otorga sin complejos el título de ciudad medieval más hermosa del mundo es Carcasona. Dicen que Eugène Viollet-le-Duc se pasó de frenada restaurándola como si fuera un castillo de princesa de cuento, de esas que piden ayuda al príncipe Azul desde un torreón aislado. Qué importa, cuando el arquitecto se puso a recomponerla en el siglo xix estaba en ruinas y el gobierno francés tenía más en mente dinamitarla para construir una nueva villa que repararla. Por suerte no fue así, y hoy se supera el doble anillo de muros para ir por callejuelas empedradas que van dejando frente a las 53 torres que componen el conjunto, con barbacanas, puentes levadizos, puertas de rastrillo, polvorines, patios de armas… Todo ello colonizado por un sinfín de comercios, restaurantes y hoteles que se aprovechan de la magnética atracción de la arquitectura idealizada.

Carcasona y el medievalismo idealizado

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Carcasona y el medievalismo idealizado

Pero sin duda la campeona de las villas amuralladas, la que se auto–otorga sin complejos el título de ciudad medieval más hermosa del mundo es Carcasona. Dicen que Eugène Viollet-le-Duc se pasó de frenada restaurándola como si fuera un castillo de princesa de cuento, de esas que piden ayuda al príncipe Azul desde un torreón aislado. Qué importa, cuando el arquitecto se puso a recomponerla en el siglo xix estaba en ruinas y el gobierno francés tenía más en mente dinamitarla para construir una nueva villa que repararla. Por suerte no fue así, y hoy se supera el doble anillo de muros para ir por callejuelas empedradas que van dejando frente a las 53 torres que componen el conjunto, con barbacanas, puentes levadizos, puertas de rastrillo, polvorines, patios de armas… Todo ello colonizado por un sinfín de comercios, restaurantes y hoteles que se aprovechan de la magnética atracción de la arquitectura idealizada.

iStock-1287000825. Carcassonne en silencio

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Carcassonne en silencio

Madrugue o pasee al final de la jornada, cuando casi todos los tenderos han cerrado, y podrá oler el musgo de las paredes y reflexionar sobre las barbaridades que se muestran en el Museo de la Inquisición. Pero no todo fue horror en la Carcasona medieval, también hubo espacio para la compasión. El conde de Trencavel acogió a los últimos cátaros que Simon de Montfort no consiguió eliminar.

Vayamos a conocer los castillos donde se refugiaban los «hombres buenos» antes de que la Iglesia los identificara como subversivos por combatir la obscena opulencia del clero. De las fortalezas cátaras, con suerte, quedan los muros exteriores. Pero todas ellas tienen una fascinante historia a su favor. Y también que están engastadas en la roca madre de manera casi orgánica, aceptando las anfractuosidades de la piedra y el bosque para levantarse sobre nidos de águila que deberían haber sido inexpugnables.

 

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En busca de los castillos cátaros

Montségur es el castillo más emblemático, pues allí tuvo lugar la conocida quema de los seguidores de esta filosofía que querían inyectar humildad al catolicismo. Tiene forma de saeta. Igual que con esta, hay que salvar cuestas homicidas para ganar las otras fortalezas: Quéribus, que florece de la piedra; Pey–repertuse, prolongación de una cresta afilada; Roquefixade, en el borde de un precipicio; Puivert, el emplazamiento más «terrenal», en una llanura alzada; o Puilaurens, donde a nadie extrañaría tropezar en sus almenas con soldados de la Guardia de la Noche.

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HEMIS Occitania Parque Natural Languedoc

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Entre granitos y gargantas

Para desempacharse de tanta arquitectura militar y de tanto cismático rustido a la parrilla hay que navegar en dirección noroeste e ir a buscar el desconocido Parque Natural Regional del Alto Languedoc. No es muy extenso, cuenta con algo más de 2600 km2 protegidos. Sin embargo, agrupa parajes del país del Tarn bastante despoblados, un territorio de bosques de castaños donde tal vez se tengan dificultades para fijar un objetivo. Entonces es cuando hay que centrar el foco en el macizo de Sidobre, la mayor meseta granítica de Europa.

Cuenta la leyenda que unos dioses enfadados se deshicieron de las rocas que tenían entre manos y las lanzaron sobre este territorio de cualquier manera. Ello explicaría el prodigio que parece la invención de un artista un tanto ido: un bloque de 800 toneladas de peso que se mantiene en equilibrio sobre una piedra de un metro cuadrado. Su nombre es el Peyro Clabado. Esta piedra oscilante es la más conocida, pero el paisaje de granito desgastado durante eones puebla docenas de rincones, aderezados con bosques de encinas y riachuelos revoltosos. No extraña que sea un territorio trufado de leyendas que explican prácticamente cada paraje.

iStock-1268041760. Minerve y las gargantas de Brian

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Minerve y las gargantas de Brian

Para desempacharse de tanta arquitectura militar y de tanto cismático rustido a la parrilla hay que navegar en dirección noroeste e ir a buscar el desconocido Parque Natural Regional del Alto Languedoc. No es muy extenso, cuenta con algo más de 2600 km2 protegidos. Sin embargo, agrupa parajes del país del Tarn bastante despoblados, un territorio de bosques de castaños donde tal vez se tengan dificultades para fijar un objetivo. Entonces es cuando hay que centrar el foco en el macizo de Sidobre, la mayor meseta granítica de Europa.

En el extremo sur del parque natural está Minerve, nuevamente una villa medieval, esta con el cartel de pertenecer a la lista de «pueblos más bonitos de Francia». No hay que pasarlo por alto, aunque ya hayamos visto unos cuantos. El nombre no tiene relación con la diosa romana de la sabiduría, sino con palabras de origen celta que hacen referencia a men, raíz que se asocia a la piedra (como menhir). Es que aquí se viene a buscar la originalidad de las obras talladas por el agua con la aquiescencia de la blandura del karst.

Las gargantas de Brian recortan las moles de piedra dibujando torrentes profundos pero, sobre todo, puentes naturales por los cuales es gozoso y al mismo tiempo estremecedor caminar. El río Cesse ha generado unas cavidades que empequeñecen al ser humano y le hablan, además, de la ridiculez de su corta vida. Aquí han pasado millones de años hasta que los puentes naturales se han formado. Y con la misma indiferencia, un día de dentro de otros millones de años se vendrán abajo. La naturaleza está tan campante sin nuestra participación.

iStock-1048451096. Narbonne, la romana

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Narbonne, la romana

Hay que ir acercándose a la costa. Si no, ¿cómo podría sostenerse la tesis de la mediterraneidad occitana? Narbona es la parada ideal. El río Aude ha quedado al norte de la ciudad, pero le echa un cable líquido enviándole el Canal de la Robine. Porque una ciudad que se precie debe tener un cauce fluvial en el centro y presentar puentes que adornan y unen los barrios. Precisamente al norte de este camino líquido se halla el núcleo urbano medieval de una villa que, por su porte, aparenta ser más notable de lo que sus cincuenta mil habitantes señalan. Presenta un buen puñado de atractivos, encabezados por la catedral de los santos Justo y Pastor y siguiendo por el Horreum, los almacenes subterráneos del siglo i a.C.

En la Vía Domicia se hace gala de la categoría de autopista para unir Roma con su provincia Hispania hace también un par de milenios. En esa misma fiebre por resaltar el pasado romano de la ciudad, se ha abierto el nuevo museo Narbovia.

Si no se es perezoso, valdrá la pena desplazarse 12 km para visitar Amphoralis, un taller ceramista de ánforas romanas donde se muestra cómo se construían estos recipientes universales y todavía válidos, que hablan de una forma sabia de conservar alimentos.

shutterstock 1424858984. Occitania marismeña

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Occitania marismeña

De Narbona a las lagunas litorales del Parque Natural de la Narbonnaise en Mediterranée hay dos golpes de pedal, si uno quiere acercarse a ellos en bicicleta, un medio de transporte altamente recomendable para una zona tan llana. Se trata de un sistema de estanques cerrados por frágiles barreras de arena que desde hace siglos han proporcionado plantas útiles, pesca y sal a los narboneses y a buena parte de la Occitania oriental.

Este ambiente marismeño de luz cegador y yodo en el aire corroboran la ineludible mediterraneidad de un país, Occitania, que puede parecer disfrazado de otra cosa. Solo hay que «echar el ancla» en cualquier taberna de pescadores de Port-Le-Nouvelle (La Novèla en occitano) para confirmarlo.