Vista de lejos, Oporto parece sacada de un cuento infantil. Como si de una colmena se tratara, un haz de casas de piedra con tejados rojos y coloridas fachadas se arremolinan junto a la desembocadura del río Duero. Oporto es noble, y como bien dijo Luís de Camões "una leal ciudad donde tuvo origen, como es sabido, el nombre eterno de Portugal". En su borde izquierdo se hallaba Cale, un asentamiento ya conocido por los griegos, al que debe su nombre el país (Puerto de Cale). Fueron más tarde los romanos quienes, buscando un mejor emplazamiento para construir un muelle, decidieron trasladarse al otro margen del río.
Para descubrir Oporto lo mejor es hacerlo, literalmente, de arriba a abajo. El casco viejo, declarado Patrimonio de la Humanidad en 1996, trepa entre claroscuros por las calles adoquinadas de la orilla norte. Desde lo alto, la Catedral contempla el fluir del Duero. Construida entre los siglos XII y XIII, su aspecto fortificado plenamente románico contrasta con la remodelación barroca que añadió los detalles de la fachada.
Los portuenses engalanaron muchos de sus edificios con artísticos azulejos añiles y blancos. Un buen ejemplo lo hallamos en la estación de São Bento donde se puede asistir a una lección de historia portuguesa admirando el mural de 20.000 piezas, realizado por Jorge Colaço (1868-1942).
Desde la estación bastan dos minutos para llegar a la iglesia barroca de Los Clérigos de la que sobresale una imponente torre-campanario. Si se suben los 220 escalones que separan su cima del suelo el regalo es una espléndida panorámica.
El casco viejo de Oporto
La pátina del casco viejo, ahumada por el paso del tiempo, se torna en vivos colores al llegar a la plaza de Libertade. Dominada por el carillón del Ayuntamiento, a partir de ella se extiende la Avenida de los Aliados, el alma regia de Oporto. Este encantador barrio entrelaza rúas y avenidas con edificios clásicos y otros de estilo modernista que cobijan boutiques, galerías de arte históricas –algunas reconvertidas en bares– y comercios con alma que trasladan a la época en que la ciudad vivió su momento de gloria, a inicios del siglo XX.
El suelo de Oporto vibra con un leve traqueteo para anunciar la llegada de un tranvía. Es muy recomendable tomar el eléctrico 18 –junto a la universitaria plaza Parada de Leitão–, que pasa frente a las iglesias gemelas Do Carmo y Carmelitas, que comparten no solo devotos sino también fachada.Su itinerario se pierde luego por el romántico barrio de Massarelos, donde merece la pena visitar los Jardines del Palacio de Cristal.
De regreso al punto de partida, ya siempre en descenso, pasear contagia la saudade que baña cada esquina del barrio de Ribeira en el que el vuelo de las gaviotas y la humedad avisan de la cercanía del Duero. Paralela a su orilla, la vida bulle en animadas tascas y restaurantes que sirven deliciosas especialidades de bacalao, mientras se disfruta del canto de un fado.
En Ribeira, los muros de la iglesia de San Francisco aún custodian la joya ostentosa que, en los siglos XV y XVI, hizo que el templo se cerrase al culto durante años. Y es que los 300 kilos de oro en polvo que cubrían el interior parecían desdeñar la hambruna que vivía el pueblo.
Justo enfrente, en los Jardines del Infante Dom Enrique, la estatua de este explorador del siglo XV apodado "El Navegante" señala las aguas surcadas hasta hace poco por los rabelos, las barcas típicas en las que se transportaban las barricas de vino.
Los muros de la iglesia de San Francisco aún custodian la joya ostentosa que, en los siglos XV y XVI, hizo que el templo se cerrase al culto durante años
El mercado de forja escarlata Ferreira Borges (1888), recuperado como centro cultural, se halla cerca del Palacio de la Bolsa y de la Factoría Inglesa, muestra del tándem entre lusos y británicos. En el siglo XVII las guerras entre ingleses y franceses llevaron a los primeros a aprovisionarse de vino en Oporto. Añadir aguardiente detenía la fermentación de la bebida pero facilitaba su conservación en el viaje por mar, por lo que el vino guardaba el dulzor de la uva sin fermentar. Ese fue el origen del vinho do Porto.
Cualquier callejuela desemboca en el Cais de Ribeira, el paseo junto al río desde el que se divisa el puente de Dom Luis I (1886), uno de los seis de la ciudad. Su inconfundible estilo denota que su creador, Théophile Seyrig, fue camarada de Gustave Eiffel. Por él se cruza a Vila Nova de Gaia, barrio con aroma al roble de las barricas que atesoran sus bodegas centenarias; se pueden visitar para conocer los entresijos y las variedades de estos vinos.
Desde la orilla que la vio nacer, Oporto brinda con el Duero y perla sus aguas de nostalgia, haciendo que la ciudad, como un buen vino, mejore con el tiempo.