Los japoneses tienen una devoción singular por la naturaleza, arraigada durante siglos por las creencias del sintoísmo, la religión autóctona de estas islas, donde el hombre y el entorno forman parte de un todo, y donde multitud de kami (dioses) toman la forma de árboles, ríos, rocas o cascadas. Gracias a esta veneración ancestral por la naturaleza, un país tan industrializado y densamente poblado como Japón aún cuenta con un 70% de su territorio recubierto por bosques. En otoño los bosques se convierten en una sinfonía de colores que van desde los rojos de los arces, las zelkovas o las hayas a los amarillos de ginkgos y alerces.
Los japoneses cuentan incluso con una palabra para definir el cambio de colores otoñal: koyo. En esa época millones de personas se dirigen a parques y bosques para contemplar el espectáculo forestal, que ejemplifica a la perfección la belleza de lo efímero, una parte intrínseca de la cultura japonesa.