Colegiata, colegiata...

Palencia, el paraíso del arte románico (y mucho más)

Los edificios románicos convierten el norte de Palencia en un museo al aire libre con la Montaña Palentina y el Geoparque de las Loras como telón de fondo.

Con su libro El Arte Románico en Palencia, de 1961, Miguel Ángel García Guinea sentó las bases para la posterior promoción del rico patrimonio palentino. El autor describía un territorio en el que «miserables pueblecillos, aldeas casi olvidadas en el mapa, escondidas en parajes deliciosos, agrestes y bucólicos, ofrecían, como joyas doradas entre el verde de sus campos, la ensoñadora belleza de sus iglesias románicas».

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Santa María La Real

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La esperanza de Santa María la Real

Aquel panorama se ha tornado en una ruta perfectamente organizada con origen en Aguilar de Campoo, y más concretamente en el monasterio de Santa María la Real (siglos XII y XIII) y su Centro Expositivo ROM, inaugurado en 2006. Esta antigua abadía premostratense debe su revitalización a la Asociación de Amigos del Monasterio, que con José María Pérez «Peridis» a la cabeza convirtió en lema la frase de Unamuno «hasta una ruina puede ser una esperanza», para la creación del Centro de Estudios del Románico y de la Fundación Santa María la Real.

El cenobio fue salvado in extremis pues, aunque en 1866 había sido declarado Monumento Nacional precisamente para evitar su venta y demolición, en 1900 pasó por aquí Miguel de Asúa y ya lo vio hecho añicos: el canto de los frailes había sido sustituido por «chirridos de murciélagos, siseos de lechuzas y el continuo piar de los vencejos». Se tardó más de un siglo en restaurar el conjunto y por el camino volaron varios de sus capiteles en un despiadado expolio; los que tuvieron más fortuna recalaron en el Museo Arqueológico Nacional, en Madrid. Las copias que se exhiben en la exposición de la sacristía seducen por su calidad y temática, entre la épica literaria y la cotidianeidad de los canteros y escultores, como el capitel del caballero victorioso o el de los porteadores de argamasa. Todo cabe en la iconografía románica.

Y aunque Santa María la Real no sea un edificio plenamente románico, sino de transición al gótico, y además muy recompuesto, aquí se localiza el epicentro que generó la Ruta del Románico Palentino.

Iglesia

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Una antesala espectacular en Aguilar de Campoo

Emblema aguilarense por antonomasia es la galleta, ya que aquí llegaron a funcionar hasta cinco fábricas en los años 60, y a producirse cerca del 90% de las consumidas en España. Lo ratifica Ramón Carnicer (Gracia y desgracias de Castilla la Vieja, 1973), indicando que daban «quehacer a unas ochocientas personas, en su mayor parte chicas». Hoy permanecen activos dos colosos: Gullón, con tienda propia en el centro, y el Grupo Siro, que en su día adquirió la planta de Fontaneda cuyas galletas María, más allá de su humilde materialidad, han pasado a convertirse en un referente generacional, algo así como las latas de sopa Campbell que Andy Warhol convirtió en icono artístico en 1962.

Aguilar de Campoo cuenta con dos aperitivos para abrir boca antes de emprender la ruta del románico. La iglesia de Santa Cecilia, emplazada al pie del cerro del Castillo, con una torre cuadrada de tres plantas que evoca las segovianas, desde luego más osadas en altura; y los vestigios de la iglesia de San Andrés, originalmente situada al pie del cerro del Castillo y trasladada después al centro de la ciudad. En esta última, además de la cabecera, persiste la portada exenta, cuya arquivolta presenta una línea dentada o en zigzag, un motivo recurrente en el románico que suele asociarse con una simbología acuática y que a inicios del siglo XX fue empleado en la arquitectura art déco.

Olleros de Pisuegra

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Las tres premisas

De Aguilar nos dirigimos hacia el sur, hasta la vecina localidad de Olleros de Pisuerga. Aquí se localiza el curioso eremitorio rupestre de los santos Justo y Pastor, excavado en la roca calcárea y datado de entre los siglos IX y XII.

Para comprender este hipogeo, con templo y necrópolis en comunión con la madre tierra, hay que remontarse a la fase embrionaria del monacato altomedieval. Un símil hispánico de los eremitorios aislados de Siria o de la Tebaida del Alto Egipto se desarrolló con intensidad en el Bierzo, el norte de Palencia y Burgos, el sur de Cantabria o La Rioja, bajo una serie de premisas: huida del mundo, austeridad y ascesis milenarista.

Hallamos más roca, pero ahora trabajada por el poder erosivo del agua y el viento, en el vecino desfiladero de La Horadada, a través del que se abre paso un joven e impetuoso Pisuerga, recién llegado a la meseta desde la cordillera. Las oquedades próximas a las crestas están ocupadas por una colonia de buitres que, al atardecer, emprenden un regreso pausado tras horas de planeo en busca de alimento. El rutinario espectáculo tiene algo de majestuoso y, por ende, de ritual cortesano que invita a ser contemplado con la música de Edvard Grieg como solemne fondo.

Las Tuerces

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La Escalera del Tiempo

La garganta se prolonga una legua hasta Villaescusa de las Torres, puerta del Monumento Natural de Las Tuerces. Este paisaje kárstico es a menudo calificado como la Ciudad Encantada palentina, y no tanto por ser un émulo menor del conquense, sino por la crónica marginación que padece esta provincia. Como el patrimonio artístico, los recursos naturales de Palencia son también de primer orden, tanto es así que Las Tuerces ha sido integrado en el Geoparque de Las Loras, un espacio compartido con Burgos e integrado en la red de geoparques de la Unesco.

El paisaje de Las Tuerces puede recorrerse a través de una senda bautizada como Escalera del Tiempo. Si bien no es la de Jacob, ni el Stairway to Heaven de Led Zeppelin, plantea una sugerente invitación para penetrar en el cerro, un mundo mágico compuesto de callejones, grutas, torcas, setas y otras formaciones caprichosas que sin duda harán volar la imaginación para descubrir mesas pétreas, rocas zoomorfas, rostros, ruinas aparentes…

Aguas abajo del Pisuerga se erigía el monasterio de Santa María de Mave, reformado en el siglo XVII y abandonado tras la desamortización de 1835. Hoy solo resta la iglesia, un templo de tres naves y otros tantos ábsides en el que se empleó arenisca blanca y rojiza, lo que le otorga la apariencia de estar manchado de vino tinto.

Monasterio de San Andres de Arroyo

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El claustro donde se tradujo La Biblia en España

Nuestra Ruta del Románico deja atrás el Pisuerga, que continúa rumbo a su encuentro con el Duero. Cruzamos la vía romana de la Bezana y la vía férrea del tren minero por el que se transportaba el carbón de coque de la montaña hasta Alar del Rey, donde era ­embarcado en el Canal de Castilla. Alcanzamos así otra iglesia roja en la Puebla de San Vicente, uno de los tres barrios de Becerril del Carpio. El ábside del templo ofrece un estado de conservación tan bueno que podríamos considerar la posibilidad de toparnos a la vuelta de la esquina con el mismísimo maestro de obras, acaso exigiendo al concejo el pago de los dineros de vellón en virtud de lo acordado.

El viaje cobra intensidad al aproximarnos por el valle de la Ojeda al monasterio de Santa María y San Andrés de Arroyo. Una comunidad de ocho religiosas –«pocas para un edificio tan grande», nos confiesa la encargada de la visita– mantienen el espíritu de la regla del Císter desde la fundación del cenobio en 1181. Como el trabajo textil no ofrece garantías, las hermanas se centran ahora en la producción de repostería tradicional, como los deliciosos raquelitos (lazos de hojaldre), los tortos o los polvorones.

El principal objeto de deseo artístico no es el templo, sino el claustro. Este bello espacio en su día encandiló a Manuel Azaña, dotado de gran sensibilidad por el patrimonio medieval, quizá por haber tenido la fortuna de traducir en 1921 La Biblia en España (1842), la crónica de viaje del inefable y romántico George Borrow, don Jorgito el inglés.

Moarves de Ojeda

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«Una bella portada»

Igual que la comunidad religiosa de San Andrés lleva más de ocho siglos sin interrupción manteniendo el espíritu del Císter, otro tanto sucede con los campos circundantes, que cumplen las mismas centurias roturados, sembrados y recolectados con los preceptivos reposos en barbecho. A lo largo de estos siglos han mudado ciertos cultivos –el trigo, la cebada y el centeno, ahora acompañados por el girasol– y se han modernizado las herramientas con la incorporación de maquinaria, pero permanece el paisaje agrario que caracteriza la zona, acompañado en las lomas por el encinar primigenio, un feliz refugio de liebres y bandadas de perdices.

Sin tregua para digerir la belleza del claustro, plato fuerte del itinerario, otro manjar nos es servido en el interminable ágape del románico. Se trata de la iglesia de San Juan Bautista de Moarves de Ojeda, donde resulta aconsejable aproximarse a la fachada sur con los ojos tapados, hasta situarse ante ella. Entonces admiraremos, de golpe y con asombro, algo inconcebible para el lugar y más propio de una colegiata o catedral: «una bella portada de encendida encarnadura, de piedra, donde Cristo aparece rodeado de los cuatro animales simbólicos de la Esfinge –hombre, águila, león y toro– y en medio de la docena de apóstoles», como describió Miguel de Unamuno en Paisajes del alma (1934). 

La caliza tostada y rojiza parece arder y la escultura se antoja recién salida del cincel, con su Pantocrátor, Tetramorfos y Apostolado emulando, a través del modelo próximo de Santiago de Carrión, los que hallamos en Francia en el Poitou, el Limousin o el Perigord.

San Zoilo

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Las coordenadas de Carrión de los Condes

A poca distancia, Osorno Mayor es un buen lugar para realizar un alto y degustar especialidades palentinas como la sopa albada (de pan y ajos), las jijas (fritos de embutidos) o los ricos quesos de oveja de la comarca.De aquí sale el desvío por la N-120 a Carrión de los Condes, localidad amurallada que guarda en su casco antiguo el templo de Santa María del Camino, en cuya portada se representa una singular Epifanía, con los Reyes de Oriente caminando junto a los peregrinos. A apenas cien metros de ahí aparece la portada de la iglesia de Santiago (siglo XII) y su Pantocrátor, sublime por la destreza del maestro que la esculpió. Una tercera parada en Carrión de los Condes es el monasterio de San Zoilo, cuya portada del siglo XII fue descubierta durante las obras de la hospedería en 1993.

Vallespinoso

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Emblemas del románico palentino

Hacia el norte, una hilera de chopos rítmicamente plantados mecen al viento sus copas como susurrando al viajero los encantos de Santa Eufemia de Cozollos o Cozuelos. La iglesia es el único resto del Real Monasterio de Freiras Comendadoras de Santiago, en el valle del río Burejo. El edificio conserva bien diferenciadas las tres fases de su construcción: la cabecera del siglo XII, el crucero y cimborrio de finales del XII y el tramo final de la nave, del XIII. La atención se la llevan, no obstante, la cúpula y los capiteles, deudores de la exquisitez de San Martín de Frómista, unos 60 km al sur. De todos los templos que el Camino de Santiago sembró en Palencia, San Martín de Frómista es uno de los que mejor exhibe las influencias llegadas de Jaca.

Del antiguo monasterio benedictino, fundado el año 1066 y restaurado a fondo en el siglo XIX, son características las dos torrecillas altas en las esquinas que flanquean la fachada principal. A estas alturas del viaje hemos de prepararnos para un postre liviano, desprovisto de pretenciosas florituras, pero a un tiempo de suave textura y regusto indeleble. Como tal se nos ofrece la solitaria ermita de Santa Cecilia de Vallespinoso de Aguilar, segunda dedicatoria a la mártir y patrona de músicos y poetas, que debido a su posición es el edificio más pintoresco de la ruta.

Pese a su modesto tamaño, se ha convertido en uno de los emblemas del románico palentino, pues se halla encaramada sobre una peña, lo que genera una romántica estampa que parece salida de un grabado decimonónico de Francisco Javier Parcerisa.

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Los secretos de la Montaña Palentina

A través de Vallespinoso se regresa a Aguilar de Campoo por la vaguada del arroyo Sosa, ornada con robles, chopos y álamos, a la que suceden los extensos pinares que acarician el embalse de Aguilar. El espíritu puede que se encuentre más que saciado, pero ahora hay que ocuparse del paladar. En los fogones de la zona se pueden saborear la ternera criada en la Montaña Palentina y el lechazo churro, productos de la matanza del cerdo, unos callos con garbanzos o el bacalao –sea o no tiempo cuaresmal–, sin olvidar los hojaldres artesanos, santo y seña de esta ¿mesurada? tierra.

El contrapunto al patrimonio arquitectónico lo hallamos al norte, en la cordillera Cantábrica y el Parque Natural de la Montaña Palentina, antaño denominado de Fuentes Carrionas y Fuente Cobre por nacer en él los ríos Pisuerga y su afluente el Carrión.

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Entre Cantabria y Asturias

Muchos son los rincones singulares de este extenso espacio protegido: masas de robles, hayas, abedules, encinas o pinos, matorrales en los que medran piornos, brezos, sabinas rastreras o aulagas; y las formaciones herbáceas de altura, pastos que han sido y siguen siendo de trashumancia. También aguardan elementos singulares, como el veterano roblón de Estalaya o la resistente Tejeda de Tosande, populares itinerarios como la Ruta del Oso o la Ruta de la Cueva del Cobre, desfiladeros como el de Piedras Luengas, paso natural hacia la comarca cántabra de la Liébana sobre una calzada romana, lagos de origen glaciar y embalses.

En el límite con Cantabria y Asturias, varios picos emblemáticos coronan el circo montañoso, entre ellos los totémicos Curavacas (2524 m) y Espigüete (2451 m). El segundo se ha convertido en meca de montañeros desde que, el 5 de agosto de 1892, el conde de Saint-Saud, ante la mirada atónita de los lugareños, pernoctara en su cumbre. Bautizado como el «monte negro», sus traicioneras avalanchas elevan la experiencia de su ascensión a una auténtica gesta.